INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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8/10/23

El hombre y el niño

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Paisaje agreste de la Sierra del Oro, donde se puede ver la Casa del Madroñal y, más a la derecha, entre la pinada, la caseta del guardalíneas.

Esas cosas se saben; no sé cómo, pero algo te lo dice (mi madre solía tener a veces intuiciones fuertes y entonces daba por seguro el acontecimiento de algo sin que hubiera ocurrido todavía, o al menos sin que ella tuviera noticia de que estaba ocurriendo en ese instante; era una especie de saber misterioso el suyo, como el de la «tía Pichicha», que decía la gente). De modo que yo fui consciente de que aquella era la última vez que le daba de comer por mano. Luego ya, unos días más a la espera cierta, en los que todo fue más o menos caótico, cuesta abajo, rápido, hasta el final del final.

Aquella noche el hombre tuvo una rara idea, un capricho, una veleidad si cabe; pensó vivir él una emoción nueva con el niño. Pues el niño estaba entonces descubriendo el mundo y el padre se complacía en enseñárselo (el antiguo Dios del Génesis también se complugo mostrándole a Adán todos animalicos que había hecho de alfarería fina para que Adán no se sintiera solo en el Paraíso; entonces este, según reza la Biblia, les puso nombre a todos, y así es como se llaman: león, paloma, cordero, pájaro, serpiente...).

Le había preparado un platico de arroz como a él le gustaba; después se lo di, cucharadica a cucharadica, medio incorporado en la cama. Él lo tomaba voluntario, como otras veces en las que había tenido baches importantes de salud y yo le había dado el alimento por mano; esta vez aún le faltaba un poco para su hora y obedecía el dictado de la vida. Un rato antes se lo había cocinado con el punto que a él le gustaba, y, mientras se lo iba dando, yo le hablaba como si estuviera convencido de que todo era pasajero y que tornaría una vez más la recuperación. Pero en realidad, ya postrado en su cama, había empezado para él el principio del fin a pasos largos y todos lo sabíamos con desoladora certeza.

«¡Qué ocurrencia tienes!», dijo la madre, que era lo mismo que mostrar su desacuerdo con la idea de llevarse al niño de noche por aquellos andurriales del monte. Pero ella era mujer hecha para la sumisión al hombre y quedó en la casa con la rumia de su preocupación. Cuando el niño creció, el hombre hacía que lo acompañase en muchos momentos; entonces, ante otras personas, declaraba como explicación evidente: «…mi “tocayo”, o mi “secretario”», pero eso sería cuando ya anduviera el muchacho pisando la adolescencia. Sin embargo, aquella noche no tendría más de tres o cuatro añicos, cuando a él se le «ecapuruchó» el llevarse a la criatura para que aprendiera a diferenciar un graandioso cielo estrellado de unos pobres fuegos de artificio.

Ya no le haría más de comer, ni le cortaría la carne a trocitos o le desmenuzaría el pescado en su plato, librándole de las espinas; ya no le pincharía más la ensalada con el tenedor, ni le llenaría la cuchara, ni le pondría la servilleta, ni le sostendría el vaso del agua para que bebiera. Todo eso lo intuí aquel día, aunque él casi apuró el platico del arroz y mostraba ánimos para avanzar un poco más, un trecho incierto, soportando el peso enorme del largo camino: pesan los años, pesa la desilusión, pesa la desesperanza, pesa la decrepitud del cuerpo, pesa la vecindad de la hora en que habrá de agotarse la vida. Una vez, recordé en esos momentos, él me llevó en la bicicleta, sobre un asientito que colocaba atornillado al cuadro de esta, entre sus brazos; me cruzó el río a cuestas por un vado en que se veían las piedras, me vigiló para que no me pasara nada mientras cavaba la tierra de una señorita y, a la sombra de un albaricoquero, me dio de comer sopitas de pan untadas en un huevo frito: las mojaba en la yema amarilla y me las introducía en la boca como se le da su pitanza a un pajarico (creo que no tengo otro recuerdo más primigenio).

Ella luego diría «¡lo sabía, lo sabía!», pues su intuición era ciencia. El hombre había caminado entre altos pinos fantasmales y por sendas flanqueadas de coscoja y lentisco, hasta llegar al límite del término (unos mojones de piedra basta indicaban el final de un municipio y el comienzo de otro). Buscó un puntalillo desde el cual se oteaban, allá a lo lejos, las luces del otro pueblo y esperaron largo rato, padre e hijo, sentados sobre las atochas. Arriba, la Vía Láctea partía en dos la bóveda celeste con sus miríadas de trillones de soles. Nuestro Sol, una estrella corriente, ni joven ni vieja, se halla en un brazo abierto de la espiral galáctica, en las afueras, en el arrabal del gran remolino sidéreo, y, desde nuestra perspectiva diminuta, de seres insignificantes, de motitas de polvo cósmico, vemos el «canto» de nuestra galaxia como si fuera un reguero de leche derramada en el cielo sin Luna de la noche.

La cuesta abajo final tuvo fondo por fin, cuando la hija diría: «ya hemos descansado todos». Él, en los pocos días que siguieron, se dejó vencer por el precipicio y renunció al alimento sólido, luego al semilíquido, y luego a cualquier cosa que acercáramos a sus labios; se pasaba las horas con los ojos cerrados, desentendiéndose del simple latir, del cansado latir, del leve latir de la llama de una velica apagándose. Lo afeité doce horas antes y supo que lo estaba haciendo yo; esas cosas se saben; supe que él lo sabía, y supe que era la última vez que lo afeitaba. Más tarde emitió una queja, sólo una, y conocí que no fue como las otras quejas (no sé por qué, pero lo supe), esta era por la consciencia nebulosa de que todo había llegado a ser nada. Luego, dando las seis de la mañana en los relojes, dejó de respirar. Le limpiamos las lágrimas de sus ojos para cerrárselos, pues supo con enorme pena que abandonaba el mundo (faltaban 90 días para que cumpliese un siglo, el 11 de octubre de 2023).

