INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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25/8/24

Arde San Sebastián

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Playa de Ondarreta (San Sebastián), con el Monte Igueldo al fondo. Año 1998

En todas las conquistas de territorios mediante la guerra siempre se han utilizado dos armas básicas: la espada y la entrepierna, los cañones y la entrepierna, los Kalashnikovs y la entrepierna, las bombas y la entrepierna. En todas, con mayor o menor virulencia o con más o menos saña, pues es la manera más humillante de vencer al enemigo: pasándolo a cuchillo y violando a sus mujeres. San Sebastián, hace ahora doscientos y pico de años, no se libró de ello: hubo saqueo a calzón quitao, matanzas y violaciones a mansalva, e incendio de sus casas hasta los cimientos.

¿Y cómo se llegó a ese extremo? Fue en la Guerra de la Independencia: ya recordarán que entre el felón de Fernando VII y el «tontol’haba» de su padre Carlos IV hubo un «quítate tú, que me ponga yo», que desembocó en las abdicaciones de Bayona, vendiendo España a Napoleón Bonaparte por un plato de lentejas (es un decir, porque el de Córcega mantuvo exiliados en Francia a los dos Borbones, a cuerpo de rey y con paguica incluida, que nunca viene mal, oiga). De resultas mandó al picapleitos de su hermano para acá a ver si podía quitarlo de la bebida: «Pepe, te voy a poner de rey de l’Espagne, ¿qué te parece?». Y el otro dijo: «Pos vale». Se dejó el burdeos y se enganchó al rioja. Eso fue en 1808: ya teníamos franceses en España, y empezaron los rifirrafes, que «las gaditanas se hacían tirabuzones con las bombas que tiraban los fanfarrones». Y así, 4 o 5 años. (Un catecismo de la época —los catecismos, incluido el de Ripalda, enseñaban preguntado y respondiendo— decía: «¿Sería pecado matar franceses». «No, señor: Antes bien, se merece mucho, si con esto se libra a la patria de sus insultos, robos y engaños»). Así estaban las cosas de malitas.

La primera vez que estuve en San Sebastián, fue con mis hijas pequeñas y nos instalamos en un camping municipal en el monte Igueldo: ¡la primera en la frente!: nos robaron esa noche el hornillo de gas butano (¡jamás! nos habían robado nada en los numerosos campings que recorrimos por toda España). El monte Igueldo, para que se hagan una idea, está en el lado izquierdo mirando al mar, donde abajo, en las rocas, se halla el famoso «Peine del viento», de Chillida. Allí arriba se encuentra el parque de atracciones más antiguo de España, y desde aquella altura se puede contemplar una fantástica vista sobre la ciudad: Descendiendo el monte nos encontramos en primer término con la playa de Ondarreta, después, siguiendo la línea de costa y dejando a la derecha, en alto, el bonito Palacio de Miramar, a donde iban antes a veranear los reyes (ahora el inmueble es del ayuntamiento de la ciudad), entramos en la grandiosa playa de La Concha, con su célebre barandilla del paseo marítimo, hasta llegar a la otra punta, donde se encuentra el edificio del ayuntamiento.

Resulta que en 1813, la localidad era muy pequeña (menos que Abarán) y estaba muy bien amurallada; constituía una ciudadela inexpugnable bajo el castillo del monte Urgull. Y resulta que mientras España entera estaba en lucha contra los franchutes; ya saben lo del «dos de mayo en Madrid» y «Los fusilamientos de la Moncloa» en la pintura de Goya, etc., pues San Sebastián se había «afrancesado» muy bien y no tenía problemas. Los donostiarras no hacían mucho caso a la presencia de las tropas francesas y las autoridades españolas afrancesadas, como un tal Francisco Amorós (el inventor del potro y el plinto, ¡hay que fastidiarse!), que había sido nombrado jefe magistrado de la ciudad por «Pepe Botella», ejercían su gobierno y la gente iba a su bola. Todo perfecto. Pero llegó el momento en que había que echar a los franceses de todo el territorio nacional, y como España siempre ha mantenido relaciones de amor/odio con Inglaterra y con Francia, pues para acabar la Guerra de la Independencia y darle caña a Napoleón se aceptó la colaboración de los britis.

