Entrada de la gruta Cullalvera, en Ramales de la Victoria |
En el último artículo quedamos en que, llegados al Campamento Nacional de Espeleología, en Ramales de la Victoria, yo había recibido el encargo del jefe de campamento para que, acompañado de cuatro arqueros de la OJE, fuera hasta un bosquecillo de la ribera del Gándara, a talar un haya recta que sirviera de mástil para izar la bandera. Y así lo hice.
Cantabria, por la composición caliza del subsuelo y las montañas, presenta la geomorfología de un enorme queso de gruyere, donde abundan las grutas, muchas de ellas con arte rupestre. De ahí que durante años pasaran por dicho campamento hornadas de jóvenes espeleólogos de toda España para perfeccionarse en esta apasionante práctica, entre deportiva y científica. Las actividades que se realizaban no eran otras que la impartición de clases teóricas sobre técnicas de seguridad, conocimiento y respeto por la naturaleza dentro de las simas y cavernas; además de explorar a diario cavidades de los alrededores.
El pueblecico de Ramales, que históricamente formó parte de la ruta del emperador Carlos V (en 1556, el hombre más poderoso del mundo había abdicado en Bruselas en favor de su hermano Fernando y su hijo Felipe, y desembarcó en Laredo para cruzar España en dirección a Yuste con un impresionante séquito), acogía con agrado todos los veranos a los ciento y pico de espeleólogos de la OJE que nos instalábamos en aquel famoso campamento. Bien es verdad que la sociedad de entonces no había perdido los valores del respeto en general; y en particular, a los jóvenes que vestíamos el uniforme de OJE, se nos suponía y se nos exigía una actitud respetuosa.
De las cavernas cercanas, la más importante por sus dimensiones, la “Cullalvera”; la más bonita y compleja, “Cueva Mur”. De las simas, la más impresionante, “Callejo Madero” (una gigantesca dolina de más de 60 m. de una sola vertical, cuyo borde se camuflaba entre acebos y madroñeras, y a cuyo fondo umbroso bajaba el sol a las doce del medio día). También nos desplazamos a otras cavidades en pueblos vecinos: La cueva más espectacular, con río subterráneo navegable fue “Coventosa” (esta gruta “respiraba” como un gran pulmón geológico, de forma que había que aprovechar las intermitencias del soplo para poder atravesar la boca sin que nos apagase el viento la llama de los carbureros); la sima más enorme (en torno a 500 m. de profundidad), con cascadas interiores fue la del “Mortero”. En ambas tuvimos que pernoctar dentro para su exploración.
Pero además de estas cavernas, sólo accesibles para los espeleólogos equipados con material de montaña, también visitamos otras que se hallaban acondicionadas para el público en general, tales como las del “Monte del Castillo”, en Puente Viesgo, hoy en día declaradas patrimonio de la humanidad por sus importantes pinturas rupestres, datadas algunas hasta en más cuarenta mil años (si pueden ustedes, no se pierdan el verlas; merecen mucho la pena). Y ya, como la joya de la corona, tuve el gran honor y la gran suerte, en aquel verano de 1972, de visitar la “Cueva de Altamira” (reconocida como “la Capilla Sixtina del arte cuaternario”). Y guardaré el fabuloso recuerdo mientras viva de haber contemplado los bisontes policromados desde la misma posición y a la misma distancia que los veía y plasmaba su artista. (Sepan que en la sala original de la gruta, cuando excavaron el suelo para que los visitantes pudiesen caminar erguidos, dejaron una especie de tarima central con el suelo primitivo, donde los pintores de hace veinte mil años desarrollaban su arte tumbados boca arriba).
La OJE guardaba entonces reminiscencias de ideología falangista, cosa que a la mayoría de los espeleólogos del campamento, montañeros por afición, ni nos importaba ni nos estorbaba. Y a pesar de que todas las mañanas nos despertaban a las 8 con la canción “Aquarium” de la ópera “Hair”, entre las consignas y arengas que luego se llevaban a cabo diariamente, bajo el palo de la bandera o ante la “cruz de los caídos”, había una inextricable, grandilocuente y sonora que decía: “¡Sobre los hombres, Dios! ¡Con los hombres, el honor! ¡Para todos, la victoria!”
El último domingo y final del campamento, antes de desmontar y cerrar aquella preciosa experiencia con el “Adiós con el corazón” y lágrimas en los ojos, se celebró una “misa cavernícola” en la Cullalvera. Como el acceso era fácil en un primer tramo de la gruta, hicimos un pasillo luminoso con los carbureros hasta un imaginativo “santuario” de estalactitas y estalagmitas que se hallaba en alto a no más de 200 metros de la entrada. Subió mucha gente del pueblo: hombres y mujeres, y todas las chicas con las que habíamos trabado emocionada amistad. Y como por entonces estaban de moda “Simon & Garfunkel”, unos compañeros virtuosos que solían animar por las noches los “fuegos de campamento”, con guitarra y flauta travesera interpretaron de manera sublime, como nunca jamás la volveré a escuchar, la mítica canción de “Los sonidos del silencio”.
(Publicado en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA"
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