INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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12/4/20

El zorro del Principito

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Palmeral en el paraje Las Delicias, donde estuvo el primer campo de fútbol de Cieza
Como estamos confinados en casa (Unamuno estuvo confinado en la isla de Fuerteventura, Napoleón lo estuvo en la isla de Santa Elena y San Juan Evangelista en la isla de Patmos, donde se le reveló el Apocalipsis), pues una de las cosas más sencillas que podemos hacer es leer libros, y en esas que releo, un poco a salto de hoja, ese cuento tan maravilloso que es «El Principito», de Antoine de Saint-Exupéry. Entonces me da la idea y le grabo a mi nieta Paula el capítulo 21, que es el que trata del encuentro con el zorrico. Se lo leo y se lo grabo en un video, porque no nos podemos ver al estar confinados cada cual en su casa.

Quienes hayan leído el libro se acordarán de esa preciosidad de narración; me refiero en este caso en concreto a cuando el pequeño príncipe se topa por primera vez con un zorro del desierto, que es un animal astuto y a su vez de gran belleza. En la ficción del cuento, el autor lo sitúa en el desierto del Sahara, pero en realidad está construyendo el cuento en relación con un accidente aéreo real que Saint-Exupéry sufrió en el desierto de Siria y estuvo a punto de perder la vida. Pues el autor del cuento fue aviador (entonces no se decía piloto, sino «aviador», y éstos, los aviadores, volaban con unos aeroplanos que eran verdaderos cacharros). Era la época de los famosos aviadores españoles, como Ramón Franco, Ruiz de Alda y otros, que tuvieron la valentía de cruzar por primera vez el Atlántico con aquellos aeroplanos un tanto primitivos. Eran aviadores intrépidos, que se aventuraban peligrosamente a sobrevolar océanos y desiertos, cordilleras y continentes.

Pues el cuento de «El Principito» comienza con el accidente de su autor, en mitad del desierto. Dice que está intentando reparar el motor (los aviadores sabían de mecánica por necesidad, ya que a las tres menos dos se caían y no tenían otro remedio que buscar la manera de poner en vuelo de nuevo su aeroplano), cuando se le aparece por detrás el niño. En la realidad, cuando Saint-Exupéry cae al desierto libio (quería establecer un record de velocidad volando de París a Saigón con un avión que se había comprado entrampádose), lo tienen que recoger unos beduinos, medio muerto por deshidratación. El niño empieza a hacerle preguntas y él (su personaje que representa al propio autor) se da cuenta de que ese niño, surgido de la nada del desierto, de entre las dunas de arena, viene de otro planeta. En realidad es como un ángel salvador en aquella apurada situación (en la del cuento me refiero, pues en la otra real fueron los mencionados camelleros beduinos).

Fíjense si era dura la vida de aquellos pilotos, que el autor, con veintisiete años le dieron trabajo en una línea aérea de transporte del correo entre París y Rabat, y fue destinado a una especie de puesto de socorro que había junto al desierto del Sahara español, y allí se tiró año y medio en la plena soledad de las dunas, con la única misión de buscar a los pilotos que caían cruzando el desierto, ¡dense cuenta!, pues eso era «cosa bastante habitual», y él debía recorrer mil kilómetros o más, sobrevolando el desierto, en busca de algún compañero accidentado y caído en la arena.

Y volviendo al cuento, el niño príncipe pertenecía a otro mundo, al de la infancia, y le aseguró al piloto que venía de un asteroide, el B-612, tan pequeño que «en línea recta no se podía llegar a ninguna parte». Mas otro día (el autor dice que en aquel accidente de ficción llevaba agua para 7 u 8 días, aunque en el accidente real solo llevaba líquido para unas horas), el Principito, que se queda con él hasta que logra repara la avería de su aparato, tiene el encuentro con el zorro, que es una de las cosas más preciosas que se hayan podido escribir.

Nos imaginamos un zorrico de los que deambulan por las arenas del desierto, siempre en busca de algo que echarse a la boca, y siempre huidizo de cualquier aventurero que se encuentre a la vista. No obstante, el animalico, confía el niño y se le acerca dándole los buenos días. El Principito, que viene de otro mundo, no tiene ni idea de quién es esa criatura tan bonita (el niño al verlo se lo dice: «Tu es bien joli…», eres muy bonito). Y el zorro le pone al corriente de quien es él: «Je suis un renard», soy un zorro. Y entablan un diálogo, en francés, de lo más singular. El niño le dice que busca a los hombres para encontrar un amigo (en su planetoide vivía solo y se aburría mucho), y el zorrico le cuenta que los hombres tenían escopetas y cazaban zorros, y que lo único que valía la pena de los hombres era que criaban gallinas; de modo que los zorros robaban gallinas y los hombres disparaban a los zorros. Era cosa muy sabida, le dice al niño. Pero le dice algo más.

Le pide también que lo domestique y le explica al Principito las ventajas de ello y lo que tiene que hacer para lograrlo. Es muy sencillo: «la domesticación es crear lazos». Si me domesticas, le dice, yo seré tu zorro. Ahora soy para ti un zorro entre cien mil zorros, lo mismo que tú eres para mí un niño entre cien mil niños. Pero si me domesticas, le aseguró, tú serás para mí único en el mundo, y yo seré para ti único en el mundo. Entonces el Principito accede, pero no sabe cómo hacerlo, y el zorrico se lo explica: No tienes que hacer nada, le dice, solo sentarte un poco lejos de mí, en la hierba y quedarte ahí quieto; yo te miraré de reojo. Al otro día te sentarás un poquito más cerca, y así nos iremos conociendo, le aseguró el zorro. «Solo se conocen las cosas que se domestican», le siguió explicando, y «los hombres, ya todo lo compran hecho a los vendedores, pero como no hay vendedores de amigos, los hombres ya no tienen amigos…».

Luego, antes de despedirse, que ya eran amigos los dos porque el niño lo había domesticado, el zorro le reveló al Principito un secreto maravilloso: «…solo se ve bien con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos».
©Joaquín Gómez Carrillo

10/1/19

Érase una vez un cuento...

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Ilustración de una de las páginas inicio de capítulo del cuento «Boliche, Corruquete y Don Tilín» (las casi 300 páginas de la obra están ilustradas a mano, una a una, por el propio autor del cuento, Enrique Castillo Fernández)
Erase una vez un cuento maravilloso, que hace ya muchos años un profesor se complacía en leer a sus alumnos. Aquel hombre, queriendo revelar a los muchachos los inciertos caminos de la vida, les leía todas las semanas un cachito del cuento, mostrándoles a través de sus páginas las veredas seguras de la fantasía. Este afortunado hecho, que quedaría guardado en la parte más querida de nuestros recuerdos, ocurrió una vez en un lugar y en un tiempo, que a continuación diré.

El profesor era un cura sabio y humanista, que siendo él apenas un niño –según me llegaría a contar mucho tiempo después–, había recibido de manos de su padre el más preciado de los regalos: aquel maravilloso cuento, un bonito libro ilustrado a mano en todas sus páginas por el propio autor del texto, que aquel hombre de Dios luego atesoraba como oro en paño, aunque ya algo sobado, es cierto, por el deleite de las muchas relecturas.

Esto que les refiero sucedía los lunes por la tarde, allá por el curso 1968-69. Don Antonio Salas era nuestro profesor de Religión en el instituto y nosotros estudiábamos primer curso de bachillerato. El sacerdote entonces dejaba para otro momento los mandamientos de la Iglesia y las historias de los santos y nos conducía, a los dos grupos de primero (en total, 84 alumnos, y todos varones), hasta el Salón de Actos del centro. Al cura lo recuerdo ahora como si lo estuviera viendo: con su traje seglar (fue de los primeros en el pueblo que se quitaron la sotana), caminando por aquel largo pasillo, y tras él, alegremente, todos nosotros. Don Antonio Salas, al que siempre tendríamos por un hombre justo y respetado, era alto y poseía unos ojos claros, de brillo acuoso, capaces de radiografiar el alma de los pecadores. El Salón de Actos, del llamado hasta aquel curso «Instituto Laboral», era un espacio amplio y vetusto, aunque algo frío a decir verdad; con luminarias blancas de flúor en un cielo raso curvo, cual caparazón de una tortuga gigante; y con unas butacas sencillas, de asiento abatible y relleno de estopa. Luego, al fondo, bajo un crucifico de hierro colgado en la pared, había un estrado largo de madera, y sobre este, una gran mesa corrida con sillones, a cuyo centro solía sentarse el director en los actos de entrega de diplomas de honor a los alumnos más estudiosos.

Don Antonio Salas, una vez distribuidos todos nosotros en las primeras filas, nos pedía silencio con la mirada, y entonces, abriendo su libro (una edición de Saturnino Calleja, del año 1931), daba comienzo a la lectura de un nuevo capítulo de aquella preciosa historia, que semana tras semana nos mantenía absortos y felices. Pues el hombre, que sabía dar la entonación perfecta a cada frase, cargando su voz con los matices justos para hacernos distinguir las intervenciones de cada uno de los personajillos, se detenía a veces y nos explicaba el sentido de algunas palabras o de algunos párrafos, poniendo ejemplos adecuados a nuestra comprensión. Estos hechos ocurrían en Cieza durante el mentado curso 1968-69, y el cuento de que les hablo no era otro que «Boliche, Corruquete y Don Tilín», del escritor e ilustrador de cuentos y otras publicaciones, Enrique Castillo Fernández.