En el otro pueblo era San Cosme y San Damián, y, allá a lo lejos comenzaron los fuegos artificiales: primero subían los cohetes como diminutas antorchas, que terminaban en el punto cero de su aceleración vertical; después, a los bastantes segundos, se oían las explosiones, amortiguadas por la lejanía, pero aumentadas, sin embargo, por el silencio de la noche y la paz del monte. Al regreso a casa, dormido el niño, rendido por el cansancio, se escabullía por la espalda del hombre cuando lo llevaba a cuestas; pero él lo sujetaba con mimo, como si fuera un haz de margaritas que se amustian. Él conocía bien los senderos y las trochas, conocía cada pino, cada peña, cada sabina, cada quebrada. Bajando una pendiente pedregosa, el hombre resbaló con sus esparteñas y cayó hacia atrás. El niño recuerda, en uno de los recuerdos de su memoria profunda, que la madre lloraba, por atajarle la sangre de su cabecita a la luz del candil y por lo que pudiera haber pasado. «¡Qué ocurrencia has tenío!», decía la pobre. 
©Joaquín Gómez Carrillo   

 

27/4/14

Siempre nos quedará Macondo

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Cieza era entonces una pequeña villa de casas modestas que crecía en torno a su ermita de San Bartolomé, cuyas huertas bien cultivadas se asomaban a un hermoso río Segura de aguas limpias, a veces bravo de riadas devastadoras, a veces manso que dejaba ver su lecho de peñones.
Hace años una viuda reciente, la cual para no volverse loca por el insomnio montaba grandes puzzles en su alcoba hasta el amanecer, me confesó resumiendo su situación desesperada: “¡es que mi marido era mucho hombre...!” Yo hoy, como de él ya se ha dicho todo en vida y no encuentro mejores palabras para adornar su muerte, proclamo también que Gabriel García Márquez era mucho escritor.

 La verdad es que no recuerdo con exactitud cuándo empecé a sentirme cautivado por la prosa de García Márquez; supongo que fue cuando leí las primeras páginas de “Cien años de soledad” y me topé de pronto con el gitano Melquíades, quien a pesar de tener “barba montaraz” y “manos de gorrión”, era un hombre lleno de curiosidad y de asombro al que le importaba más dar a conocer los descubrimientos de la ciencia, que obtener beneficio de las truculencias.

Luego, a lo largo de los años, fui comprando todos sus libros conforme aparecían en Círculo de Lectores, y siempre recordaré el gusto de tenerlos en mis manos por primera vez y la emoción contenida al romper despacio, como si formara parte de un ritual, el envoltorio de plástico para empezar a saborear las primeras palabras de cada historia, las primeras frases que le abrían a uno la puerta de ese mundo garcíamarquiano con eterno sabor caribe y una realidad llevada hasta el límite de la fantasía: “mundos tan nuevos donde las cosas carecían de nombre y había que señalarlas con el dedo”, “galeones españoles en mitad de la selva”, “muchachas que habían de alquilar su ser diariamente a cientos de hombres para pagar una deuda a su abuela desalmada” o “loros que no sólo habían aprendido a rezar el Credo, sino que eran capaces de recitar la misa en latín.” Todo era posible y creíble en sus narraciones.

Recuerdo que al principio tuve que abandonar la lectura de “El otoño del patriarca” porque no era capaz de entrar en sintonía con el relato (dicen que cuando Mozart presentó su Réquiem, la obra musical más grande jamás escrita, el público no pudo entenderla y constituyó un aparente fracaso). Luego, cuando llegué a comprender el portento literario de García Márquez a través de sus obras, retomé de nuevo dicho libro y no solo me lo bebí de cabo a rabo, sino que lo releía como si fuera un inmenso poema. Precisamente, de “El otoño del patriarca” había explicado su autor, que cuando lo escribió en Barcelona, se tiraba a veces ocho horas de trabajo para conseguir tan solo una página. Eso da una idea de la vocación, el empeño y la devoción que él sentía por el noble oficio de escritor.

Ahora muchos hablarán de lo que nos deja Gabriel García Márquez: un legado literario sin igual, unos libros desbordados de imaginación y maestría, verdaderas obras de arte. Pero yo, como Machado en su poema de “la muerte de Don Guido”, también quiero apuntar sobre aquello que él se lleva: la satisfacción por el fruto de su trabajo y el reconocimiento universal. El escritor colombiano ha tenido más fama en vida que Cervantes en toda la posterioridad. Algunas de sus obras salían en primera edición con un millón de ejemplares y duraban cuatro días en las tiendas. Era tal el interés de los lectores de Hispanoamérica, que sus libros llegaban a venderse fotocopiados y de matute en los “manta” callejeros.

Se puede decir que ha disfrutado de una vida literaria intensa y exitosa, y lo que es más importante: ha “vivido para contarla”. ¿Qué más se puede pedir? La muerte no existe por más que hablemos de ella, sólo existe el don de la vida, que un día ha de tener final para todos. Gabriel García Márquez quiso ser escritor y lo consiguió con mucho esfuerzo, trabajo y perseverancia. Además llegó a lo más alto, cuando en 1982 se presentó en Estocolmo vestido con guayabera para recoger el máximo galardón.

De sus novelas, que yo he releído como se relee el Quijote, tengo muy claro que me quedaría siempre con “El amor en los tiempos del cólera”. Pienso que es la más bella, la más humana y la más mágica. Creo que es una novela de amores de toda clase, desde el amor más perseverante y firme que Florentino Ariza siente por Fermina Daza, a la cual ama desde la adolescencia y no consigue tomarla hasta haber cumplido los setenta, hasta los amores de urgencia, que se ejecutaban en la siguiente parada del tranvía de una ciudad mulata y sensual como Cartagena de Indias.

