Casa típica de la campiña cántabra |
Decíamos en el artículo anterior que las luces del anochecer me confundían y me hacían perder la orientación de los puntos cardinales mientras anhelaba, o temía, llegar a Madrid en aquel tren que había cogido de favor en Albacete cuatro horas después de haber perdido el mío, donde iban mis compañeros de la OJE y mi equipaje.
En el enjambre de vías, previas a la entrada de la Estación de Atocha, el tren aminoró la velocidad y comenzó a traquetearse en los cambios de agujas, al tiempo que todo el mundo agarraba su equipaje y empezaba a tomar posiciones en el pasillo para llegar a la puerta de salida más próxima. Poco a poco el tren fue dejando atrás el páramo de raíles, ramificados como las venas y tendones de una mano, y metiéndose en la zona de andenes. Entonces entró bajo la enorme cubierta metálica de la estación, de 150 m. de larga, donde al fondo se veía un reloj y un gran letrero publicitaba la marca “CERTINA”. (En la actualidad, un complejo ferroviario más moderno, grande y funcional, construido en la “parte de afuera”, alberga las terminales de las vías, mientras que la decimonónica Estación de Atocha, con una bóveda de casi 50 m. de luz y 30 m. de altura, construida al estilo de la escuela de Eiffel, ha quedado como espacio de recreo con un espléndido jardín botánico tropical en su interior).
Entre el tumulto de los viajeros que vomitaban las puertas de los vagones, salí a uno de los andenes centrales. Había otras locomotoras en marcha y los ruidos y la reverberación vibrante de los motores eléctricos se mezclaba con el vocerío de la gente, con los anuncios de los altavoces sobre la llegada o partida de otros trenes, o con los pitidos de los carritos de maletas encadenados que los mozos de estación conducían como demonios por entre los viajeros. Me hallaba en Atocha. ¿Fin de mi viaje? ¿Tendría que recurrir de nuevo al jefe de estación? ¿Presentarme al puesto de la Policía Armada? ¿Poner un telegrama a mi casa?
Entre el ruido y la prisa comencé a caminar hacia el gran vestíbulo de la estación, cuya fachada principal da a la Plaza del Emperador Carlos V. Y entonces sentí por atrás una mano que me agarró con firmeza al tiempo que me decía: “¡Corre, que hay un taxi esperando en la puerta!” Era uno de mis compañeros, los cuales se habían dispersado a lo largo del andén para localizarme entre el gentío.
El Seat 1500 negro, que llevaba una banda lateral roja con el oso y el madroño, ascendió rápido a través del famoso “Escaléxtric de Atocha”, mandado quitar años después por el alcalde Tierno Galván, y se dirigió a toda velocidad hacia la Estación del Norte (hoy, “Príncipe Pío”), la cual había sido construida en su origen por la compañía “Caminos de Hierro del Norte de España”. De esta partía la realeza cuando iba a veranear a San Sebastián, Santander o Comillas, y de esta salió el vagón real la mañana del día 15 de abril de 1931, en el cual huyeron a Francia los familiares del rey, pues él lo había hecho la noche antes, fugitivo, por la calle Mesones de Cieza en dirección Cartagena, donde el crucero “Príncipe Alfonso”, renombrado luego “Libertad”, lo llevaría a Marsella).
Descendimos corriendo a los andenes, bajo cuya cubierta metálica se publicitaba en letras grandes la marca “HENO DE PRAVIA” y cuyos trenes traían a Madrid olor a helechos y brisas del Mar Cantábrico. Y ya con el tiempo justo cogimos el expreso a Santander y, apoyándonos los unos con los otros para dar las cabezadas del sueño, dormitamos toda la noche entre pitadas de la locomotora, frenadas, arrancones y el constante “cataclán-cataclán” de los raíles discontinuos.
Sobre las ocho sería cuando abrí los ojos al notar que el tren se había detenido y que entraba por las ventanillas una brisa fresca con olor a vaquería y a hierba recién segada. Estábamos en Torrelavega. Por primera vez podía admirar la España húmeda, donde a diferencia de los secarrales de Murcia, la lluvia hacía reverdecer los prados y las montañas. Pronto llegamos a Santander y contemplamos los bisontes de Altamira pintados en el interior de la estación de FEVE, anexa a la de RENFE.
En Ramales, el campamento había que montarlo en un hermoso prado junto al río Gándara, afluente del Asón. Desperdigados se elevaban allí grandes árboles que daban sombra, y un canal, construido al parecer para mover un molino, limitaba dicho prado por el lado del río. El canal nacía en una presa cercana, en la que podíamos bañarnos a placer en las horas libres. Aunque fría, el agua era pura y limpia; y el río, como muestra de su carácter torrencial, presentaba un lecho de peñones pulidos donde poníamos a secar la ropa.
El jefe del campamento era de León y se llamaba J. S. Salas, y no sé por qué se dirigió a los murcianos y preguntó que quién sabía manejar bien un hacha. Le dije que yo; y entonces me entregó una sin estrenar, de acero vizcaíno, y me encargó cortar del bosque del otro lado del río un hayedo joven, alto y recto, para el palo de la bandera.
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