Pero miren ustedes que, pasadas las décadas, aquellos compañeros de entonces fuimos valorando cada vez más el tesoro de los recuerdos compartidos. Y entre todas las vivencias, pertenecientes a la edad en que florecen las emociones, hallamos digna de rescatar de la telaraña del tiempo, aquella noble y reiterada de un profesor que nos leía en voz alta un cuento excepcional de aventuras fantásticas.

De modo que, soñando quizá con aquel tiempo pasado, llegué a citar en mis artículos retazos de estas cosas que he referido. Y, como internet hoy en día es un pañuelo, ocurrió algo fascinante: no solo desperté, sin proponérmelo, recuerdos queridos de otras personas en lejanos continentes, las cuales en su niñez amaron la lectura de dicho cuento, sino que una noche, en mi casa, recibí la llamada más grata e inesperada de mi vida: «Yo soy el nieto del autor del cuento "Boliche, Corruquete y Don Tilín"», me dijo el hombre por teléfono. Era Enrique Castillo Ron, científico eminente, autor de un montón de libros y profesor de la Universidad de Cantabria.

Y así nació una fructífera amistad, que al igual que aquella otra, indeleble ya de por vida, entre los compañeros de instituto de la promoción de 1968, esta posee en común el mismo vértice mágico del mentado libro y de unas lecturas del cuento hechas con unción: la que nosotros rememoramos con cariño del cura Don Antonio Salas y la que el propio nieto del autor, según llegaría a confiarme, recuerda nostálgico de boca de su padre.

El profesor Enrique Castillo Ron, amablemente me envió entonces un archivo electrónico del maravilloso cuento de su abuelo (el libro se halla extinguido en edición de papel); y ahora, de acuerdo con su voluntad generosa de ofrecerlo a quienes pueda interesar, me atrevo a hacerlo público a través de internet, utilizando como plataforma para ello este humilde blog literario mío de «El Pico de la Atalaya».

© Joaquín Gómez Carrillo

ENLACES:

21/10/13

El mochuelo comí

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La Casa del Madroñal, abandonada entre almendros secos
De uno de los relatos de ficción, escritos a la memoria de mi abuelo Joaquín del Madroñal, extraigo un fragmento alusivo a la sabiduría y la paciencia con que él estaba dotado para contar cuentos. De hecho, éste al que me refiero a continuación se lo he contado algunas veces a mi nieta Paula, cumpliendo así con el deber de transmitir un saber antiguo que ha pasado siempre de padres a hijos y de abuelos a nietos.

El mochuelo comí

Luego, cuando pasaran los años, nos acordaríamos siempre de aquel cuentecillo del “Mochuelo comí”, que con terneza incansable nos narraba una y otra vez el abuelo Lázaro. La Hilaria a veces, en sus ratos de paz por la noche junto al fuego, también nos refería alguno de los cuentos que le habían sido trasmitidos de viva voz por sus antepasados, los cuales vivieron en cuevas, pero nunca con el misterio que ponía el abuelo en su voz, forrada de cariño, cuando iba a visitarnos a la Casa Roja. Incluso en los días postreros en que el pobre se hallaría arruinado por los años y su garganta sería incapaz de modular ya las palabras, al acercarnos a él siempre forzaría una sonrisa y dejaría escapar un hilillo de voz suave, apenas audible, que nos traería a la memoria la calidez de aquel tiempo dulce de los cuentos de la niñez.

Por entonces el hombre, recién entrado en la jubilación, y aunque castigado por las dolencias del mucho trabajar tierras ajenas, todavía era capaz de ponerse a cavar de rodillas los limonares de la hacienda de los señoritos. Y en invierno, pasada ya la Navidad (aunque “hasta San Antón, pascuas son”), solía aparecer muy temprano, envuelto en una manta mulera, montado en su burra negra, y nos ayudaba, siempre con buen ánimo, en la penosa faena de la recogida de la oliva.

“¡Quien coge su oliva antes de enero, deja su aceite en el madero!” solía decir él con voz de sabio. De manera que, cargados con las varas, los capazos, las esteras de esparto, los monos de pleita y el cesto del recado, nos encaminábamos, senda arriba, hacia el olivar umbroso: una serie de bancales con hormas de piedra encajados en un estrecho valle donde en invierno nunca se asomaba el sol.

La Hilaria, después de haber hecho la gachamiga dura para almorzar todos, que la comíamos en la propia sartén colocada sobre un corcho viejo de las colmenas, metiendo por turno cada uno su cuchara, y después de arreglar el averío de la casa, ponía a cocer las alubias en la lumbre en una ollica de barro para luego cocinar el “empedrao”, plato que como bien sabíamos nosotros, hacía los delirios del abuelo. Luego la mujer, ya con el botijón del agua a la espalda, ya con cualquier otro apichusque necesario en la faena, llegaba hasta las oliveras para sumarse al tajo.

Allí pasábamos muchos de los días crudos de enero, en el reino de las escarchas perpetuas. La Hilaria se quejaba a veces de aquella vida ingrata, cuando sus hijos, obligados a colaborar en el trabajo familiar desde pequeñicos, apenas podían articular los dedos de sus manos ateridas. Entonces el padre, hombre duro para las labores del campo al que no le arredraban jamás las inclemencias del tiempo, dejaba por un momento de varear las ramas y con un mixto suelto que llevaba por el bolsillo del chaleco encendía un chospe bajo un ribazo para espantar el frío. Pero el abuelo Lázaro, más precavido, recogía unos cantos rodados del barranco cercano y los metía bajo el exiguo rescoldo. Después, cuando éstos habían acumulado el calor en su interior, nos los entregaba, tibios, como peladillas gigantes, para que los lleváramos metidos en los bolsillos y nos aliviaran durante un rato del suplicio del helor.

Por la noche en la cocina, con la mirada fija en el primitivo espectáculo del fuego, el viejo desgranaba de su memoria algún cuentecillo, que los nietos, pegados a su lado, escuchaban con atención. Entre sus narraciones favoritas estaba aquella del “Mochuelo comí”, que era el cuento preferido del Lazarico. El hombre lo adornaba con cambios de voz y lo alargaba o resumía según iba llegando la niebla del sueño para nosotros. Pero siempre manteníamos los ojos abiertos hasta el sorprendente final, donde el mochuelo con su astucia lograba zafarse de la taimada zorra. La inteligencia, pues, era la clave para derrotar el mal.

Pues según contaba el abuelo Lázaro, la raposa había cogido un día desprevenido al mochuelo mientras dormitaba en un carasol; mas el pobre, aun viéndose mortalmente atrapado entre sus fauces, mantuvo la misma serenidad que el Santo Job en el vientre de la ballena. Entonces el ave pensó y dijo a la zorra: “Para que todos los animales del campo conozcan tu destreza y te admiren como excelente cazadora, sería conveniente que antes de dar cuenta de mí, dijeras en voz alta “¡mochuelo comí!” La raposa lo pronunció con la boca medio cerrada, pero el mochuelo, sintiendo en sus carnes los colmillos de la depredadora, le recomendó hasta tres veces que lo repitiera (“más alto”, le animaba, “dilo más alto”), pues de lo contrario no tendría éxito ni sería respetada por otros animales como ella se merecía. Hasta que, convencida por las adulaciones del mochuelo, cuando la zorra pronunció con todas sus fuerzas: “¡Mochuelo comíii!”, el animalillo pudo escapar de sus dientes y, volando a gran altura, añadió: “¡A otro, pero no a mí!”
©Joaquín Gómez Carrillo

29/9/13

El hermano rico y el hermano pobre

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Acequia Andelma a su paso por la Hoya
Según cuentan los viejos, había una vez dos hermanos varones que se criaron en una humilde cabaña, construida con piedras y barro a la orilla de una acequia de aguas mansas. Desde pequeñicos gozaron ambos niños de las mismas atenciones por parte de sus padres, las cuales por aquel tiempo, bien sabe Dios que no iban más allá de alimentarlos como buenamente se podía y de vestirlos con aquello que se tenía a mano. Y cuando las criaturas empezaron a tener uso de razón, ambas también recibieron lecciones de un mismo maestro ambulante, de los que iban entonces por los campos desasnando zagales a cambio de unos pocos esquilmos de la tierra. Pues sabed que estos humildes docentes, con gran voluntad y con más amor que medios, enseñaban a los hijos de los labradores a leer y escribir para su gasto, y, en lo referente a los números, al menos las cuatro reglas: sumar, restar, multiplicar y dividir. Luego, como justo pago por su noble y esforzado magisterio, estas personas aceptaban cualquier cosa que les sirviera de sustento: que si un puñado de patatas, que si dos celemines de trigo, que si media arroba de aceite, que si una gallina o un par de pichones, o que si dos docenas de huevos.

Pues bien, los referidos hermanos, y según era costumbre y modo de vida entonces de las familias campesinas, conforme crecían y comenzaban a servir para algo, eran destinados por su padre al cuidado de los animales y al cultivo de la huerta, que normalmente era entonces por el sistema de aparcería, es decir, que los pobres agricultores, o “medieros”, tenían que entregar como terraje la mitad de las cosechas a los señoritos, dueños de la tierra.