Hoy lamentamos la ausencia del escritor, pero siempre nos quedara su obra y la creación de un mundo literario único que nos enriquecerá la imaginación, que dará felicidad a muchos lectores y que viviéndolo nos hará más personas. Además, siempre nos quedará Macondo.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 26/04/2014 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")

10/3/13

Mis amigos los enterradores

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Cementerio de Cieza
Cita León Felipe en su poema “Romero sólo” al Príncipe Hamlet, personaje inmortal en la obra casi homónima de un tal William Shakespeare, y dice el zamorano que afirmaba aquél: “La mano ociosa es quien tiene más fino el tacto en los dedos...” Y, en relación con esa idea, versos más adelante escribe el poeta: “...Para enterrar a los muertos como debemos, cualquiera sirve, cualquiera, menos un sepulturero.”

Ustedes saben ya muchas cosas de mí; es lo que tiene escribir artículos de opinión, que uno, entre medias, va incorporando cada vez más granicos de trigo autobiográficos, hasta haber contado gran parte del granero de su vida. Conocen que llevo en mi mano dos anillos para mi mal, que descubrí ángeles en una opresiva planta de hospital o que el día de la Asunción de la Virgen, cuando la llevábamos a hombros hasta el final del camino, recordé a mi madre cuarenta años antes a la puerta del Instituto la mañana en que asistí por primera vez a clase. De modo que no les extrañará que en estos últimos meses me haya hecho amigo de los enterradores.

Mas tengo que desmentir a León Felipe, pues he visto en estos hombres su trabajo silencioso, humilde, fundamental; su actividad noble realizada con maestría, con respeto, con determinación; su oficio necesario ejercido con profesionalidad, con voluntad solidaria o con el consuelo de entregar a la tierra la parte de nosotros que a ella pertenece. Nadie, por tanto, como los enterradores para ser testigo del tránsito de los que van pasando al otro barrio. Nadie como ellos para observar la ruina vital que deja en algunos familiares la partida dolorosa de un ser querido. Mas siempre se muestran cercanos, amables, solícitos y respetuosos con las personas que visitan a menudo el cementerio para calmar su alma o para descender una y otra vez al punto cero de los sentimientos.

Así lo creí el pasado 24 de febrero, cuando el enterrador, ayudado por nosotros, empujó con maña el féretro hasta el fondo del nicho. Luego tomó la plancha de escayola que tenía preparada, se proveyó un capacico con masa de yeso que había hecho y, de rodillas, fue sellando con habilidad todos los resquicios entre ambos mundos conocidos: el de la vida y el de la muerte. Después recogió y limpió cuidadosamente los restos de obra y, bajo un silencio luctuoso de familiares y allegados, depositó una plaquita con el nombre: Antonio Egea López.

Era mi suegro. Y la tarde del día antes se había marchado de esta existencia de forma callada, en paz, como siempre había vivido: sin causar molestia a nadie. Lo hizo en su casa, sentado en su sillón, junto a los suyos, con la normalidad de quien ha aceptado pasar la última página del libro del destino de las personas.

Hasta ese día él nos hacía entender su voluntad de recuperación, de poder salir a la calle y sentir de nuevo la caricia del sol, pero en realidad se había ido arrugando por dentro como una hoja seca en invierno. Es ley de vida, tenemos que admitir; y además, el reloj biológico, implacable con todos nosotros, se le había adelantado en los últimos meses con la pérdida de su hija, que era la mitad de mi corazón.

Antonio Egea fue un hombre bueno, que trabajó duro desde la niñez para ganar el sustento, y que con el paso de los años llegaría a ser un reconocido maestro en el noble oficio de albañil. Fue un buen padre de familia, que junto a su esposa Maruja, crió y dio la mejor educación a sus cuatro hijos: Mari, Pepi, Pascual y Manolo; más tarde regaló cariño a sus nietas y nietos, y por último pudo admirar a su biznieta. Fue persona comprensiva y tolerante con todos, y siempre nos dio sencillo ejemplo de cómo ser fiel al principal mandamiento cristiano: el del perdón.

Al final, el enterrador colocó las flores con cuidado y, educadamente, dio el pésame a los dolientes y se llevó sus cosas sin hacer ruido. Entonces se oyeron, leves, unos rezos junto al tronco del ciprés viejo que custodia el panteón y que probablemente nos sobrevivirá a todos.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 09/03/2013 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")

20/10/12

En memoria de Don Antonio Salas

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Iglesia de San Juan Bosco (Cieza)
Una vez conocí a un hombre sabio, y recuerdo que a la hora de su muerte, cuando estaba metido en la caja para llevarlo a enterrar, me pregunté: ¿a dónde irán a parar tantos conocimientos, tantas historias que albergaba en su cabeza, tanto saber acumulado a lo largo de la vida...? A ninguna parte: se pierden con él para la sociedad. Siempre que fallece una persona es como si se quemaran unos cuantos de libros, y cuando muere un gran hombre o una gran mujer es como si ardiera una biblioteca.

Les digo esto porque con la muerte de Don Antonio Salas todos hemos perdido mucho. Cieza, institucionalmente, ha perdido a su hijo adoptivo (título que le fue otorgado muy meritoriamente por el Ayuntamiento en 2006); la diócesis ha perdido a un sacerdote ejemplar, cuyas homilías eran un compendio de mensajes claros y precisos sobre el recto proceder cristiano; los que fuimos sus alumnos en el instituto hemos perdido al excelente profesor que fue; los que hemos vivido en el barrio de San Juan Bosco hemos perdido al hombre que hizo de la parroquia la casa de todos; y los que además hemos gozado durante años del beneficio de su amistad hemos perdido al amigo que sabía escuchar y hablar con la palabra justa, y que sabía trasmitir afecto, respeto y sensatez a su prójimo.