Ir de potes, de «pintxos» o de «pintxo-potes», es algo muy arraigado y gastronómicamente placentero en San Sebastián. A las 12 del medio día comienzan a llenarse los mostradores con bandejas repletas de deliciosos «pintxos» (porque van pinchados con un palillo) y empieza el público a escoger, casi comiendo más por los ojos que por la boca. Sólo hay que guardar los palillos, así que al final se los muestras al camarero, él cuenta y tú te rascas la cartera. En la Plaza de la Constitución está lo más fetén en la degustación del poteo. Recuerdo que allí había una librería y en ella un loro que parlaba francés (en algunos comercios admitían pesetas y francos). Al librero le pregunté por la numeración en los balcones de la plaza y me explicó que provenía de los tiempos en que se celebraban allí corridas de toros y estos eran palcos para el distinguido público. En calles aledañas había herriko-tabernas, llenas de basura política, fotos de etarras y banderas batasunas; es decir, locales no muy recomendables para entrar con una pulserica de bandera nacional y pedir un vino español.

Los portugueses se habían unido a las tropas inglesas y españolas que luchaban contra los franceses en España, aunque no hacía mucho que Godoy, queriendo figurar invicto de una campaña bélica, como los césares de Roma, le declaró una guerra de juguete a Portugal: la llamada «Guerra de las naranjas», por la que España se quedó con Olivenza (Badajoz) y aún no se la ha devuelto, ni se la va a devolver. Y a la reina María Cristina (¿amante de Godoy?), le mandó un ramito de naranjas de Elvas. Dichas tropas aliadas (españolas, inglesas y portuguesas) sitiaron y asediaron ferozmente San Sebastián para acabar con los gabachos, que estaban durando ya más que el conejo de las pilas: cañonearon sus murallas hasta destrozarlas, resultando un alto número de muertos y heridos, entre asaltantes y las tropas francesas que resistían en el interior.

En la preciosa catedral gótica del Buen Pastor, cuya luz de las vidrieras creaba un efecto mágico en su interior, recuerdo que no encontré folletos en español, pues ya se encargaba el obispo Setién de que sólo hubiese en vascuence, por lo que escribí una nota despachándome a gusto. Luego, de la puerta de la catedral, todo recto, llegamos a la iglesia de la Virgen del Coro, patrona de la ciudad (por dicha calle hacían  todos los años la famosa procesión en la que el alcalde Elorza y el presidente Ardanza soportaban a duras penas los exabruptos de los abertzales).

El asedio, incendio y destrucción de Troya, según el culebrón mitológico que se monta Homero en la Ilíada, no fue más que un juego de niños comparado con la devastación, saqueo, violaciones y quema brutal de San Sebastián por parte de los aliados, más que nada por los ingleses, que llevaban tropas mercenarias al mando de Wellington y se pusieron ciegas robando, matando y yaciendo. Hoy en día, aquella triste efemérides se conmemora todos los años el 31 de agosto.
©Joaquín Gómez Carrillo

4/8/24

La Venus de El Pardo

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¿A qué les recuerda esta imagen, quizá al monte de la Atalaya de Cieza, con las casas del Maripinar en primer término? Pues es parte del fondo del cuadro «La Venus de El Pardo», de Tiziano.

Aunque dicen que Franco era un gran cinéfilo y que veía pelís por un tubo, él no se desplazaba a las salas de cine. ¿Cómo iba a ir Franco a los famosos cines de la Gran Vía de Madrid, al Coliseum, al Lope de Vega, al Pompeya, al Imperial, al Rex o al Capitol? (Por cierto, en este último se inspiraron los Martinejos para mandar construir el cine Capitol de Cieza, que era un lujazo de teatro, el orgullo de todos los ciezanos, y que perdimos para siempre por la estulticia de los políticos, encabezonados en gastar 15 millones de euros). ¿Entonces cómo veía Franco las películas de Marisol, que le gustaban tanto, o «Los diez Mandamientos», de Cecil B. DeMille, o «Raza», de José Luis Sáez de Heredia, cuyo guión se había atrevido a escribir el propio general? Muy sencillo: en el magnífico Salón Teatro del Palacio Real de El Pardo.