Pero transcurridos algunos años, y cuando dichos zagales se habían convertido en dos mozos fuertes y sanos para el trabajo, uno de ellos, el mayor, cuyo nombre era Poderio, quiso marcharse a probar fortuna allende las fronteras. Así que habiendo trabajado de lo lindo durante unos años en un país lejano, y habiendo ahorrado todo cuanto pudo, regresó al pueblo con algunos posibles en la cartera, que invirtió en propiedades y negocios, los cuales con el tiempo le rentaron provechosos beneficios. Mientras que el otro hermano menor, llamado Pocaire, el cual trabajaba siempre junto a su padre, de sol a sol y sin días de fiesta, en el terruño ajeno que les vio nacer, no encontraba ni por asomo la anhelada prosperidad.

Pasó el tiempo y los dos hermanos se casaron y fundaron cada uno su propia familia, y, mientras Poderio obtenía buenas cosechas y multiplicaba sus bienes, que le generaban cada vez más riqueza, Pocaire no pasaba de arrancar un mísero sustento a las tierras del señorito, cuyo derechos de aparcería le había dejado su pobre padre al morir. Se trataba dicha hacienda de unos bancales, situados bajo el quijero de la acequia, a los cuales había que llegar a través de un sendero entre carrizos y atravesando un estrecho puentecillo de palos y tierra apelmazada que había sobre el propio canal de agua.

Pero el hermano mayor, tocado por la prosperidad, era sin embargo un buen hombre, y muchas veces le echaba al menor una mano en las necesidades económicas y familiares, que principalmente eran las de alimentar su extensa prole. Pero mientras que los hijos de Poderio ya asistían a buenos colegios de pago con el fin de prepararse para estudiar una carrera en la universidad, los de Pocaire desertaban la mayoría de las veces de una escuela rural para pobres y no apuntaban más allá del humilde oficio de jornaleros del campo o, lo que es peor, el ser en el día de mañana candidatos fijos al paro obrero.

De forma que como el dinero, según dice la gente, va donde está el dinero, a Poderio le venían de cara los negocios uno tras otro: Se compró la mejor casa del pueblo, conducía el mejor automóvil de entonces, llegó a tener amistades influyentes, y su esposa lucía alhajas y vestía trajes caros, adquiridos en las mejores tiendas de la capital. Mas a pesar de sus riquezas y de que no descuidaba jamás sus negocios, pues era un hombre volcado siempre con su trabajo, tampoco se despreocupó nunca de la parca suerte de su hermano, y, bajo cualquier motivo o pretexto, bien por Navidad, bien por Pascua florida, le hacía regalos que venían a paliar en parte las carencias familiares del otro. 

Pocaire, sin embargo, fiel a la azada y con un enjambre de hijos que tapar la boca, seguía viviendo en una casica techera con el piso de tierra y el tejado de tejavana, vestía ropas remendadas y estrafalarias y recorría a pie todos los días el camino que anduvo en tiempos su padre y que antaño recorriera su abuelo, que no era otro que aquel que curveaba entre carrizos y atravesaba la acequia sobre el viejo puentecillo de palos y tierra apelmazada, y a través del cual se llegaba todos los días de su vida hasta aquellos bancales que había bajo los quijeros y que él cavaba con ahínco.

La gente del pueblo, por otra parte, no estaba ajena a las diferencias de fortuna, y por ende de posición social, entre ambos hermanos, ni al gran afecto que a pesar de ello se tenían. La gente, incluso, le comentaba al rico que por qué no le cedía un poco de su suerte al pobre Pocaire, y Poderio respondía que ya lo intentaba a menudo, pero que al otro siempre le iban las cosas para atrás y de nada servía.

–¿Por qué no le regalas a tu hermano un poco de la buena fortuna que a ti te sobra? –le decía la gente del pueblo.

–Ya lo intento de vez en cuándo, pero a él siempre le viene la suerte del revés y yo no tengo la culpa –contestaba Poderio.

Así que un día, algo cansado el hermano rico de que sus amistades echaran al ver la tan diferente situación económica de los dos, pensó otorgar un vuelco al porvenir del hermano pobre. Pensó cambiar su vida de una vez por todas.

De modo que, tras meditarlo despacio y consultarlo con su esposa, Poderio escogió el día de Nochebuena, que es cuando los corazones de las personas pintan siempre un poco de alegría; a la vez que cuidó bien de no gravar el futuro de su hermano con la pesada obligación del agradecimiento. De modo que llenó cuanto pudo de billetes grandes una cartera de cuero generosa y marchó a eso del atardecer hacia el camino por donde Pocaire transitaba diariamente de forma obligatoria.

Hacia la postura del sol, más o menos, se llegó hasta el viejo puentecillo de palos y tierra apelmazada que había sobre la acequia de aguas mansas, llamada Andelma desde siglos atrás por su procedencia árabe, y esperó pacientemente el regreso al hogar, azada al hombro, de su querido hermano pobre.

Caía el sol amarillo de diciembre por detrás de las montañas lejanas y los hombres del campo cesaban en sus duras tareas; recogían el averío que anduviese fuera del corral y, añorando la compañía de la familia y el consuelo de una cena caliente, regresaban a sus hogares.

Pocaire, exento ya de sueños de futuro, se limpió el sudor de su frente, se echó a la espalda la capacica de pleita que llevaba todos los días con el recado y, acordándose un instante de que quizá su esposa y los suyos le estarían esperando en casa con la lumbre encendida y algo extraordinario para cenar en Nochebuena, tomó el sendero de vuelta al hogar.

Poderio entonces lo columbró de lejos y se preparó para el momento crucial que se avecinaba. Sin que nadie le viese, colocó en el centro del estrecho puentecillo de la acequia aquella cartera de piel preñada de billetes, tantos como para sacar de la pobreza a una familia entera durante muchos años; luego se alejó quince o veinte pasos y se apostó en cuclillas entre los carrizos, sin perder de vista lo que allí estaba por ocurrir de un momento a otro, pues daba por seguro que Pocaire iba a hallarla y, lleno de contento, marcharía a su casa con un golpe de fortuna en el bolsillo, capaz de cambiarles el porvenir a él y a los suyos para siempre.

Pero al hermano pobre, que exhausto por el trabajo y calzado con unas esparteñas, caminaba despacio por la senda, cuando faltaba poco para llegar al puente de la acequia, le vino una idea nueva a la cabeza, un pensamiento que nunca jamás se le había ocurrido: 

“¿Cuántas veces –se dijo a sí mismo– pasaría mi abuelo sobre este puente de la acequia? ¿Cuántas –pensó también– lo haría mi pobre padre en sus idas y venidas al trabajo de los bancales? ¿Y cuántas lo habré hecho yo mismo a lo largo de mi vida, ya que no he realizado otra cosa que cavar la tierra desde mi infancia...?”

“Tantas veces he pasado sobre este puente de la acequia –se repitió a sí mismo Pocaire cuando faltaba un corto trecho para llegar–, que sería capaz de cruzarlo hasta con los ojos cerrados.”
Entonces se dio cuenta de que nunca, ni de niño siquiera, que es cuando se hacen las travesuras y los actos inconscientes, se había atrevido a pasar sobre aquel puentecillo con los ojos cerrados. Así que sintió la idea como un extraño reto a sí mismo: ‘¿Serás capaz de hacerlo...?’, pareció desafiarle su propia conciencia. ‘¡Soy capaz y lo haré por esta vez!’ –se respondió para sus adentros con firmeza el pobre Pocaire.

Entonces, cuando faltaban tan sólo unos pasos para llegar al quijero de la acequia Andelma, sobre la que estaba aquel humilde puentecillo, nuestro hombre cerró los ojos y sus pasos cansados de tres generaciones le guiaron perfectamente y sin vacilar a través del puente de palos y tierra apelmazada. Después los abrió algo más adelante con la exultante sensación de haber realizado un viejo sueño, de haber cumplido con un desafío personal y de haber salido airoso de la prueba. 

Luego, cuando Pocaire llegó a su humilde morada, rendidos sus huesos de tanto y tanto trabajar las tierras del amo, halló a sus hijos sentados en torno a la mesa, esperando que naciera el Niño y poca cosa para cenar.
©Joaquín Gómez Carrillo
Cuento nº 1 del libro "Cuentos del Rincón"
(Publicado extractado el 28/09/2013 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")

16/9/13

Las seis brevas

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Uno de los ralencos perdidos en la Sierra de Ascoy
Érase una vez, en un lejano país, un humilde trabajador llamado Fabio, quien tras muchos esfuerzos y privaciones, llegó a poseer algo de tierra propia, aunque no mucha más que la precisa para revolcarse una burra, como le decían guaseándose los vecinos del lugar. Se trataba, pues, de un ínfimo ralenco que él mismo había roturado a golpes de azadón, ya que por aquel tiempo no estaban deslindados aún los montes y se permitía a cualquiera sacar tierra de cultivo en terreno abrupto. (Ejemplo de esto son los múltiples bancalitos perdidos que se pueden ver en la Sierra de Ascoy con restos de árboles que una vez dieron fruto).

Nuestro hombre, lleno de ilusión entonces, plantó una humilde higuera y esperó a que creciese y diera higos. Primero, con un pico tuvo que realizar el hoyo en el duro y pedregoso suelo, después trajo varios capazos de tierra virgen, que mezcló con estiércol, y, una vez enterrado el arbolillo, transportó agua desde un aljibe y lo regó abundantemente para que echara raíces.

Durante tres años estuvo Fabio cuidando la higuera: tres inviernos protegiéndola de los fríos inmisericordes, tres primaveras limpiándola de malas hierbas, tres veranos regándola con un cántaro de barro que se cargaba a las costillas amarrado a una soga de esparto verde, y tres otoños podándola y guiando sus ramas en la buena dirección.