Miren, yo conocí al cura Salas hace más de cincuenta años en su modesto pisico de la Gran Vía. Pues hasta allí me llevó mi madre de la mano una tarde con el fin de que me apuntara para tomar la primera comunión; y nos recibió en el pequeño despachito que ha utilizado siempre.

“Mir’usté, Don Antonio, que mi nene va a cumplir ya los siete añicos...” Por entonces parece que no había que hacer mucha catequesis para estos asuntos.

“A ver –preguntó el hombre–, ¿sabe el Padrenuestro, el Credo, el Señor mío Jesucristo...?”

“Sí Don Antonio” –respondió mi madre.

“¿Sabe los Mandamientos de la Ley de Dios y los de la Santa Madre Iglesia...?”

"Sí, Don Antonio, y las Personas de Dios Trino...” (Ella y mi abuela Teresa se habían aplicado a fondo en la materia).

Entonces aquel cura joven, cuyos ojos claros eran capaces de radiografiar el alma de los pecadores, miró al zagalico que tenia delante, el cual se aferraba a su madre dando muestras de una timidez a casco de bomba, y dijo: “A ver, reza un padrenuestro.” Cosa que el crío, así de primeras y “a capela”..., pues iba a ser que no. Mas Don Antonio dio por cierta la explicación de mi madre y me anotó para el Día de la Ascensión, que era uno de los tres jueves del año que relucían más que el sol.

De modo que allí en aquel viejo almacén de esparto, que estaba algo más abajo de la actual Plaza de San Juan Bosco a la derecha, donde provisionalmente habían acondicionado una iglesiucha para pobres (el actual templo de piedra basta se hallaba a medio hacer), Don Antonio Salas me dio la primera comunión: una hostia seca, que se me pegó al cielo de la boca (mi abuela me había advertido que no se podía masticar) y al final pude tragármela como Dios me encaminó.

Siete años más tarde, siendo ya un adolescente desgarbado, coincidí con Don Antonio en el Instituto Laboral: él era subdirector y profesor de religión del centro, yo alumno de primero de bachillerato. De ese tiempo, que él aún iba en Vespa y empezaba a quitarse la sotana, lo cual era bastante llamativo para la época, tengo el recuerdo fiel de sus enseñanzas, y no sólo desde el punto de vista religioso, sino en el plano de una educación humanista integral, pues lo mismo nos explicaba y recomendaba pautas de conducta de cara a la vida, que nos desvelaba el tesoro que encierran los libros, leyéndonos aquel cuento mágico que era “Boliche, Corruquete y Don Tilín”, una joya literaria de Enrique Castillo Fernández (su nieto, Enrique Castillo Ron, eminente científico y matemático, se me daría a conocer tras leer las referencias a dicha obra en mis artículos).

Por aquel tiempo, cuando de la Gran Vía hacia las oliveras, todas las calles eran de tierra con tremendos barrizales en invierno, la acera enlosada del Instituto sólo conducía hasta la iglesia de San Juan Bosco, ya que formaban parte del mismo conjunto arquitectónico (dicho templo iba a ser la capilla del frustrado colegio salesiano, dedicada al santo patrón y fundador de la orden). De modo que muchos alumnos adoptamos como lugar de encuentro la parroquia, ya fuera para pegar balonazos en el atrio, ya para jugar en los patios traseros (existía una estructura a medio construir que era perfecta para trepar por ella y hacer funambulismo), ya para hablar de cualquier cosa con Don Antonio Salas en la amplia sacristía.

Luego, con los años, por unas razones o por otras, he mantenido las buenas relaciones con Don Antonio, gozando de su valiosa amistad. Él, de un tiempo esta parte y siempre que nos veíamos, no dejaba de elogiar mis artículos y de animarme para que siguiera escribiendo, cosa que yo le agradecía en el alma, y, aunque llevo meses si publicar nada por los motivos que muchos de ustedes ya conocen, éste se lo debo.

Tres cosas les quiero decir del entierro de Don Antonio Salas: una, jamás había pensado que llegaría el día en que entraría en la iglesia de San Juan Bosco oyendo tocar a muerto por él las campanas; dos, oportunas, justas y conmovedoras las palabras de Don José Antonio Fernández en el cementerio; y tres, tuve un vuelco del corazón cuando el obispo dijo en la misa que el cura Salas entraría al Cielo con una lista de nombres en la mano. Seguro, pensé, que llevará el de Mari, mi mujer, por cuya muerte estos meses atrás él me había expresado su más sincero pesar, ofreciéndose en lo que pudiera para mi consuelo. Gracias por todo, Don Antonio.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 20/10/2012 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")

26/8/12

A la Paca del Madroñal

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En la boda de su nieta Ana
El día que la llevamos a enterrar, me vino a la memoria la mañana en que mi madre me acompañó por primera vez al instituto. Recuerdo que hacía un sol diáfano de septiembre, y que cuando Susarte el conserje tocó su silbato a las nueve en punto para que acudiéramos a la puerta a formar y subir bandera, ella se despidió de mí con la mano a través de la valla metálica. Luego la vi cruzar la calle, aún sin asfaltar y llena de socavones frente al matadero de los Hoyeros, en dirección a la casa de mis abuelos, donde me había traído al mundo y donde yo habría de permanecer aquel primer curso de bachillerato.

