INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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26/6/21

Un verano más

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Inauguración de una lámpara colgada del cielo en la Plaza del Sole, a los pies del castillo Castelgrande (Bellinzona, Suiza)

El verano ha venido y nadie sabe cómo ha sido, que diríamos parafraseando al poeta. Pues sí, la primavera se ha pasado volando y ya hemos atravesado el solsticio de verano, que es cuando comienza el estío, con el día más largo y la noche más corta. La Tierra, nuestro precioso planeta, nuestra casa sideral, nuestra nave espacial con la que viajamos todos juntos por el universo, gira alrededor del sol (mal que les pesara a los inquisidores eclesiales del siglo XVII que condenaron a Galileo a la hoguera) a una velocidad espantosa: ciento y pico mil kilómetros por hora, aunque nosotros no lo notemos. Y en su grandioso recorrido pasa por cuatro puntos determinantes: dos solsticios y dos equinoccios. Los primeros son el de verano y el de invierno; y los segundos el de primavera y el de otoño. Pues bien, acabamos de pasar las puertas del verano el pasado día 21 de junio; ¡y ojo, que esto va muy de prisa y tenemos setiembre, con su equinoccio otoñal, en un abrir y cerrar de ojos!

Pero miren lo que les digo, lo importante es que nos deje de una puñetera vez el Covid (que no nos va a dejar hasta que esté vacunada casi toda la población, no de España, sino del mundo mundial). Porque este es un virus muy contagioso y además mutante, y por muy vigiladas que se quieran tener las fronteras de un país, cosa que en España lo que estamos deseando es que pueda venir el turismo rico a mansalva y nos invadan los ingleses y los alemanes, es imposible el aislamiento trasfronterizo; entonces, lo que les decía: o nos vacunamos todos o no hay mucha escapatoria. Así que ojalá se muera el bicho pronto y podamos volver a la vida de siempre, a preocuparnos por otras cosas y a disfrutar de nuevo las fiestas tradicionales a mogollón, ¡hasta reventar los bares y tascas!

Por cierto, ¿saben ustedes si habrá Feria este verano? ¿Habrá castillo en el Arenal del río, traca en el paseo, verbenas en la Plaza de España, pasacalles, Tío de la Pita, tascas cerveceras? Si no los hay, como el año pasado no los hubo, bien podían, los gestores municipales, echar esas perricas en otra cosa perentoria; por ejemplo, en esas personas que escarban en los contenedores y se meten a la boca lo que sacan de las bolsas de basura rotas y medio podridas, ¡qué pena! ¿No? ¿Qué les parece? ¿Quién debe hacerse cargo de remediar la pobreza extrema; la Comunidad Autónoma, el Estado español, la Iglesia Católica, las ONG, los vecinos motu proprio, el ayuntamiento del pueblo? No sé, ¿ustedes qué piensan? Yo, a veces, le he bajado un cacho de pan y unas latas al pobre magrebí que hurgaba en el contenedor de mi puerta. Pero eso no soluciona nada.

Miren España se define en el artículo primero de la Constitución como «…Un estado social y democrático». ¿Qué significa eso? Muy sencillo: que los poderes públicos, ¡todos!, de todas las administraciones, han de trabajar por el bienestar de la ciudadanía, y gestionar los fondos públicos de tal manera que vengan a paliar las necesidades básicas de personas, de las familias y de colectivos. Un estado social es lo contrario a un estado capitalista puro y duro, donde los ricos son cada día más ricos y los pobretones no pueden sacar los pies de las aguaeras.

Por eso decía —disculpen, que ya casi me salgo de parva—, que los gastos ahorrados en pólvora, y demás desembolsos relativos a las fiestas locales que no puedan realizarse (que ojalá sí se puedan), pues que se contabilicen bien y se destinen a hacer una pizca de justicia con las personas, no ya en riesgo de exclusión, sino aquellas excluidas del todo. Y he dicho «hacer justicia», porque caridad ya la hace Cáritas (por poner un ejemplo de ONG que se carga y se encarga muchas veces en atender lo que no atienden —y deberían— las administraciones públicas).