Mas al tercer año, la joven higuera estaba tan crecida que sus copas sobrepasaban a cualquier hombre de buena estatura. Entonces dio su primera cosecha: seis brevas; ni una más, ni una menos. Por lo que Fabio, lleno de contento, estuvo protegiendo el árbol para que no se acercaran a él los insectos ni los pájaros picabrevas, ni los genares pillahigos. Y todos los días comprobaba satisfecho el desarrollo de los frutos como si fuera un milagro de la tierra callada.

Cuando tuvo la seguridad de que estaban maduras las seis brevas, madrugó al día siguiente, las cortó con extremo cuidado, las colocó en una bandeja de filigrana de esparto que él mismo había confeccionado con sus manos y, con la fresca, se dirigió andando al palacio real, que no quedaba lejos de allí. (Sepan ustedes que en los cuentos siempre cabe la posibilidad de que haya un palacio real a mano).

Llegado a la puerta, el hombre declaró la razón de su presencia al oficial de la guardia, quien seguidamente la comunicó al secretario del monarca y éste al mismísimo rey, que estaba placidamente en sus aposentos jugando al ajedrez.

Al poco rato, uno de los sirvientes condujo al pobre de Fabio hasta el salón del trono, donde el monarca recibía a sus invitados de honor y, en ciertas ocasiones, llegaba incluso a impartir justicia, de la manera que hizo Sancho Panza durante el gobierno fraudulento de la ínsula Barataria.

Pero cuentan que tanto agradó al monarca el singular obsequio de aquel pobre agricultor, que como signo de gratitud real, le regaló seis doblones de oro (el doblón, durante varios siglos, fue la moneda más importante del mundo).

Cuando Fabio regresó a su aldea, la singular noticia corrió de boca en boca como un reguero pólvora. Lo cual produjo admiración a unos y levantó cierta envidia en otros.

Por lo que un vecino llamado Unclo, con mucha más tierra e higueras que Fabio, hizo un cálculo por la regla de tres de la riqueza que podría conseguir con toda sus cosecha de brevas. De modo que al día siguiente aparejó su burro con el serón, en el cual fue metiendo brevas de sus higueras hasta colmarlo; se sentó encima y arreó el pollino en dirección al palacio real.

A las puertas del suntuoso edificio, Unclo exigía entrar con la pretensión de recibir el mismo trato que su vecino, aunque multiplicado por el gran número de frutos que acarreaba en su jumento.

El oficial nuevamente dio cuenta al secretario del rey y éste a su señor. El monarca, que no podía dar crédito a la osadía del aquel hombre, ordenó sin embargo que le dejaran pasar con la bestia de carga al patio interior. Pero en lugar de recibirlo en su despacho de audiencias, dispuso que lo colocaran de cara a la pared y, con los pantalones bajados hasta las corvas, le fueran arrojando al trasero, una a una, todas las brevas maduras que llevaba en el serón de pleita.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 14/09/2013 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")

29/12/12

La barca de la Providencia

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Cabaña de cañas a las orillas del río Segura
Hace algún tiempo comencé a recopilar cuentecillos que existían en la viva voz de los viejos y que con el paso del tiempo corrían el peligro de perderse para siempre. De algunos de estos cuentos hay varias versiones según la región, país o continente, ya que no estaban sujetos a la palabra escrita y, cada narrador en cada época, les ha dado su toque y su variación. Pero yo he querido fijarlos definitivamente en las letras y les he construido una arquitectura literaria, poniendo incluso nombres a los personajes.

El origen de estas historietas, y la razón de que ahora desaparezcan, es porque hace muchos años existía otro concepto del sentido del tiempo en general y del «tiempo libre» en particular. Si miramos generaciones atrás, cuando no se conocían los electrodomésticos y el «ruido» de la televisión no interfería las relaciones de las personas en el seno familiar, había grandes espacios de silencio al cerrarse la puerta del hogar por las noches. Estos beneficiosos silencios, que fomentaban la comunicación entre los miembros de la familia y caseros, eran utilizados a veces para referir cuentos moralizantes o con algún fin didáctico, que habían sido oídos en boca de antepasados.

Al conjunto de estas narraciones escritas ahora por mí, y en alusión a la parte del hogar ocupada en otra época por los mayores que transmitían sus conocimientos junto al fuego, lo he titulado «Cuentos del Rincón». De los cuales les dejo uno como botón de muestra.

«Dicen que en un país lejano, y en un pueblecito a orillas de un ancho río, había una vez un hombre llamado Teologio, agricultor de profesión, el cual era creyente y poseía una gran fe en Dios. Cuentan de este que era persona de oración y profunda espiritualidad, que visitaba con devoción el templo, que cumplía los Mandamientos y que tenía por cierto que sus plegarias eran escuchadas por el Creador. De modo que el tal Teologio creía a pies juntillas que siempre sería atendido cuando demandase la ayuda del Cielo.

»Por otra parte, había un vecino de la misma aldea, que se ganaba la vida como pescador en el gran río; su nombre de este era Sincredo, el cual tenía fama de ateo recalcitrante. Algunas veces Teologio y Sincredo habían discutido sobre el sentido de la existencia del hombre en este mundo y habían esgrimido cada cual sus razones opuestas en materia de creencias o «descreencias»; mas nunca habían llegado a un acuerdo conciliatorio, por lo que entre ambos persistía un sentimiento mutuo de orgullo y de certeza de estar cada cual en su verdad, detestando el error del contrario.

»Pero se sabe por los anales de la historia que cierto día hubo unas tremendas inundaciones en aquella región. Llovió tanto en las tierras altas y en las montañas, que se desbordó el gran río en el llano; se anegaron los campos de cultivo y muchas casas de la pequeña aldea fueron sepultadas por el lodo. A Teologio le cogió la riada en el momento en que trabajaba la tierra y solo pudo subirse a toda prisa en un albaricoquero que había en mitad de un bancal. El hombre trepó hasta la copa del árbol y se puso a pedir con fervor la ayuda de Dios.

»A Sincredo le sorprendió la crecida de las aguas cuando estaba pescando en el río. Su pequeña embarcación se apartó de la ribera y él se puso a remar con fuerza en busca de terreno firme. Entonces pasó cerca del albaricoquero en el que estaba encaramado Teologio, por lo que le llamó para que subiera a la barca. Pero este otro, confiando en la protección Divina, desdeñó la ayuda de un hombre ateo. Por lo que Sincredo se marchó a rescatar a otras personas que se hallaban en apuros.

»Al poco rato el pescador regresó con la barca, pues había encontrado un promontorio cercano que no cubrían las aguas y volvía en socorro de gente necesitada. Así que de nuevo llamó a Teologio y le invitó a abandonar el árbol. Y otra vez este pensó que siendo como era un hombre de fe y de oración, el Creador no lo iba a dejar abandonado, por tanto esperaría con paciencia, y en oración, como hizo Job en el vientre de la ballena.

»Las aguas aumentaban de nivel peligrosamente y el albaricoquero corría peligro de ser tumbado por la fuerza de la corriente. Pero Teologio confiaba en la Providencia y, cuando por tercera vez pasó con su barca aquel vecino no creyente, por quien sentía un inconfesado desprecio, y le alertó de que abandonase el árbol o perecería, él sintió más que nunca la fortaleza de su espíritu, y le respondió en la cara que Dios estaba con él y jamás permitiría que se ahogase.

»De modo que Sincredo se alejó remando con su barquita de madera. Luego el albaricoquero no pudo resistir por más tiempo el embate de las aguas y cayó y fue arrastrado por la corriente. El pobre Teologio, que además no sabía nadar, pereció sin remedio.

»Mas como hombre de profunda religiosidad, su alma subió al Cielo, y, nada más llegar, todavía con algo de rabia y frustración, quiso plantear una queja directamente al Todopoderoso.

»—Señor —dijo Teologio—, cuando necesité tu ayuda en los momentos en que mi vida corría grave peligro, no escuchaste mis súplicas.

»—Sí te escuché, Teologio —respondió el Padre Eterno—. ¡Tres veces te mandé a Sincredo con su barca!, y tú, por orgullo y necedad, lo rechazaste las tres.»
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 29/12/2012 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")

22/12/12

Tercer cuento de Navidad: «Para qué sirve la boca»

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Mi nieta Paula y yo, el 5/12/12
Cuentan los viejos que había una vez un país relativamente próspero, emergente, que se suele decir ahora, donde todos los hombres y todas las mujeres habían ido olvidando poco a poco el sentido principal y más noble de su boca.

Recordaban muy bien que, además de para comer y degustar sabrosos manjares y exquisitas bebidas, la boca también servía para hablar, comunicarse, leer libros en voz alta o prometerse amor eterno los enamorados.

Los sabios y eruditos tenían por seguro que su boca era el instrumento idóneo para pronunciar conferencias en público y decir frases inteligentes, de esas que luego adornan los relatos literarios. Los hombres de negocios sabían que mediante el diálogo salido de sus bocas podían cerrar tratos y llegar a acuerdos comerciales con los que obtener pingües beneficios. Mientras que los amantes conocían sobradamente por experiencia que sus bocas eran las rosas de fuego del placer y con eso les bastaba.

Pero había algunos que no entendían qué hacía su boca en mitad de la cara, y entonces la utilizaban para ingerir o fumar drogas, además de para hablar calumniosamente o mentir.