Por aquel entonces éramos muy jóvenes todavía, y mi madre, aunque preocupada siempre por la escolarización de sus hijos y porque éstos se libraran en el mañana de la vida injusta que atenazaba las familias campesinas, se mantenía sin embargo resignada al trabajo ingrato de la tierra mediante el viejo sistema de señoritos y medieros. Pues ya en su niñez, víctima de las miserias de la posguerra y como única alternativa para escapar del cerco del hambre, había sido arrancada de una escuela para pobres y, con tan solo 12 años de edad, puesta a servir en una casona de ricos. Por eso ella anhelaba para nosotros la libertad que otorga la educación.

El día de la Asunción de la Virgen, cuando llevamos a mi madre al cementerio, toda una vida de desvelos, de trabajo, de privaciones, de escasas alegrías, de pequeñas satisfacciones, de algunos momentos de serena felicidad, de preocupaciones porque sus hijos salieran adelante y fueran personas de provecho, y, en especial, toda una vida de amor y dedicación plena a los suyos, que éramos nosotros, había cerrado su ciclo. Así es la naturaleza humana en este mundo, pensé entonces: efímera como la rueda inexorable de las estaciones del año.

 Ahora sé que mi madre estará en paz porque era una buena persona y supo perdonar siempre cualquier ofensa recibida. Sé que gozará de eterno descanso porque en su vida no tuvo otras oportunidades que las de trabajar duro (tanto en las faenas del campo, como en las fábricas) para ganar el pan de su casa. Y sé que alcanzará su gloria porque lleva cumplida penitencia de tanto sufrir durante años y en silencio graves enfermedades y múltiples accidentes que fueron quebrantando sus huesos, de los cuales ella se había ido recuperando a medias, salvo de este último. (Ya lo dijo el sabio: todas las horas hieren y la última mata).

En el día de la Asunción de la Virgen María le dimos sepultura a mi madre. Pues el 14 de agosto de 2012, había cerrado sus ojos para siempre. Sin embargo, minutos antes me dijo que estaba bien. “Mamá, ¿qué tal?”, le pregunté poniéndole mi mano en su brazo con cariño. “Bien”, me respondió con gesto pacífico y tranquilizador. Seguramente no quería preocuparnos con la zozobra triste de los momentos finales, y, en mi caso, conocía de sobra el estrago de dolor que arrastro por la pérdida reciente de Mari, mi mujer. “Bien...”, me consoló, antes de entrar en quirófano. Pero cuando los médicos nos hicieron pasar 15 minutos más tarde, ya tenía en la cara el aspecto terroso de la muerte, el color de la primitiva arcilla del Génesis, que en las manos alfareras de Dios diera origen a la humanidad.

Su vida entera fue de servicio, de amor y de entrega a los suyos. Nunca se rebeló contra su sino ni albergó para nadie rencor en su memoria. En su adolescencia y juventud (entonces se vivían tiempos injustos, carentes de igualdad de oportunidades y aun de protección a los menores), se vio obligada a fregar suelos de rodillas y a realizar otras desagradables tareas, propias de un tipo de relación laboral extinto ya hoy en día.

Luego, cuando mi madre, con un caudal de ilusiones por su feliz matrimonio, se trasladó a vivir a la Casa del Madroñal (yo entonces no levantaba tres palmos del suelo y ella era una bella joven con a penas cumplidos los 28), estaba convencida de que había que agarrarse fuerte a la rueda de la vida y trabajar muy duro para ahuyentar la necesidad. Allí los años le irían desgastando los proyectos, pues el principal y más noble para ella era el de escolarizar a sus hijos a su temprana edad, aunque las circunstancias lo permitirían ya tarde.

El mismo día en que, según la Iglesia, la Virgen María fue asumida a los Cielos, le dimos sepultura a mi madre en su panteón familiar (un mes y siete días antes lo había estrenado Mari, mi esposa). Allí quedaron sus restos mortales, aunque a ella la llevaremos de por vida en nuestros corazones, en el de mi hermana Mª Jose, que ha trabajado casi desde que tuvo uso de razón y en todo momento ha estado a su lado; en el de mi hermana Tere, que la vida le llevó lejos de la casa paterna y de su pueblo; en el de mi hermano Pepe, que ha sido siempre para ella su querido hijo pequeño; en el de mi padre, Guillermo, que ahora siente como si le hubieran arrancado la mitad de su alma; y en el mío, que tuve la suerte, por ser el mayor de los hermanos, de acompañarla en mil trances, de ser su apoyo en mil circunstancias, de no fallarle nunca, de darle las primeras alegrías, de hacerla por primera vez abuela, de dedicarle uno de mis libros “...como no podía ser de otra manera”, y, al fin, de que ella lograra ver el provecho, transmitido a sus nietas, también hoy en día con carreras universitarias, de aquella mañana luminosa en que, ilusionada, me acompañara en mi primer día de clase al entonces Instituto Laboral.
A Francisca Carrillo Pérez, mi madre.
Que tenga descanso y goce de Dios.

©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 25/08/2012 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")

12/8/12

Segunda, izquierda pequeña

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Hoy estarás con los Ángeles
Es un secreto, pero conozco un purgatorio asistido por ángeles.

En realidad no sabemos si el infierno existe (en lo literario al menos está el de Dante, con su Divina Comedia). Pero sí que hay o ha habido “infiernos terrenales”: entre otros, los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki, el atentado a las Torres Gemelas de Nuevayork o los campos de exterminio nazis, donde incluso pareció fallar la ubicuidad de Dios. (Mi tío abuelo Isidro Gómez Cano fue prisionero en Mauthausen y sobrevivió para contarlo). No, el infierno, tal como nos lo pintaban antes: un espacio eterno de tortura para las almas de los díscolos humanos, parece que ya no hay quien se lo crea. Pero en cambio, fíjense lo que les digo, no estaría yo tan seguro de que no haya purgatorio; ¿o es que se van a ir de rositas tantos malhechores, tantos ladrones y tantos genares corruptos que escapan a la torpe justicia de los hombres...? De modo que eso, al tiempo.