Dicho palacio fue mandado construir por el rey Carlos I (y V emperador del Sacro Imperio Romano Germánico) simplemente como pabellón de caza. Los reyes siempre se han aburrido mucho y mataban el rato con diversas actividades; una de ellas, tirotear los ciervos de aquellos montes; aunque algunos —todo hay que decirlo— eran más de tener holganza con hembra placentera. Luego, el hijo, Felipe II, le tomó querencia al sitio y empezó a arreglarlo a su gusto; entonces fue cuando le encargó a Tiziano aquel maravilloso cuadro de una Venus, en cueros vivos como ha de ser, recostada en un prado, entre escenas de cacerías y sátiros mitológicos con lasciva de chivos.

El famoso pintor italiano se llamaba Tiziano Vicellio di Gregorio, pues su padre era un tal Gregorio, un distinguido concejal (en aquel tiempo un concejal era alguien en la sociedad; ahora es calderilla de la política). Tiziano vivió tanto —por lo menos cien años, o más—, que cambió de estilo a lo largo de su vida: empezó siendo renacentista y acabó siendo manierista. Pero qué duda cabe que, afincado siempre en Venecia, pertenecía a la flor y nata de los pintores de su época. Nuestro rey Carlos I, sin ir más lejos, le nombró «Pintor primero de la Corona de España»; así que, a pesar de los robos, los mangoneos y los expolios históricos sufridos por nuestro país, podemos presumir de tener unos cuantos Tizianos en el Museo Nacional del Prado.

Es por tanto que les decía que este artista había pintado un enorme lienzo para decorar el entonces pabellón de caza de los Austrias en el real sitio de El Pardo. Luego, reformado el edificio y adecentado bastante al confort de la época (no había ni cuartos de baño), sirvió de «palacio de invierno» a los Borbones; a ellos les encantaba irse allí y ver nevar; echaban una buena lumbre y estaban a cuerpo de rey. Pero cuando eso ya había sido reformado por Carlos III, que lo dejó niquelado; y entonces fue cuando mandó construir en su interior un teatro, para divertimento de la corte y donde, transcurridas las décadas y los siglos, «Paco el de los sellos» se hincharía a ver películas, solo o con «la Collares», mientras la lucecica de su despacho permanecía encendida toda la noche, para que la buena gente pesara que sufría desvelo por España y trabajaba con denuedo.

El mentado óleo de Tiziano, que colgaba en uno de los salones, estuvo a pique de irse a tomar viento, pues en 1604 ocurrió un pavoroso incendio en el que ardió hasta el Sursuncorda. Reinaba en España entonces Felipe III, el cual, en relación con el incendio de El Pardo, preguntó «¿Se ha salvado el cuadro de Tiziano?». «Sí, majestad», le respondieron (el cuadro no es moco de pavo, oiga: tiene casi dos metros de alto por casi cuatro metros de ancho). «Entonces —dijo el rey—, si se salvó, lo demás no importa; se puede rehacer».

Más ¿qué pasó con el cuadro? Veamos.

En 1623, el duque de Buckigham viene a España con el príncipe Carlos Estuardo (hijo del rey inglés Jacobo I) a buscarle novia al muchacho. Pues habían echado el ojo a la hijica pequeña del rey Felipe III, María Ana. Pero les salió el tiro por la culata, ya que en la corte de los Austrias el catolicismo era sagrado; de modo que le preguntaron: «¿A ver, nene, tú vas a misa, te confiesas, comulgas?». «No —respondió el zagal—, yo soy protestante» (hacía poco más de un siglo que Lutero había  «protestado» contra el papa de Roma, León X). «Vale, sí —insistieron en la corte española—, ¿pero tú te harías católico por amor». Era condición sine qua non. Mas el chico apuntaba maneras y se mantuvo en sus trece con la espalda tiesa; así que no hubo negocio en lo tocante a la coyunda y se fue para la Inglaterra herido en su amor propio. Por lo que al llegar, tanto él, como el duque de Buckigham, le pidieron al rey que declarase la guerra a España. Sin embargo, durante su estancia en Madrid, se aficionaría a la adquisición de arte y Felipe IV (el hermano de la pretendida y no conseguida), encima, el muy tonto, fue y le regaló el Tiziano de la Venus de El Pardo. «Toma chaval, para ti».

