Erase una vez un cuento maravilloso, que hace ya muchos años un profesor se complacía en leer a sus alumnos. Aquel hombre, queriendo revelar a los muchachos los inciertos caminos de la vida, les leía todas las semanas un cachito del cuento, mostrándoles a través de sus páginas las veredas seguras de la fantasía. Este afortunado hecho, que quedaría guardado en la parte más querida de nuestros recuerdos, ocurrió una vez en un lugar y en un tiempo, que a continuación diré.
El profesor era un cura sabio y humanista, que siendo él apenas un niño –según me llegaría a contar mucho tiempo después–, había recibido de manos de su padre el más preciado de los regalos: aquel maravilloso cuento, un bonito libro ilustrado a mano en todas sus páginas por el propio autor del texto, que aquel hombre de Dios luego atesoraba como oro en paño, aunque ya algo sobado, es cierto, por el deleite de las muchas relecturas.
Esto que les refiero sucedía los lunes por la tarde, allá por el curso 1968-69. Don Antonio Salas era nuestro profesor de Religión en el instituto y nosotros estudiábamos primer curso de bachillerato. El sacerdote entonces dejaba para otro momento los mandamientos de la Iglesia y las historias de los santos y nos conducía, a los dos grupos de primero (en total, 84 alumnos, y todos varones), hasta el Salón de Actos del centro. Al cura lo recuerdo ahora como si lo estuviera viendo: con su traje seglar (fue de los primeros en el pueblo que se quitaron la sotana), caminando por aquel largo pasillo, y tras él, alegremente, todos nosotros. Don Antonio Salas, al que siempre tendríamos por un hombre justo y respetado, era alto y poseía unos ojos claros, de brillo acuoso, capaces de radiografiar el alma de los pecadores.
El Salón de Actos, del llamado hasta aquel curso «Instituto Laboral», era un espacio amplio y vetusto, aunque algo frío a decir verdad; con luminarias blancas de flúor en un cielo raso curvo, cual caparazón de una tortuga gigante; y con unas butacas sencillas, de asiento abatible y relleno de estopa. Luego, al fondo, bajo un crucifico de hierro colgado en la pared, había un estrado largo de madera, y sobre este, una gran mesa corrida con sillones, a cuyo centro solía sentarse el director en los actos de entrega de diplomas de honor a los alumnos más estudiosos.
Don Antonio Salas, una vez distribuidos todos nosotros en las primeras filas, nos pedía silencio con la mirada, y entonces, abriendo su libro (una edición de Saturnino Calleja, del año 1931), daba comienzo a la lectura de un nuevo capítulo de aquella preciosa historia, que semana tras semana nos mantenía absortos y felices. Pues el hombre, que sabía dar la entonación perfecta a cada frase, cargando su voz con los matices justos para hacernos distinguir las intervenciones de cada uno de los personajillos, se detenía a veces y nos explicaba el sentido de algunas palabras o de algunos párrafos, poniendo ejemplos adecuados a nuestra comprensión.
Estos hechos ocurrían en Cieza durante el mentado curso 1968-69, y el cuento de que les hablo no era otro que «Boliche, Corruquete y Don Tilín», del escritor e ilustrador de cuentos y otras publicaciones, Enrique Castillo Fernández.
Pero miren ustedes que, pasadas las décadas, aquellos compañeros de entonces fuimos valorando cada vez más el tesoro de los recuerdos compartidos. Y entre todas las vivencias, pertenecientes a la edad en que florecen las emociones, hallamos digna de rescatar de la telaraña del tiempo, aquella noble y reiterada de un profesor que nos leía en voz alta un cuento excepcional de aventuras fantásticas.
De modo que, soñando quizá con aquel tiempo pasado, llegué a citar en mis artículos retazos de estas cosas que he referido. Y, como internet hoy en día es un pañuelo, ocurrió algo fascinante: no solo desperté, sin proponérmelo, recuerdos queridos de otras personas en lejanos continentes, las cuales en su niñez amaron la lectura de dicho cuento, sino que una noche, en mi casa, recibí la llamada más grata e inesperada de mi vida: «Yo soy el nieto del autor del cuento "Boliche, Corruquete y Don Tilín"», me dijo el hombre por teléfono. Era Enrique Castillo Ron, científico eminente, autor de un montón de libros y profesor de la Universidad de Cantabria.
Y así nació una fructífera amistad, que al igual que aquella otra, indeleble ya de por vida, entre los compañeros de instituto de la promoción de 1968, esta posee en común el mismo vértice mágico del mentado libro y de unas lecturas del cuento hechas con unción: la que nosotros rememoramos con cariño del cura Don Antonio Salas y la que el propio nieto del autor, según llegaría a confiarme, recuerda nostálgico de boca de su padre.
El profesor Enrique Castillo Ron, amablemente me envió entonces un archivo electrónico del maravilloso cuento de su abuelo (el libro se halla extinguido en edición de papel); y ahora, de acuerdo con su voluntad generosa de ofrecerlo a quienes pueda interesar, me atrevo a hacerlo público a través de internet, utilizando como plataforma para ello este humilde blog literario mío de «El Pico de la Atalaya».
© Joaquín Gómez Carrillo
ENLACES:
• Relato de Enrique Castillo Ron, nieto del autor del cuento
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