Pero yo les quería hablar hoy de un lugar cercano, donde las esperanzas penden de hilos frágiles y donde la enfermedad y el sufrimiento, en muchos casos, son el preludio irremediable de la muerte. Se trata de un pasillo de hospital, un pasillo corto con pocas habitaciones, al que el propio personal sanitario que allí trabaja denomina: “segunda, izquierda pequeña”.

Hablo, por si no lo saben, del Morales Meseguer, en Murcia. Me refiero, por supuesto, a oncología, en la segunda planta. Allí, nada más traspasar el umbral, ya se advierte algo especial flotando en el aire, algo inespecífico, inquietante. Por las puertas entreabiertas se ven las camas, y los rostros de los pacientes, unos tienen el gesto esperanzador de aferrarse con uñas y dientes a la vida y otros el mohín triste de la conformidad y la aceptación de su sino. Las perchas de los goteros se asemejan a árboles de Navidad, pues de ellas pende un gran número de bolsas de medicación colgadas a varios niveles; se advierten habitaciones con el cartel de aislamiento, junto a cuyas puertas hay provisión de guantes, batas y mascarillas desechables; y, desde luego, se ven personas con los cráneos mondos, con las venas erosionadas en ambos brazos por el martirio de las agujas hipodérmicas, o con el tubito colgante que entra directo al reservorio subcutáneo acoplado en el pecho, y éste a la vena cava para coger de vueltas la sangre al corazón...

Yo, desde el primer día, me acordé de una frase de Don Antonio Salas, que nos dijo allá por los tiempos del Instituto Laboral: “las personas que mueren de cáncer ya no tienen que pasar por el purgatorio”. Lógico, Don Antonio, eso en la jerga de los letrados se conoce como el principio “non bis in ídem”: no se puede castigar dos veces por lo mismo. De modo que si en el más allá hay purgatorio, la “segunda, izquierda pequeña” del Morales es como una delegación de éste, y quienes parte desde allí ya van cumplidos de penitencia.

Pero también al entrar al pasillo noté que se respiraba un algo especial que yo no supe explicármelo hasta pasado cierto tiempo, hasta por lo menos quince días después de permanecer sin moverme de la habitación 224, salvo para contestar llamadas al móvil, que entonces, lo mismo que otros “acompañantes”, con el corazón encogido me apartaba hasta un espacio deshabitado y frío, donde poder comunicar a los familiares mi angustia interior y las revelaciones cada vez más umbrosas de los médicos.

Mas todo ocurrió una noche durante el cambio de turno. El personal auxiliar y de enfermería se metía en una salita pequeña para pasarse los historiales de los enfermos, comunicarse la medicación prescrita para cada uno de ellos y cambiarse de ropa. Fui indiscreto, lo reconozco: el hombre se estaba vistiendo de espaldas y yo me había asomado a la puerta para pedir una cuartilla donde poder escribir mi diario sobre las rodillas; entonces fue cuando observé desprendérsele aquella pluma, una pluma blanca y luminosa como jamás había visto. Así que caí en la cuenta del mayor de los secretos. ¡Claro!, pensé, con las batas blancas lo disimulaban muy bien y no se les advertía nada... Cuando me acerqué y recogí del suelo aquella maravilla inmaculada, el auxiliar, amable y educado, me hizo la señal de silencio con el dedo en los labios. Yo había comprendido todo en un instante: ellos y ellas eran ángeles (sexuados, en contra de lo que acordaron los doctores de la Iglesia en los antiguos concilios). Aquel, por tanto, el de la “segunda, izquierda pequeña”, era un purgatorio en donde se sufría penitencia bajo la tutela y el auxilio de ángeles. Por eso se notaba en ellos aquella abnegación para servir, aquella entrega, aquella humanidad, aquel amor a la hora de ser unos perfectos profesionales, aquella simpatía y aquel cariño con los enfermos.

Así que a partir de ese momento, aun con el estrago interior de compartir día y noche y minuto a minuto la angustia terminal de mi persona amada, asumiendo en mi propia carne y en mi propio espíritu el sufrimiento de ella, yo, cuando me cruzaba por el pasillo con las batas blancas, les hacía el gesto de una media sonrisa. Y ellos, Hilario, Miguel Ángel, David, Enriqueta...; Maribel, Loli, María...; Jesús, Enrique, Teresa...; o los doctores Alberto, María Ángeles, Patricia, María Isabel, Elisa... Todos, aun conociendo que mi alma arrastraba una pena honda y sin consuelo, pero sabiendo que yo era partícipe de su gran secreto, me respondían con otra media sonrisa o me tocaban afectuosamente en un brazo.

A Mari Egea Ballesteros,
que estará hoy con los Ángeles.

©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 11/08/2012 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")

28/7/12

Los dos anillos

 .
Vivirás en nuestra memoria
Llevaré ahora tu alianza, Mari. Aunque le he tenido que rodear una hebra de hilo para que se ajustara bien a mi dedo meñique. Es el anillo que te puse cuando nos casó en el Convento Don José Lafuente (¡qué buen hombre era...!; luego vendría a esa misma parroquia de San Joaquín Don Juan Fernández, que sería el cura que les echara el agua a nuestras hijas). ¿Recuerdas que los anillos nos los grabó Dimas con nuestras iniciales y con dos fechas distintas...? Sí, el uno con la de la boda, en 1980, y el otro con la del día en que nos hicimos novios siete años antes, cuando éramos casi unos adolescentes que durante las vacaciones del instituto subíamos a trabajar a la fábrica de los Guirao en la Estación, que íbamos al Capitol los domingos y que aquel verano, en el Pabellón del Gran Vía, enamorados, bailamos escuchando a Camilo Sesto cantar “Algo de mí”.