Luego, una vez ascendido al trono inglés, el jodío Carlos I Estuardo, lo primero que hizo fue mandar una flota contra España. Y como no tenían suficientes perras para organizar una armada inglesa poderosa, se alió con los holandeses, que también eran protestantes y les tenían gana a los españoles; y, en 1625, se vinieron para acá con 10.000 soldados y un montón de barcos. El plan era capturar la Flota de Indias en un puerto español y llevarse calentito un inmenso botín. Nada de eso ocurrió. En Cádiz estaba esperándolos el duque de Medina Sidonia, que les dio para el pelo y les infligió una humillante derrota. (Luego, ¡ay, ay, ay!, dos siglos después, nos las darían todas juntas en Trafalgar. Pero de aquella gloriosa batalla contra el «perro inglés», nuestro rey Planeta Felipe IV encargaría a Zurbarán un fantástico lienzo para colgar en el Salón de Reinos del Palacio Real del Buen Retiro, que ahora pertenece al Museo del Prado).

En lo tocante a la «Venus de El Pardo», de Tiziano, cuando al rey inglés Carlos I, por hijoputa y por su mala cabeza, le cortaron la ídem con un hacha sobre un posete de madera, el cuadro fue subastado y adquirido por el coronel John Hutchinson por 600 libras. Luego, doblando el precio, se lo compraría el cardenal Mazarino, un prelado muy listo, sucesor en la corte gabacha del cardenal Richelieu. Más tarde, el rey Sol (el emperifollado Luis XIV) lo compró a los herederos de Mazarino y ahora cuelga de las paredes del Louvre.

De aquel Madrid, que en un tiempo fue capital del arte, como Roma o Florencia, por hache o por be, hay muchas y maravillosas pinturas repartidas por el mundo.

©Joaquín Gómez Carrillo 

 

28/7/24

Fernando VI y los gitanos

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Barrio pobre de la Fuensantilla (Cieza), donde viven humildemente personas de diversas razas y procedencia, entre ellas, gitanos

Erase una vez la llegada de los Borbones al trono de España. ¿Recuerdan que fue con el franchute duque de Ajou?, pues había hincado el pico el último Austria, Carlos II «el Hechizado» sin descendencia. Entonces, entre tiras y aflojas (con Guerra de Sucesión incluida), permitieron las potencias que este muchacho viniera a Madrid y asentara sus reales con el nombre de Felipe V, que además de lo que conllevaba ser rey de España con los inmensos y riquísimos virreinatos de la América Hispana, también era soberano de otros territorios europeos; o sea, ¡una barbaridad de poder! Luego, cuando pasaran los años, se encontraba algo flojo y pensó «¿Qué necesidad tengo yo de tanta faena...?», y abdicó en su hijo Luis, que era su ojico derecho (¡para darle gusto al nene, mayormente!), que tenía 17 añicos y lo habían casado dos años antes con una francesita: Luisa Isabel de Orleans, que tan solo contaba 12 abriles; o sea, dos adolescentes frente a frente, ¡madre mía! Se habían casado, por cierto, en el palacio ducal de Lerma (cuando suban para Burgos por la A-1, hagan una paradica en esta villa ducal y vean el poderío que gastaba el duque de Lerma), pero la cosa no funcionaba, no señor, pues la zagala tenía un trastorno de la olla y no quería ni lavarse ni llevar bragas, ¡un desastre! Pero a lo que vamos, que el pobre chaval —Luis I de España— se murió a los pocos meses de ser rey, de la maldita viruela, o quién sabe, y el padre se vio «obligado» a tomar de nuevo la corona, a pesar de que los teólogos de la corte, reunidos a tal efecto, dictaminaron que era ¡pecado mortal! retomar un corona abdicada.

Y erase una vez también la llegada de los gitanos a España. Al respecto, dice Juan de Dios Ramirez-Heredia, el diputado aquel gitano que tenía un pico de oro que no se podía aguantar, que gracias a él se cambió el Reglamento de la Guardia Civil (no sé a qué reglamento se refiere, aunque la verdad, en otro tiempo la Benemérita y la raza calé no se tomaban el chocolate juntas), que discriminaba a los gitanos —lo dice en la página de internet de la «Asociación Nacional Unión del Pueblo Romaní»,  ¡cuidao!, que yo no me lo he inventado—. También nos cuenta esta señoría que, al parecer, procedentes del norte de la India, a principios del siglo XI, unos millares de prisioneros de aquellos territorios optaron por el éxodo hacia Europa, en donde empiezan a aparecer en el siglo XIV, o sea, tardaron 300 años en llegar, pero llegaron y ya teníamos gitanos por estos lares. Lo confirma un documento del rey de Aragón, de 1425, otorgando permiso a un tal «Juan gitano» para que transite con sus huestes por territorios de su gobierno.

