¿Ministros de Dios o del demonio?

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Les quería comentar hoy acerca de los curas esos de Irlanda, que andan, o han andado durante los últimos años, en el gravísimo pecado de los abusos a menores. Me gustaría saber qué opinan ustedes sobre ese vergonzante asunto, qué piensan de esos predicadores del bien y ejecutores del mal. ¿Cómo es posible que la Iglesia, que tiene doctores que lo saben todo, haya permanecido en silencio encubridor ante tales delitos? ¿Es que los canallas pederastas esos no habrán leído nunca la Biblia, donde el propio Jesús advierte que difícilmente habrá perdón para tales acciones (“…aquel que cause escándalo a uno de estos pequeños, más le valiera atarse al cuello una rueda de molino y arrojarse al mar.”) ¿O es que esos fulanos no han sido capaces de cumplir al menos los Mandamientos, que en esencia contienen la Ley anterior a las leyes de los hombres?

Como comprenderán ustedes, no me voy referir aquí a los curas y prelados que, dejándose arrastrar por la tiranía de las hormonas, son incapaces de mantener en la práctica el voto de castidad y, en perfecto ejercicio de hipocresía y discordancia con sus prédicas, sucumben a la atracción de la carne (el tercer enemigo del alma, que se decía antes). De éstos ministros de la Iglesia siempre ha habido y habrá. Y uno de los casos que más ha trascendido en la historia, y que quizá conozcan muchos de ustedes, es el del Papa Alejandro VI, sobrino del también Papa Calixto III (los Borja, ambos valencianos de Játiva; si van ustedes a esa bonita ciudad verán sus estatuas a ambos lados de la puerta de la iglesia mayor). Alejandro VI, que por la circunstancia histórica que le tocó ejercer el obispado de Roma –nada menos que el descubrimiento del Nuevo Mundo, en tiempos de los Reyes Católicos– fue célebre por sus “bulas alejandrinas”, tales como las que concedían a algunos españoles que se afincaran en América el beneficio de las “encomiendas”, una especie de esclavitud para los pobres indios a cambio de su supuesta catequización por parte del “encomendero”; o también de la famosa bula papal por la cual se llegó a repartir la hegemonía del mundo entre España y Portugal. Pues bien, el Papa Alejandro VI tuvo varios hijos naturales, o mejor dicho, los había tenido a lo largo de su carrera hacia el papado, entre ellos César de Borja, arzobispo de Valencia antes de vestir la púrpura cardenalicia.

Tampoco vamos a hablar ahora, por supuesto, de aquellos curas que creen compatible su ministerio con la gracia del amor conyugal y el mandato divino de la procreación dentro del matrimonio. Seguro que muchos de ustedes conocerán a alguno de estos hombres que, después de un calvario sentimental y de ser casi “perseguidos” por el Vaticano, han logrado casarse y ser padres de familia a pesar de la absurda obligación del celibato. (Hay un libro, publicado aquí en Cieza, llamado “La muchacha del voluntariado y el joven misionero”, del cura casado Manuel López López, en el cual se relata todo un periplo de amor por exóticos escenarios de la América hispana; constituyendo dicho libro un alegato en favor de ese gran colectivo de sacerdotes que, haciendo uso de la libertad que dio San Pablo sobre el tema del matrimonio, prefieren andar los caminos de esta vida en compañía de una esposa y unos hijos. Léanlo si pueden).

Pero no. Aquí a las que me vengo a referir son a esas mentes retorcidas y a esos hombres depravados, que al amparo de la institución eclesiástica cometen el delito de dañar los más íntimos sentimientos de niños o adolescentes. A lo peor, hurgando en su pasado personal, es que hicieron lo mismo con ellos. Quién sabe si en el propio seminario o en los colegios mayores donde fueron llevados a estudiar latines, androceo de cuerpos frágiles y almas inocentes, quizá también fueran ellos objeto de abusos deshonestos por parte de adultos con sotana. Lo cual no es una justificación. Pues si voluntariamente han aceptado la orden sacerdotal, siendo como son personas académicamente formadas, que sean consecuentes con las privaciones sexuales, con las normas que impone su institución, con la moral cristiana y con las leyes, y si no que se vayan y caven.

Y aún lo más grave del caso este de Irlanda, que no es el único, pues el otro año también salieron a la luz bastantes curas pederastas en Estados Unidos, es que las autoridades (al parecer las civiles de ese país tradicionalmente tan católico) guardaban un terrible silencio de cirios ardientes.
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Jóvenes delincuentes

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Hay un asunto serio sobre el que quería reflexionar aquí con ustedes desde hace algún tiempo: se trata del asesinato de Marta del Castillo.