Es difícil pensar ahora, Mari..., ahora que han pasado casi cuarenta años desde que decidimos unir nuestras vidas, desde que descubrimos que el centro del mundo éramos nosotros dos; ahora que me he quedado solo porque te has ido para siempre (a nuestra nieta Paula le hemos dicho que estás en un viaje muy largo, muy largo); y tu ausencia es como un precipicio sin fondo en mi cabeza, un vacío extraño al que no me acostumbro, una losa que me oprime el alma... Es muy difícil pensar... Tengo la constante impresión de que esto que nos ha pasado no es real, de que tu presencia, intacta en cada objeto de la casa, te ha de traer de nuevo; de que no has desaparecido de entre nosotros dejándonos estragados por la pena. Es por eso que me agarro a nuestros recuerdos como a una tabla de salvación en mitad del océano.

En realidad, Mari, tú y yo éramos felices aunque no nos dábamos cuenta (la felicidad existe y es vital y necesaria como el aire que nos rodea, por eso la añoramos tanto cuando nos falta). Pero como sabrás, hay por la casa montones de fotos que atestiguan una pequeña parte de los buenos momentos de nuestras vidas: el nacimiento de cada una de nuestras hijas, sus cumpleaños rodeados de familiares, su primera comunión y nuestros viajes, siempre juntos, a tantos lugares... Luego, para ellas, la escuela, el instituto... Y tú siempre cumpliendo fielmente con tu papel de madre responsable, pues tenías claro que lo más importante de todo era su educación, por eso estabas siempre implicada en las APA o formando parte de los consejos escolares. Luego les llegó la universidad... “Lo que ellas quieran estudiar, lo que ellas quieran ser”, decíamos. Y ya ves que las tres tienen ahora las carreras que se propusieron, para trabajar en lo que más les gusta. ¡Qué satisfecha puedes estar, Mari, de haber querido tanto a tus hijas! Toda tu entrega y todo tu proyecto vital han sido siempre ellas. ¿Se puede aspirar al algo más noble en este mundo...?

Pero el destino ha querido que el día siete de este mes de julio nos dejaras. Estabas preparada para ello desde hacía algún tiempo y sorprendías a los médicos con tu fortaleza de espíritu y de lucha por la vida. Sólo una vez, cuando ya sabías que no había vuelta atrás, me dijiste: “tengo miedo”, como lo tuvo Jesús en Getsemaní, pensé; mas en seguida volviste a tu entereza moral para aceptar lo irremediable, como Jesús también: “...que se haga tu voluntad y no la mía, Padre”. Ya sabes que lo hemos pasado mal estos últimos tiempos, Mari. Pero siempre hemos estado contigo, juntos y en todo momento: nuestras hijas las primeras: Ana Sofía, Verónica del Alba y Victoria Elena, quedándose a dormir incluso por las noches en aquellos bancos desangelados y fríos de la sala de espera del hospital; tus hermanos: Pepi, Pascual y Manolo (¡cuánto cariño han demostrado tenerte...!); tus padres: Maruja y Egea, llenos sus corazones de dolor por esta muerte a destiempo, que, lo diga quien lo diga, no es “ley de vida”; y yo, como ya sabes, en mi sitio, que era a tu lado hasta el final.

Es complicado pensar ahora, Mari. Pues algo se me derrumba por dentro cuando tomo conciencia de que no estás, de que no oiré más tu voz, tu risa; de que no veré más tus hermosos ojos azules, de que ya no te podré tener nunca entre mis brazos..., de que jamás podré compartir contigo mis emociones, mis dudas, mis preocupaciones, mis proyectos, mis ilusiones o mi felicidad. Ahora te evoco en las fotografías, ¡que guapa eras, mujer!, y comprendo lo efímero de esta vida. Pero me doy cuenta de que lo mejor de ti ha quedado como una semilla en nosotros, pues has sido una madre perfecta, excelente esposa, abuela del amor más grande, y una buena persona para todos. Tus amigas han sentido mucho tu pérdida. Ya sabes que algunas fueron a verte al hospital y que llamaban luego por teléfono para interesarse por ti (Ana Salmerón, no sé si casualidad o misterio, llamó justo un minuto después de haberte dormido en paz). Eran muchas las personas que te querían, y aún, por dondequiera que me ven, me dan las condolencias y me dicen que rezan por ti, pues te siguen teniendo presente en su recuerdo.

Ahora tienes que estar en paz donde te halles, Mari. Pues has vivido una vida hermosa, de amor, de entrega y de ilusión; también ha habido desvelos, es verdad, y lucha y trabajo, pues eras capaz de cumplir con tus obligaciones laborales y de llevar para adelante las tareas y la responsabilidad del hogar. Pero todo lo endulzaba siempre el amor, que jamás nos ha faltado en nuestro matrimonio.

En tus últimas horas, Mari, dormida ya por el tratamiento, te estuve colmando los oídos de cariño (la doctora Mª Ángeles me había dicho que no sabremos nunca si podías oír o no). Tus hijas te rodeaban, te acariciaban y te daban dulces consejos: “mamá, duerme tranquila que estamos aquí contigo..., contigo siempre...” Así que pasaste de un sueño a otro sueño sin saberlo. Ahora vivirás en nuestra memoria, y yo llevaré por ti nuestros dos anillos, con los que un día, sin pensar en el hachazo terrible de la muerte, nos prometimos amor eterno, como las golondrinas en primavera.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 28/07/2012 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")

17/8/09

¡Adiós, Lorenzo!