Los predicadores de las iglesias manejaban a la perfección el verbo de su boca para persuadir las almas alejadas del buen camino. Los políticos, en cambio, tenían por costumbre usar la boca para prometer en vano, pues así era su naturaleza. Mientras que los gaiteros y demás instrumentistas de aire se conformaban con que sus bocas sirvieran para soplar. Y aún los beatos daban gracias a Dios por haberles concedido la boca para los rezos.

Mas había también personas con diferente ideología o distinta pasión por un equipo de fútbol, o con distante punto de vista sobre la realidad cotidiana, que utilizaban la boca para oponer acaloradamente sus razones y a veces hasta para reñir. De modo que estas personas creían que su boca estaba hecha para mantener posturas enconadas y hacer valer su voluntad elevando la voz, cosa que a menudo acababa siendo perjudicial para la buena convivencia de todos. Pues por la boca, no sólo muere el pez, sino que en ocasiones comienzan las guerras.

Cuentan finalmente que la sociedad de aquel pequeño reino (pues éste se hallaba gobernado por un rey de verdad, no como los de la baraja) llegó a enfermar de intransigencia, de ira, de soberbia y de intolerancia, por la simple causa de haber olvidado sus habitantes la función principal que la naturaleza humana tenía reservada a la boca de las personas sensatas.

Mas entonces fue cuando se produjo un maravilloso descubrimiento que vino a salvar el país de las desavenencias y trajo la paz y el amor fraterno a la sociedad. Ocurrió que una niña pequeña llamada Paula reveló a su abuelo la más bella de las ideas cuando ambos estaban jugando en su casa el día de Nochebuena.

–La boca sirve para perdonar –dijo ella con la suya inocente.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 22/12/2012 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")

5/10/12

Tres mil reales tengo en un cañar

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Chinica del Argaz, en Cieza
Dicen que a un ciego llamado Irancio, que solía pedir limosna en la puerta de la iglesia mayor y en la plaza del mercado de su pueblo, se le fue la lengua un día y cantó una cancioncilla imprudente que le trajo no pocas complicaciones.

Parece ser que al hombre no le iban mal las cosas y recogía bastantes dádivas de sus conciudadanos. Cuentan que el ciego, mientras oía el alegre tintineo de las monedas al caer al platillo, solía zurrir una guitarra y medio entonar alguna copla. Pero un día, lleno de contento como decíamos, y mientras se prestaba gustoso a ser objeto de la virtud de la caridad en la plaza de la villa, se aventuró a repetir como un simple estribillo sin impor-tancia los siguientes versos:

 “¡Tres mil reales.......
 tengo en un cañar...!”

En esto que fue escuchado por un ladronzuelo que iba por allí a la pillada, al cual le apodaban Ratinto. De modo que a la tarde éste lo siguió sin ningún problema y supo dónde tenía el ciego el escondrijo. Y en cuanto el invidente se marchó, comprobó que efectivamente, allí entre la hojarasca del suelo había un saquito con nada menos que tres mil reales de vellón, los mismos que cambiaron de dueño en un santiamén.

Al día siguiente, el ciego, que no se fiaba de nadie, ni mucho menos de los bancos (¡cuan inteligente era a la luz de los tiempos que ahora corren...!), por lo que prefería tener su dinero escondido, se llegó hasta el lugar del cañar. El pobre Irancio tomaba todas las precauciones a su alcance, que no eran otras que la escucha: se iba deteniendo a cada paso para cerciorarse de si alguien le seguía o estaba por allí, y a cada instante se paraba por el más leve ruidillo, y aun venteaba como los podencos los olores que traía o llevaba el aire de un lugar a otro. Así que cuando tuvo conciencia de hallarse en completa soledad, destapó como todos los días el escondrijo, el cual halló vacío. Esto le produjo al desdichado un hondo pesar; pero como la necesidad y las penas hacen sabios a los hombres, ideó una estratagema para intentar poner remedio su desgracia.


Al día siguiente, en el mismo lugar de la plaza, aparentando alegría como si no le hubiese ocurrido nada, y mientras rascaba las desafinadas cuerdas de su guitarra, Irancio se puso a cantar de forma insistente los siguientes versos:

“¡Tres mil reales
tengo en un cañar,
y otros tres mil 
que voy a llevar...!”

Lo oyó el ladronzuelo, que se había sentado muy cerca y observaba con los dientes largos como le goteaban al ciego las monedas al platillo. Y, confiado en que el infeliz aún no habría descubierto el hurto, se dijo: ‘pondré de nuevo los tres mil reales en su sitio para que él no sospeche nada, y cuando deje los otros tres mil, me llevaré los seis mil.’

Así lo hizo el pillastre de Ratinto, con lo cual el pobre ciego recuperó su dinero perdido y, por supuesto, ya no volvió a dejarlo más en el cañar
©Joaquín Gómez Carrillo

15/9/12

El cuento, su moral y explicación

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Casa donde vivieron mis abuelos
Hace tiempo cayó en mis manos un folletito, viejo, descuadernado y manido, de esos que surgen del olvido en el fondo de un arca antigua: era una versión de “El Violín Mágico”, de los tiempos de Calleja. Después he descubierto que existen ediciones y versiones más recientes de este cuentecillo anónimo. Pues se trata de uno de esos relatos con origen en la noche de los tiempos, cuyo autor se desconoce y en cuya trama se han ido produciendo algunas modificaciones, según la época o la cultura de las sociedades donde ha arraigado el cuento.

Ésta de que les hablo es una versión en tamaño de bolsillo, realizada por la Editorial Saturnino Calleja Fernández (calculo que de principios del siglo XX, más o menos), y perteneció a mi abuelo materno José Carrillo Losa, quien –asegura mi madre– lo leía a sus hijos por la noche a la luz del candil en su casa familiar de El Ginete. (En la fotografía se ve la casa donde se crió mi madre, la cual, salvo la ventana ovalada, mantiene el mismo aspecto en su fachada que hace 80 años).
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Más como me chocan ciertos aspectos de la vieja narración, les quiero hacer algunos comentarios al final de ésta. Pero antes que nada lean la trascripción, copiada fielmente, de las amarillentas páginas que la pobre de mi madre hubo recosido con cariño.