Primero, ¿se imaginan cómo pueden vivir ese padre y esa madre soportando tanta infamia durante tanto tiempo? Y segundo, horroriza a cualquiera el pensar que unos chicos y chicas jóvenes sean capaces, no sólo de quitar la vida a alguien de su misma edad y de su mismo círculo de amistades, sino que además, como si no tuviesen alma ni conciencia, continúen todavía causando tanto sufrimiento a una familia y tanto daño a la sociedad.

Desde luego que todas las personas estamos hechas de la misma pasta. Por tanto no esperemos que los jóvenes, por serlo, no sean capaces de cometer la misma barbarie que cualquiera otra persona de más edad. La juventud no es un salvoconducto para no perpetrar horrendos delitos; ahí tienen ustedes al tipo aquel de la catana: ¿en qué se diferencia ese individuo (recuerden que era un zagal menor de edad cuando mató a sus padres y a su hermana pequeña), con aquellos otros, bastante mayores o ya viejos, de la matanza de Puerto Hurraco?

Mas lo que sí podemos observar dentro de las conductas criminales son diferencias en la respuesta del asesino tras cometer su acción. Ustedes habrán visto muchas veces por la tele a esos fulanos que, después de cruzárseles los cables y cargarse al sursuncorda que se pusiera delante, se pegan un tiro, se tiran por el balcón o, con más o menos remordimiento, se entregan a la policía. Pero estos jovenzuelos implicados en el crimen de Marta del Castillo… ¡Madre mía!, ¿pero qué clase de gentuza es esta, que tras causar el mayor dolor, aún sigue causando más dolor?

Primero ocultan el homicidio con la más reprobable de las cobardías; luego engañan a los jueces y hacen que, en una labor penosa y peligrosa, equipos humanos con costosos medios técnicos de buceo tengan que buscar por los fangos del Guadalquivir. Y después, en una especie de burla a la justicia y a la policía, cambian la versión de los hechos y mantienen que echaron el cadáver de la pobre víctima a la basura, por lo que una empresa especializada, con elevado coste para la Administración, tiene que estar removiendo palmo a palmo un inmenso vertedero, siempre con el riesgo de las emanaciones de metano para los trabajadores. Y la cosa no ha acabado aún. Ya veremos...

Pero encima, lo que produce seria preocupación es el pensar cómo unos chicos en la flor de la juventud, cuando deberían estar aún formándose para ser hombres y mujeres de bien al día de mañana, y divirtiéndose sanamente, que es lo que toca a esas edades, preocupa el pensar cómo han podido llegar a eso. Pues hay gente mayor que, por lo que sea, ha vivido una trayectoria de odios y rencores que al final desencadenan la tragedia. Y no es que una acción criminal esté explicada o justificada jamás, pero a veces nos inclinamos a creer que a alguien mayor, la vida vivida lo ha hecho malo, y con los años ha adquirido vicios esclavizantes o ideas de mal proceder; entonces creemos entender que se trata de gente muy ajena a nosotros mismos. Pero en el caso de los asesinos de Marta del Castillo, ¿qué camino han podido recorrer estos muchachos de Sevilla para llegar a ese comportamiento de maldad…?

De modo que si nos ponemos a pensar, surgen varios interrogantes, como: ¿En qué estarán fallando los sistemas sociales para que jóvenes con todo el porvenir de su vida por delante lleguen a tener ese comportamiento tan atroz? ¿Qué parte de responsabilidad tienen los poderes públicos en esas actitudes tan inhumanas? ¿Qué escala de valores les ha proporcionado la sociedad en que vivimos a estos jóvenes delincuentes? Y finalmente, ¿qué parte de culpa, al menos moral, han de asumir las familias de las cuales provienen estos peligrosos individuos?
Los políticos, por supuesto, no han desaprovechado para hacer en su momento la visita mediática a la casa de Marta del Castillo y, con sus ruidos de cámaras y reporteros, entrar en la intimidad del luto familiar y salir ellos retratados en los noticieros, sentados en la sala de estar con unos padres destrozados por la pena. Eso, les habrán dicho sus asesores, sirve para mostrar en la tele al votante medio la faceta humana de los políticos. (Son como nosotros, nos quieren dar a entender en un mensaje subliminar, aunque cobren sueldos leoninos e increíbles pensiones que ellos mismos se han puesto por la cara).

Pero, ante el singular comportamiento de estos delincuentes juveniles, ¿han hecho los políticos alguna reflexión pública y responsable sobre las posibles causas de esta temprana maldad? ¿Qué moral sobre el respeto al prójimo otorga esta sociedad que los dirigentes de turno van forjando día a día con sus discursos y sus leyes? Y para terminar, ¿si a través de sus mensajes “educativos” y publicitarios en los diversos medios de comunicación se está desautorizando paulatinamente la moral tradicional, de base religiosa, qué escala de valores humanos “civiles” pretenden los políticos introducir a cambio en la juventud para evitar que la sociedad que viene caiga en la anomia y en el pasotismo delictivo?
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