Flor en el Cerro del Castillo, Cieza
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¿Han escuchado ustedes el Réquiem de Mozart? ¡Grandioso! Normalmente, para escribir pongo música clásica de fondo, y, últimamente, me ha dado por escuchar a Rossini. Pero hoy es distinto; hoy me apetece Mozart. Además, habitualmente les suelo escribir a ustedes el artículo los martes; sin embargo hoy es sábado y ayer, día 7 de agosto del año 2009, tuve que asistir al entierro de un amigo que se ha marchado prematuramente. Cuando debía continuar muchos años más obsequiándonos con su amistad, alegrándonos con su presencia y prestándonos su inestimable servicio como buen médico que era, se ha marchado. Apenas entrado en los cincuenta, en su mejor momento de madurez como persona y como profesional, se ha ido para siempre de entre nosotros. ¡Un error! Dios comete errores, o permite, en su presunta omnipotencia, que la naturaleza traidora nos arrebate a destiempo a nuestros seres más estimados.

Así que hoy he puesto el Réquiem, esa música por la que se demuestra que algunas personas deben tener semejanza interior con los ángeles. Y he querido, como humilde despedida, dedicar las siguientes palabras a mi amigo Lorenzo, quien vivirá de hoy en adelante en mis recuerdos más indelebles: aquéllos que proceden del tiempo de nuestra adolescencia.

“Ya sabes que ayer fue un día triste para todos, Lorenzo. Ayer tuvimos contigo la última cita en la iglesia de San Juan Bosco, donde tantas veces, cuando éramos alumnos del Instituto, quedábamos para pasar el rato. Desde luego que, si hace cuarenta años un ser omnisciente nos lo hubiera dicho, no lo habríamos podido creer, pues nuestra naturaleza humana y nuestro instinto de supervivencia rechazan el que nos pueda ser arrebatada la vida de forma tan cruel.”

“Ayer, Lorenzo, estábamos allí presentes muchos de los de entonces, fieles a la amistad más verdadera y pura: aquélla que arranca de los tiempos en que el mundo entero cabía en nosotros mismos. Es verdad que había también otras muchas personas: multitud de gente que sentía el desgarro de tu pérdida, seres a quienes a lo largo de tu vida habías concedido el regalo de tu amistad, otorgado tu compañerismo o prestado tu labor profesional. El templo de San Juan Bosco, el de nuestros recuerdos, con Don Antonio Salas elevando el pan y el vino en la consagración, estaba a rebosar, pues ya sabes que eras persona querida en tu pueblo.”

“En tu funeral (¡Dios, cómo me duele escribir esa palabra!) se ofició una misa concelebrada y, en la homilía, muy emotiva, los sacerdotes elogiaron tu calidad humana y ponderaron tu honradez y tu espíritu de servicio con que llegaste a ostentar importantes cargos públicos. Luego, Don Antonio Salas, abatido interiormente por la pena (ten presente, Lorenzo, que tú habías sido uno de sus discípulos amados), nos dirigió a todos unas palabras arrancadas directamente del corazón. Habló de la valía de tu persona, de tu bien hacer para con la sociedad y para con los amigos, y de tu presencia en la Parroquia de San Juan Bosco desde que apenas eras un niño. Y cuando finalmente dijo que el dolor de tu familia era el suyo propio, muchos de nosotros hicimos nuestras sus palabras.”

“Pues ya sabes, Lorenzo, que antes de que la vida nos llevara por distintos caminos (a ti hasta logros encomiables, tanto en el desempeño de tu profesión, como en el compromiso de responsabilidades políticas), fuimos excelentes amigos y compañeros de clase en los primeros cursos del instituto. Y eso es lo que guardo de ti como un tesoro:”

“Guardo el recuerdo de tantas visitas a tu casa, donde encontraba el cariño de los tuyos y me sentía tan a gusto como en la mía; el de juntarnos para estudiar o hacer algún trabajo que nos mandaban los profesores; y, desde luego, el recuerdo de nuestra afición por los fósiles y los minerales, por la que alguna vez, junto con Antonio Piñera, fuimos a recorrer montes y parajes y a comer juntos en mi casa del Madroñal. (Años después, fíjate si yo no olvido las cosas, Lorenzo, siendo tú ya Consejero de Sanidad, hablamos un día que nos cruzamos aquí en el pueblo y, rememorando aquellos tiempos, me propusiste ir un domingo a no sé que monte, por ahí por Cartagena, pues tenías entendido que había muchos fósiles. ¡Cuánto lamento ahora el no haberte dicho que sí y habernos marchado juntos a revivir momentos felices de aquella etapa querida de nuestras vidas!)”.

“Y finalmente, Lorenzo, de los tantos recuerdos que nos unieron, conservo aquel de cuando tuviste una lesión ocular haciendo deporte y tuviste que estar nada menos que tres semanas guardando reposo con ambos ojos vendados. Entonces, como estaban cerca los exámenes finales, yo me iba todas las tardes y me sentaba en una sillica junto a tu cama y te ayudaba a aprender las lecciones, te las leía una y otra vez, dándote las explicaciones del profesor, hasta que asimilabas todos los contenidos. Y cuando llegó el día en que te retiraron la venda y pudiste ver de nuevo, fuiste inmediatamente a casa de mi abuela, donde yo residía durante el curso, a darme la buena nueva y las gracias (no recuerdo otra alegría más grande de aquella época). Mas en seguida comenzaron los exámenes y tú, que eras un excelente estudiante, sacaste varias matrículas de honor (las mismas que yo y en las mismas asignaturas).”

“Por lo que fuimos, por lo que vivimos y en nombre de aquella amistad fiel y desinteresada, cuyas raíces se hunden en el alma del recuerdo querido, ¡adiós!, Lorenzo Guirao Sánchez.”
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LOS DIEZ ARTÍCULOS MÁS LEÍDOS EN LOS ÚLTIMOS TREINTA DÍAS

Cuentos del Rincón

Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"