EL VIOLÍN MÁGICO

Un rico judío tenía un criado muy fiel; nunca se quejaba y siempre estaba contento. Al terminar el plazo de su aniaga, no le pagó su amo.
Con esta conducta, pensaba el avaro, ahorro mi dinero; y no pudiendo marcharse él criado, queda a mi servicio.
El sirviente no reclamó su salario el primero ni el segundo año.
Al concluir el tercero se decidió a decirle:
–Señor, le he servido fielmente durante tres años; déme lo que en justicia me pertenece; quiero marcharme a correr mundo.
–Sí, hombre, sí –le respondió su amo –me has servido bien y te recompensaré generosamente.
Y después de contar y recontar las monedas de cobre que sacó de un arcón guardado bajo tres llaves, le dijo:
–Toma. Te doy una peseta por año. Esto hace una fuerte suma. En ninguna parte te hubieran dado un salario tan grande.
El pobre muchacho, que no entendía de monedas, tomó su capital, y se puso en camino por valles y montes, cantando y saltando con la mayor alegría. Al pasar cerca de un chaparro encontró un viejecito que le dijo:
–Muchacho; ¿por qué vas tan alegre?
–Porque soy joven, estoy bueno, y llevo en mi bolsillo el salario de tres años.
–¿A cuánto sube tu capital?
–A tres pesetas.
–Oye un momento –le dijo el viejo– yo soy un pobre que está en la última miseria; dame tus tres pesetas; yo no puedo trabajar, y tu eres joven y ganarás fácilmente de comer.
El joven tenía excelente corazón, y le dio sus tres pesetas, diciendo:
–Tómalas, por el amor de Dios; yo puedo pasarme sin ellas.
–Tienes buen corazón, y quiero concederte una cosa por cada peseta que me has dado.
–¡Hola! –exclamó el joven– ¿eres a caso encantador? Si así es, quiero que me regales una escopeta que no yerre nunca el blanco; un violín que haga bailar a todos los que lo oigan tocar, y por último, que cuando dirija una pregunta a alguien, me tenga que contestar.
–Todo lo tienes concedido–, dijo el viejo; y entreabrió el chaparro, donde estaba el violín y la escopeta y los entregó al joven diciéndole:
–Cuando pidas alguna cosa, nadie podrá negártela.
–¿Qué más puedo desear? –dijo el muchacho.
–Después que hubo recorrido muchos países, y cuando regresaba a su tierra se encontró en el camino con su amo el judío, que estaba escuchando el cántico de un pájaro colocado en la copa de un árbol y decía:
–¡Qué voz tan hermosa tiene! Quisiera cogerle.
El muchacho apuntó con su escopeta, disparó, y el animal cayó entre las espinas que había al pie del árbol.
–Ya podéis coger vuestro pájaro –le dijo.
El judío se puso en cuatro pies para entrar en las zarzas.
Cuando estuvo en medio, el muchacho, queriendo hacer pagar a su pícaro amo las bribonadas que le había hecho, cogió su violín y se puso a tocar. En el acto empezó el judío a menear los pies y a saltar; y a medida que el joven tocaba el violín, con mayor ardor bailaba. Las espinas despedazaban los andrajos de que iba vestido el judío, le arrancaban la barba y le llenaban el cuerpo de sangre.
–¿Qué música es esa? Deja de tocar infame chiquillo.
–Baila, baila, avaro y desuéllate; bastante gente has desollado tú.
Y siguió tocando.
El judío saltaba, saltaba, y los pedazos de sus vestidos quedaban colgados en el chaparro.
–¡Desgraciado de mí! –exclamaba–; deja de tocar ese maldito violín y te daré una bolsa de oro.
–Puesto que sois tan generoso, dejaré de tocar; pero bailáis con gran perfección… –Y siguió su camino después de tomar la bolsa.
El judío le vio partir, y cuando ya el muchacho estaba lejos fue en busca del juez.
–Señor –le dijo apenas se vio en su presencia–, me han robado en el camino real, ved mis vestidos despedazados, mi cuerpo desollado. ¡Por amor de Dios, hacedme justicia!
Algo extrañó al juez que un judío se dejase robar; pero las desgarraduras de las ropas y algunos rasguños que tenía en la cara, brazos y piernas demostraban que el judío decía verdad.
–¿Y quién te ha robado? –dijo el juez.
–Un joven que lleva una escopeta y un violín al cuello.
El juez mandó soldados en persecución del culpable; el muchacho no andaba ni iba muy de prisa, por lo cual no tardaron en encontrarle, y le prendieron, hallándole el bolsillo del judío. Cuando compareció ante el tribunal dijo:
–Yo no he tocado al judío, ni le he quitado su oro; me lo ha dado voluntariamente porque no tocase el violín.
–¡Dios me ampare! –exclamó el judío–, este granuja inventa las mentiras al vuelo.
El juez también dijo:
–Mal os defendéis, acusado; los judíos no dan su dinero sino a la fuerza.
Y condenó al muchacho a la horca por haber robado en despoblado.
Cuando conducían al pobre joven al suplicio, todavía le insultaba su rencoroso amo diciendo:
–¡Bribón, ya vas a pagar lo que tanto mereces!
El muchacho con mucha tranquilidad dijo al juez:
–Os ruego me concedáis un favor antes de morir.
–Lo tienes concedido, siempre que no pidas la vida –dijo el juez.
–No haré tal, sólo deseo tocar un aire en el violín.
–¡Por amor de Dios, señor juez, no lo permitáis –dijo el judío.
Pero el juez había dado su palabra, y además no podía negárselo, porque ya sabéis que el joven se hacía conceder todo lo que pidiera.
Viendo que no había remedio, el avaro gritó:
–¡Que me aten! ¡Atadme fuertemente!
El muchacho bajó la mitad de la escalera de la horca, tomó su violín, y al preludiar, ya todo el mundo comenzó a moverse, el juez, el escribano y los criados del verdugo.
Cuanto más hacían por conservar la gravedad propia del acto, mayores eran los movimientos que el violín los obligaba a realizar.
La cuerda se cayó de las manos del que ataba al judío. Al empezar la sinfonía, todos comenzaron a saltar y a bailar; el juez y el judío al frente, saltaban más altos. La danza se generalizó, bailando todos los espectadores, gordos y flacos, jóvenes y viejos, niños y mujeres; hasta los perros se levantaban sobre sus patitas traseras. Cuanto más tocaba, más saltaban los bailarines; las cabezas chocaban unas con otras, y los cuerpos se daban violentos empellones. El juez exclamó, perdido ya el aliento:
–Te concedo la vida si dejas de tocar.
El muchacho colgó su violín, y se acercó al judío que estaba rendido en el suelo.
–Viejo usurero –le dijo–; di en alta voz de dónde has sacado ese oro, y que tú me lo diste. Si no lo haces, vuelvo a tocar hasta que mueras reventado.
–¡Lo he robado, lo he robado a los que me servían! –exclamó el judío a grandes voces–. ¡Señor juez, este muchacho es inocente, yo mismo le di el oro porque no tocase más!
En vista de tal confesión, el juez dispuso que ahorcasen al judío, y dando el dinero al músico, le dejó marchar a su país, recomendándole que hasta salir del pueblo no tocase, pues había cobrado miedo a la virtud mágica del violín.

FIN
EDITORIAL: Saturnino Calleja Fernández


ACLARACIONES SENCILLAS

En primer lugar nos percatamos de que la narración se ambienta en los tiempos en que aún había “amos” y “criados” como la cosa más normal del mundo, lo cual que tampoco hay que remontarse demasiado para constatar la existencia de este tipo de relación jurídica, rayana en muchos casos con el servilismo y la esclavitud. Hoy en día, en cambio, hablaríamos de empresarios y trabajadores o de empleadores y empleados.

También advertimos que, para la creación del personaje malo, se echa mano de la figura del “judío avaro”. Pues el soterrado antisemitismo y las leyendas sobre conductas despreciables de los judíos, quizá hasta que ocurriera el horror y la vergüenza mundial del holocausto de la Segunda Guerra Mundial, eran, digamos, comúnmente aceptados por la gente. Recuérdese que hasta el mismísimo Cid Campeador se "aprovecha" de los judíos Rachel y Vidas, cosa que se narra en la gesta como una astucia admitida del héroe (Aquí en Cieza, hace años también, en el paso procesional de Los Azotes, muchas personas identificaban a uno de los soldados romanos –pues a Jesús de Nazaret lo torturaron y ejecutaron los romanos, no los judíos– como “El Judío de la Esparraguera”; por un lado porque el imaginero decidió no vestir a los azotantes con la indumentaria militar romana, y por otro porque los cofrades locales, en la mano alzada de uno agresores, en lugar del flagelo característico, solían colocar –no sé por qué– un tallo de esparraguera silvestre, y, desde luego, porque la creencia popular era más acorde con culpar a los judíos de la Pasión de Cristo, de ahí que todavía se oye calificar de “judiada” a cualquier acto infame).

Bien, dice el cuento que el amo, cuando llegaba su momento, que normalmente sería a finales de año, se negaba a entregarle al muchacho su “aniaga”. La aniaga es la paga, ya sea en moneda o ya sea en especie, que se da por un año de servicio. Hoy en día no existe esta modalidad tan dilatada de remuneración salarial, aunque sí sucede en muchos casos que, llegado el fin de mes, el empresario se muestre reticente a soltar (cuando la empresa se halla en periodo de vacas flacas, el jefe dice siempre que “todos vamos en el mismo barco”, más cuando hay beneficios, incluso pingües beneficios, el trabajador, por lo común, sólo recibe su ajustado salario y punto).

Es más, se dice en el cuentecillo que uno de los motivos por los que no le pagaba era porque se trataba de un criado fiel, y de esta manera no podía marcharse, lo cual constituye un delito añadido a la morosidad común por parte del pagador. Pero pasados tres años, al muchacho se le hincharon las narices, y tuvo la valentía de plantarse y solicitar los atrasos de sus tres aniagas, pues quería marcharse a “correr mundo”. Lo de aventurarse a un viaje incierto por tierras lejanas para buscarse la vida era cosa corriente, dada la miseria y la pobreza existentes en la época y lo poco que tenían que perder las personas. Hoy en día lo vemos a diario en esos pobres migrantes que se arriesgan a todo por escapar de sociedades tan deprimidas e injustas como las de ciertos países del tercer mundo.

Lo del pago de una peseta por año (las pesetas fueron moneda de curso legal a partir de 1868), aunque en principio parece demasiado poco, hay que tener en cuenta la “mantenida”, pues era costumbre ajustar el salario de los “mozos” o “mozas”, criados o criadas, con una cantidad en metálico y la mantenida, o sea, la manutención y el aposento, y algunas veces hasta algo de ropa y alguna otra cosa en especie: una fanega de trigo, una cordera, etc. Pero, en fin, que el muchacho del cuento, a su corto entender, se fue muy contento con sus tres pesetas (no dice en esta versión que fuesen de plata, aunque lo normal es que sí lo fueran, a pesar de que apunta el autor que el Judío “rebuscó” en un bote donde tenía monedas de cobre). Dice también el muchacho que celebraba el “estar bueno”, esto no es que el chico estuviera “cachas”, aunque quién sabe, sino que se encontraba bien de salud. Esto de celebrar que uno se encuentra bien lo olvidamos muchas veces y sólo nos damos cuenta cuando hemos perdido la salud. De forma que no estaría mal congratularnos de vez en cuando por el simple hecho de "estar buenos", si tenemos salud.

Mas como dura poco la alegría en la casa del pobre, al zagal se le truncó su contento al pasar cerca de un “chaparro” (el chaparro o la chaparra es un arbusto pinchoso conocido también como coscoja), pues se dice que iba “por valles y montes”. Allí apareció un personaje que lo puso a prueba: nada menos que le pidió toda su ganancia de sus sudores de tres años de trabajo, en principio a cambio de nada (lo mismo que Jehová le pidió a Abraham que le sacrificase a su hijo Isaac sólo para ser complacido, por gusto y capricho divino). Lo cual que el chico, al igual que el patriarca bíblico, salió airoso de la prueba y otorgó de buen talante.

Luego, el muchacho parece ser que no hizo mucha fortuna en su andadura por diversos países; nada que ver con los indianos que marchaban a América y regresaban opulentos; sin embargo supo sacar partido de los artilugios mágicos que le había donado el anciano del chaparro: un encantador al más puro estilo quijotesco. Y, ¡qué casualidad!, se topo a su regreso con el jodío Judio, que se hallaba admirando el canto de un pajarillo y deseaba poseerlo, se supone que vivo, para enjaularlo; pero el zagal, ni corto ni perezoso, le pegó un tiro al ave y la mató. (El muchacho es un personaje bueno, ¡ojo!, pero el matar a un inofensivo pajarillo que trina en la copa de un árbol no le que resta virtud, pues en la época predominaba la razón práctica de “ave que vuela, a la cazuela” y no se tenían otros miramientos).