¿Y qué pasó con los Reyes Católicos? Pues que no querían gitanos —ni judíos tampoco, ¡ojo!—. Los judíos porque practicaban la religión monoteísta de la Torá (el Antiguo Testamento de la Biblia, más o menos), y los gitanos porque no tenían religión (aunque al principio se habían presentado como cristianos y habían sido bien acogidos), ni oficio corriente ni asentamiento fijo. Entonces sus majestades católicas deciden que se vayan los gitanos que andan sueltos vagando por los caminos; que tras darles un plazo para que se larguen, al que vean por ahí de aquí para allá, que le den cien azotes y lo manden al destierro de sus reinos; que si lo ven por segunda vez, le corten la orejas, lo tengan 60 días preso y después que lo destierren; y si, erre que erre, cogen por tercera vez al mismo gitano, lo tengan preso de por vida. Miren lo que les digo, serían todo lo católicas que fuesen SS.MM. que montaban tanto, Isabel como Fernando, pero no parece que fueran muy cristianas.

Luego, Carlos I y Felipe II, renuevan estos mandatos, mediante los cuales echaban mano a los varones gitanos para que remaran en galeras, aunque era muy listos y se «acogían a sagrado» para que no los pudieran detener (eso era meterse a una iglesia y decirle a los guardias «¡Tururú!»), hasta que el papa de Roma, conchabado con los monarcas dijo: «Pos a partir de ahora vale el acogimiento a sagrado para los gitanos». Además los reyes actuaban bajo el pretexto de la lucha contra la «plaga social de maleantes». (Esto me recuerda mucho la «Ley de vagos y maleantes» de la Segunda República Española, norma a la que Franco no le hizo ascos y la siguió aplicando con rigor en su dictadura).

Felipe V, que, en contra de la opinión de los teólogos había retomado la corona tras la muerte del muchachico Luis I, después de un largo reinado (en dos periodos) va y se muere el hombre también; y sube al trono otro de sus hijos: Fernando VI; y resulta que este monarca tiene un estadista con muchos poderes, ocupando diversas carteras ministeriales, que era, ni más ni menos, el Marqués de la Ensenada. Por cierto, este prohombre, riojano, se llamaba Zenón, como Zenón de Elea, aquel sabio que aseguraba, 4 o 5 siglos antes de Cristo, que Aquiles nunca podría ganar una carrera a una tortuga si se le dejaba a esta un pelín de ventaja.

Pues el Marqués de la Ensenada dijo al rey que esto de los gitanos no se podía aguantar, que cada vez había más y hacían lo que querían. Y aunque les habían asignado una serie de localidades para que se empadronaran y trabajaran en oficios como todo hijo de vecino, los gitanos seguían con culo de mal asiento ejerciendo sus trapicheos con los payos, porque «entre calé y calé no se usa la remanillé». De modo que el tal Zenón le contó al rey un plan. Un plan que da miedo el pensarlo; que aunque no llegaba a ser tanto como «la solución final» de los nazis, se trataba de algo terrible.

Dicho plan se llevó a cabo y estuvo en vigor en España unos cuantos años, hasta que llegó al trono Carlos III (hermanico de Fernando VI), un rey ilustrado y con grandes dotes de humanidad —el mejor Borbón que ha reinado en España, mejorando lo presente—, y lo mandó desbaratar dándoles suelta a todos los gitanos presos, y además recomendó que en tal «amnistía» no se mencionara el nombre de Fernando VI, pues la cosa «no hacía nada de honor a la memoria de su amado hermano».

Bien, pues el «plan» se llamó la «Gran Redada», y consistió en apresar en una sola noche a todos los gitanos de España (en todas las villas pueblos y ciudades tenían desde días antes orden secretísima para actuar todos a la vez la noche del 30 de julio de 1749, o sea, hace 275 años) y separar a los hombres de las mujeres para que no pudieran procrear y reproducirse más (un genocidio pasivo, pues pensaba el señor marqués de la Ensenada que de esa manera se acabaría la raza); y encima, en cautiverio, ponerlos a trabajar de 7 años para arriba. ¡Vaya un payo malo, el Fernando VI ese de los Borbones!

©Joaquín Gómez Carrillo

 

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Cuentos del Rincón

Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"