Luego, el ya no tan inocente ex criado, se venga con su antiguo amo haciéndole bailar sobre una zarza pinchosa: una forma de tortura que en la época, y tratándose de un judío, se veía con buenos ojos, incluso para contar a los niños al arrimo de las llamas de la lumbre, como hacía mi abuelo Pepe. Es más, cuando el desgraciado hombre, sintiéndose extorsionado, le entrega al extraño violinista (no se dice en el cuento que el muchacho supiera solfeo ni que hubiese aprendido a interpretar piezas musicales, teniendo en cuenta que un violín no se aprende a tocar en un día ni en dos) una bolsa de caudales, éste se marcha tan pimpante. No sé si aquello de "quien roba a un ladrón, tiene cien años de perdón", se podría aplicar a la apropiación indebida que hace aquí el jovenzuelo.

Como es natural, la víctima denuncia el supuesto robo, por llamarle de alguna manera, pero el juez del lugar, con evidentes prejuicios antisemitas (en época aún más antigua, a los judíos se les llamaba “marranos”, y de entonces quizás arranca el dicho ese de que “quien no se parece a su padre, es un marrano, por lo que podría suponerse engendrado por otro hombre de forma adulterina), recela en principio de la declaración del hombre. Asunto que se confirma cuando “prenden” al chico con la prueba del delito”: la bolsa de monedas de oro. (Por entonces se utilizaba el verbo “prender”, no “detener”, como ahora). Delito, el de “robar en descampado” que se castigaba con la horca; pues parece ser que si hubiera sido el robo en lugar habitado, la condena habría sido más liviana.

Mas el reo, o sea, el muchacho del cuento, hallándose en el mismo patíbulo (se supone que en la plaza del pueblo), pide un último deseo con evidente engaño: el tocar el puñetero violín mágico, con lo que “obliga” al juez a desdecirse de su sentencia y dejarlo en libertad. Pero además el zagal, con el deseo de consumar su venganza plena sobre el Judío (es que le tenía ganas), le hace declarar en público que sus riquezas son (como las de algunos empresarios y banqueros actuales, ni más ni menos) producto de sus usuras y de injusticias cometidas con anteriores criados a su servicio. Lo que le vale una fulminante condena a muerte, pues la justicia entonces no se andaba con chiquitas y mandaba a la horca a cualquiera por menos que canta un gallo.

¿Donde está la moraleja del cuento? Yo no lo tengo muy claro. ¿Es acaso “El que la hace, la paga”, máxime si se trata de alguien políticamente incorrecto, como lo eran entonces los judíos? ¿Acaso es “que si eres fuerte para superar una prueba de tu voluntad (pero ojo con quién te la impone), serás recompensado con creces? ¿O es acaso “que si tienes poderes (mágicos o de otra naturaleza), dominarás incluso a la justicia? No sé, ¿ustedes qué piensan?
©Joaquín Gómez Carrillo

11/2/12

Zuro o maúro

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Tierra en barbecho, Cajitán
Había una vez un hombre joven y fuerte, de nombre Haltero, hijo de humildes y esforzados labradores, que se casó con una bella mujer llamada Lilla, cuyo padre de ésta poseía una gran labor de varios pares de mulas (sabed que por aquel entonces, la importancia de una hacienda se medía por el número de yuntas necesarias para su cultivo).

Este recién casado decidió continuar en el abnegado oficio de agricultor, pero llegada la época de las labranzas de la tierra, cuando había que preparar la siembra de los cereales del pan, salía por las mañanas a comprobar el estado de sus bancales tras las lluvias de otoño, y, si hallaba la tierra demasiado húmeda para su gusto, lo cual podía hacer que se pegase un poco el barro a la reja del arado, comentaba a los vecinos, los cuales no cejaban en la faena:

–No se puede labrar aún porque está “zuro”. Y se volvía a su casa para seguir gozando de las mieles del amor con Lilla, su joven esposa.

Transcurridos unos días, cuando los vecinos lindantes pasaban con sus yuntas, dispuestos a efectuar la sementera de los trigos, las cebadas, las avenas y los centenos, él volvía a observar detenidamente el grado de humedad del suelo en sus tierras, y, encontrándolo entonces algo seco, decía muy convencido:

–No se puede arar ya porque está “maúro”. Y nuevamente regresaba al calor de su hogar, donde le esperaba su placentera esposa Lilla.

De modo que, unas veces porque estaba “zuro” y otras porque estaba “maúro”, transcurrió el tiempo de la sementera, que suele hacerse por el mes de Todos los Santos, y quedaron yermos sus bancales, sin arar ni sembrar. Mas cuando pasó el duro invierno y la siguiente primavera, y todos sus vecinos segaron su abundante cosecha de cereales, trillaron la mies en la era y llenaron las trojes de sus graneros para asegurarse el pan, este joven labrador halló que sus reservas de trigo del año anterior estaban visiblemente mermadas, hasta que algún tiempo después, llegó el momento en que no le quedaba ni un solo grano que llevar al molino. Entonces Lilla, juiciosamente, le dijo:

–Mi padre goza de abundantes cosechas y tiene repletos los graneros, de modo que ve y pídele una fanega de trigo, pues no tenemos qué comer.

De modo que Haltero, tal como le había recomendado su esposa, aparejó la mula y se llegó hasta la casa de su suegro, cuyo nombre de éste era Sentencio, y, explicándole el porqué de no haber podido sembrar sus campos aquel año, le pidió que le llenase un costal de trigo para llevar algo de molienda al molino. A lo que el hombre respondió: “Sube al granero y llénalo tú mismo”.

Pasado un tiempo, como todo tiene su fin, el joven matrimonio se halló de nuevo en la situación de que le faltaba el pan, por lo que la hermosa Lilla le volvió a recomendar lo mismo al marido: “Ve y pídele a mi padre otro costal de trigo”. Cosa que el suegro, no exento de preocupación, permitió al yerno el acceso a su granero.

Pero como dicen que no hay dos sin tres, hubo una tercera vez, pues aquel que no labra ni siembra, no recoge. Entonces Sentencio, hombre sensato, que ya tenía referencias del comportamiento de su yerno ante el trabajo y acerca de que éste no hallaba nunca el punto exacto de humedad para la labranza de la tierra, le acompañó hasta el interior de su granero, y cuando estaban a solas junto a la troje del preciado trigo, le dijo:

–Haltero, si quieres presentarte hoy ante tu mujer con el costal lleno de estos granos dorados de los cuales saldrá pan para tu mesa, has de besarme el culo–. Entonces, humildemente, se bajó el suegro los pantalones y se puso con el trasero en pompa.

El yerno, abrumado por la situación, no sabía qué hacer, pero transcurridos unos segundos, halló peor la humillación de volver a casa con las manos vacías ante su amada esposa. Pensó que no tendría grano que llevar al molino, ni harina para hacer pan; que se desvelaría en toda la vecindad su actitud holgazana, y lo que era peor: perdería a su bella mujer, la cual tendría que volver a casa de sus padres por no tener con qué alimentarse. De manera que no tuvo más remedio que agacharse, poniéndose de rodillas, y hacer lo que su suegro le imponía como precio.

Después, una vez cargada la fanega de trigo en la mula, el joven labrador, rojo todavía por la vergüenza, no se atrevía ni siquiera a levantar la vista del suelo, pero Sentencio, amablemente, lo despidió poniéndole una mano en el hombro y dándole un sabio consejo de viejo labrador:

–¡Labra aunque esté zuro o mauro, de lo contrario tendrás que besarle a tu suegro el culo!
©Joaquín Gómez Carrillo

28/1/12

El testamento de Morinio Artéllez

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Cielo, luz, invierno, el Pico de la Atalaya
Ocurrió una vez, según cuentan los viejos, que cierto hombre llamado Morinio Artéllez falleció en su cama sin haber realizado testamento. El hombre tenía dos hijos varones: Pauliano y Castiano. Pero éstos andaban siempre en sus negocios (vivían su vida, como se suele decir ahora) y no se preocupaban en absoluto de las necesidades del padre; ni siquiera en sus últimos días, cuando el pobre se hallaba enfermo y solo, tuvo el consuelo de tenerlos cerca, sino que únicamente aparecieron cuando fueron avisados por los vecinos.

–Vuestro padre acaba de expirar –les dijeron.

Mas cuando llegaron a la casa y lo vieron muerto empezaron a buscar por armarios y cajones para ver si había dejado escrito en algún papel el reparto de los bienes. Pues Morinio, después de una larga vida de trabajo, ahorro y austeridad, poseía una casa, una finca agrícola y una generosa cuenta bancaria.

Como éstos no hallaron lo que buscaban, se pusieron de acuerdo para ir a toda prisa al notario del pueblo y preguntar cuál era la mejor solución.

El notario, que como mucha gente hace en esta vida, se movía sólo por dinero, preguntó:
–¿Hay ya certificado médico del fallecimiento?

–No –respondieron ellos, pues habían dejado ese trámite en segundo orden, ya que el principal interés de ambos era solucionar lo antes posible el asunto de la herencia. 

–Mirad, yo soy un fedatario público –dijo el notario–, es decir, que doy fe de lo que veo, y no tengo por qué saber ni entender sobre la vida y la muerte. De modo que iré a casa de vuestro padre, lo hallaré en el lecho y le preguntaré el deseo con respecto a sus propiedades, y en cuanto yo vea que él responde con un gesto de su cabeza, a mí me es suficiente; luego estamparemos su firma dactilar en el documento y ¡santas pascuas!

De manera que los hermanos prepararon el asunto mostrándole al notario los títulos de propiedad para que redactase de urgencia el testamento, y manifestándole el acuerdo de ambos sobre los bienes del fallecido: para el mayor, la casa; para el menor, la tierra; y en cuanto al dinero, a partes iguales para ambos.

Llegado el notario al domicilio del pobre Morinio, los hijos le hicieron pasar a la habitación donde estaba el lecho mortuorio con el fiambre, y una vez en el interior los tres (más el finado, cuatro), cerraron la puerta por dentro con un pestillo y se dispusieron a efectuar el acto testamentario.

–¡Morinio Artéllez! –preguntó el notario con voz autoritaria–, ¿está usted de acuerdo en dejar por herencia esta casa a su hijo Pauliano?

Los hijos habían atado un hilo de pescar a la mandíbula del muerto, pasándolo, casi invisible, por debajo de la sábana que lo cubría hasta la barbilla. De manera que ante la pregunta de rigor, ellos dieron unos tironcitos suaves desde los pies de la cama y la cabeza inerte del padre se movió en sentido afirmativo, como así estaba tramado.

–Muy bien –dijo el notario con aplomo.

Después pasó a hacer la segunda pregunta sobre las tierras.

–¡Morinio Artéllez!, ¿está usted de acuerdo en dejar por herencia la finca del campo a su hijo Castiano?

La cabeza del hombre, todavía sin haber adquirido el rigor mortis, dijo que sí de nuevo bajo el truco del sedal.

Sólo quedaba ya por adjudicar la cuenta del banco, que ellos habían decidido lógicamente la mitad para cada uno; y esa era la pregunta de rigor que debía formular el granuja del notario. Mas éste, para sorpresa de los dos hijos, inquirió al hombre de la cama otra muy distinta:

–¡Morinio Artéllez! –dijo el tipo con voz alta y clara–, ¿está usted de acuerdo en que todos los dineros de la cuenta bancaria que posee me sean legados a mí, Don Fulano de Tal y Tal, ilustre notario de esta villa?

Los hijos se quedaron estupefactos por el cambio de planes, y, además, sólo habían preparado un hilo para responder afirmativamente y no habían pensado en otro mecanismo que sirviera para negar con la cabeza. Así que la cabeza del padre se mantuvo inmóvil. Por lo que el señor notario repitió la pregunta, y de nuevo no hubo respuesta.

Entonces dijo, siempre mirando hacia el cadáver yaciente: “voy a repetir por tercera y última vez la pregunta, y si no me responde usted con su cabeza en ésta, tampoco consideraré válidas las anteriores respuestas, y, por consiguiente, no habrá testamento que valga”.

–¡Morinio Artéllez!, ¿consiente usted libremente en que la cantidad total de su cuenta del banco pase, a título de herencia, a mi propiedad?

Entonces, de muy mala gana, el hilo se movió en el único sentido en que podía y la cabeza yaciente dijo que sí.
©Joaquín Gómez Carrillo

25/12/11

Segundo cuento de Navidad: «Para qué sirve el Sol»

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Mi nieta Paula en su 3º cumpleaños
Dicen que existió una vez un pequeño reino muy lejano, donde los hombres y las mujeres habían olvidado por completo para qué servía el sol en realidad.

Entonces los ingenieros, con su ciencia y sus infalibles cálculos matemáticos, pensaban que el sol no era otra cosa que una fuente inmensa de energía, por lo que construyeron centrales donde producir agua caliente y electricidad para las casas y las fábricas.

Los botánicos por su parte defendían que el sol era el causante del milagro de la fotosíntesis en las plantas. «Sin el sol –decían ellos juiciosamente– no habría árboles ni flores en la Tierra, ni existiría la vida en este planeta.»

En cambio, los agricultores del plástico concebían al astro rey como la gran “estufa” que calentaba el negocio de sus invernaderos, donde podían producir tomates y hortalizas todos los meses del año.

Y ya las personas beneficiarias de la sociedad del ocio tenían por seguro que la mejor utilidad del sol era dejar que sus rayos envolviesen sus cuerpos desnudos en la playa. Por lo que se tendían en la arena como lagartos y soportaban su caricia abrasadora hasta límites perjudiciales para la salud.

Pero a pesar de ser aquél un país adelantado y moderno, existían grandes diferencias entre las personas, y mucha gente pensaba que había seres con menos derechos que otros, según fuera su raza, su procedencia o su condición social; incluso en las calles céntricas de sus ciudades, frente a lujosos establecimientos, habitaban entre cartones las gentes del “cuarto mundo”. Por lo que en cierto modo bien podría decirse que aquélla era una sociedad injusta e insolidaria.

Pero llegó a ocurrir que una niña llamada Paula, tan pequeña que aún solía usar chupete para dormir, dijo un día soleado, cuando estaba paseando con su abuelo por el parque:

–El Sol sirve para que todas las personas se sientan iguales, pues para todas ellas sale sin distinción.

Entonces el abuelo lo mandó escribir así en los periódicos y en internet; de manera que, a partir de aquel día, la gente comenzó a tomar conciencia y a ser más justa. Y no sólo en aquel pequeño reino, sino que con la globalización de las comunicaciones, hasta en el último rincón de nuestro Planeta empezó a formarse la conciencia colectiva de que todas las personas somos iguales bajo el sol, pues para todas, sin ninguna distinción, amanece todas las mañanas y éste allana con su luz nuestras diferencias.
©Joaquín Gómez Carrillo

27/8/11

El labrador y el tejero

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Desembocadura del río Gandarilla en San Vicente de la Barquera (Cantabria)
Cuentan que había una vez un humilde aldeano, de nombre Austronio, que tenía dos hijas: Laurilia y Teyla, las cuales eran justamente las dos mitades de su corazón. Cuando éstas crecieron y se convirtieron en dos hermosas jóvenes, se unieron en matrimonio con sendos hombres del otro pueblo que había tras las montañas, los cuales tenían oficios diferentes. La mayor se casó con un labrador llamado Aroclo, que cultivaba tierras de secano donde sembraba trigo y cebada; mientras que la menor lo hizo con un tejero, de nombre  Alciro, que trabajaba la arcilla en la fabricación de ladrillos, tejas y otros productos de barro cocido.

Un día que Austronio echaba a sus hijas mucho de menos, aparejó la burra y se fue a visitar a ambas. Después de varias horas de camino, el hombre llego primero a la casa del yerno labrador. Su hija mayor, Laurilia, dicharachera y melosa, le recibió con gran alegría y le colmó de atenciones. Luego el padre le preguntó que cómo le iban las cosas, y la hija, algo apurada, le hizo saber que su marido y ella habían trabajado duro la tierra, habían arado y sembrado muchas fanegas de trigo, cebada y otros cereales, pero transcurrían los meses y el cielo no les concedía la gracia de la lluvia, cosa que podría dar en la pérdida de la cosecha.

–Por tanto –dijo Laurilia–, si no llueve pronto, todos los esfuerzos y gastos del cultivo habrán resultado baldíos y llegaremos a pasar estrecheces para poder subsistir”.

Austronio, haciéndose cargo de la situación, consoló a su hija diciéndole que tuviese fe en la Providencia, pues no tardarían en llegar las lluvias y se salvaría la mies de los campos y recolectarían abundante grano.

–Ten esperanza, hija, pues ya verás como llueve el cielo y se salva la cosecha de los bancales –le dijo su padre.

Al día siguiente el hombre quiso visitar a su otra hija, y, aunque la mayor le rogaba que se quedase más tiempo en su casa, él se despidió con un abrazo y una frase esperanzadora:

–¡No te preocupes, hija mía, que pronto lloverá!

Cuando Austronio llegó a la casa de Teyla, su hija menor, que era una mujer callada y muy hacendosa, la encontró trabajando en la tejera, codo con codo a su marido. Luego de haberse interesado por la salud de todos, el padre, a solas con su hija, le preguntó que cómo marchaban las cosas. Ella respondió preocupada:

–Mi marido y yo hemos luchado por sacar adelante este negocio –le dijo–; hemos trabajado hasta la extenuación y, en este momento tenemos los secaderos repletos de ladrillos y de tejas para cubrir unos importantes pedidos que nos pueden sacar de apuros; pero si llueve pronto se estropeará todo el trabajo, perderemos la producción y nos arruinaremos.

Por lo que Austronio, comprendiendo la delicada situación, animó a su hija para que se tranquilizase.

–Ten fe en la providencia –le dijo–, ya verás como se mantiene el tiempo seco y sin llover, y todo el ladrillo y la teja que habéis hecho se podrá secar bien y saldréis adelante.

Al otro día, Austronio tomó la burra del ramal para marcharse, aunque su hija no paraba de rogarle que se quedase más tiempo en su casa. Cuando el hombre la abrazó para despedirse, le dijo una frase de esperanza:

–No te preocupes, hija mía, verás como no llueve.

***
(Cuento nº 19 del libro "CUENTOS DEL RINCÓN")
©Joaquín Gómez Carrillo

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Cuentos del Rincón

Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"