Y en relación con ayudar a las personas que llegan a España con el legítimo deseo de buscar otro horizonte que no sea el de la pobreza y la inseguridad, endémicas de sus respectivos países, es independiente de que se controle esa población flotante de personas sin papeles, sin casa, sin medios de higiene, sin alimentación adecuada y que está por ahí metida en verdaderos agujeros indignos: casuchas medio hundidas o naves abandonadas, llenas de ratas, a la espera de que alguien les contrate para echar unas peonadas en el campo. Un estado social no puede permitirse hacer la vista gorda con esa parte de la población.

Miren, por razones personales o familiares, he visitado varias veces el cantón suizo del Ticino (es la parte en que se habla italiano), y, sobre todo, su capital administrativa: Bellinzona (trabajaba allí mi hija Victoria como arquitecta). Claro que no hay comparación entre churras y merinas, me van ustedes a decir, pero allí dos de las cosas que tienen perfectamente contraladas son la inmigración y los pobres. Bellinzona es una ciudad pequeña, limpia como un sol, con un casco histórico medieval y con sus tres castillos; el más majestuoso: «Castelgrande», sobre una enorme colina rocosa en el corazón del barrio viejo de la ciudad. Pues bien, en relación con la pobreza, no la hay en el grado que aquí puede verse. Controlados por el municipio (se llama así el ayuntamiento), hay tan solo «dos pobres oficiales»: un chino al que le autorizan a vender rosas de plástico por los restaurantes y terrazas de las cafeterías, y una peruana o boliviana, vestida con pollera y hongo, a la que le autorizan rascar un charango para estimular la virtud de la caridad a los viandantes en la «Piazza del Sole» (justo a los pies del castillo Castelgrande).

Es una anécdota nada más, lo de Suiza. Esto es España, y aquí, Cieza (Murcia), pero hombre, algún control y alguna ayuda a las personas que pasan extrema necesidad (moras o cristianas), es de ley hacer.
©Joaquín Gómez Carrillo

 

16/1/21

La sociedad jubilada

 .

Puente colgante sobre el río Segura en el estrecho del Solvente (Valle de Ricote)


Hace algún tiempo que me viene rondando por la cabeza este tema y he decidido abordarlo por fin como dios me encamine. Miren, nuestra sociedad derrocha recursos, de todo tipo; derrocha energía, alimentos, agua, partidas económicas, etc. Solo hay que parar un poco y darse cuenta de cómo en nuestra forma de vida (hablo de España, aunque otros países ricos no le irán mucho a la zaga) se tira, se desaprovecha y se desprecia un montón de cosas necesarias y buenas. Y, ojo, esto no quiere decir que nademos en la abundancia, no; lo que pasa es que mientras hay sectores de población que sufren carencias de lo más básico para vivir, otros, incluidas las administraciones públicas, malgastan a troche y moche.

Pero a lo que voy es que, entre tanta cantidad desaprovechada de recursos en esta sociedad consumista, insolidaria y derrochadora, hay uno fundamental que muy pocas personas se detienen a pensarlo; se trata de las altas capacidades que poseen, en todos los ámbitos, las personas jubiladas; máxime cuando hay enorme cantidad de ellas que pasa a depender del sistema nacional de pensiones a edades relativamente tempranas, es decir ¡por debajo de los sesenta! ¿Cómo no va a preocupar la gran carga económica que soporta el sistema de pensiones? Mientras que por «un saco roto» se está dejando perder una inmensa cantidad de talento humano.

Miren, una de las características de nuestra cultura occidental es que entendemos el trabajo como una carga («…es una lata el trabajar», decía Luis Aguilé); necesario para vivir, pero una obligación, casi bíblica, de «ganar el pan con el sudor de la frente». Y derivado de este sentir general, se contempla el paso a la jubilación como una «liberación». Se concibe esa etapa de la vida como de merecido descanso y disfrute de «todo» el tiempo libre, y como una posibilidad de materializar proyectos o llevar a cabo ilusiones que, en edad laboral, había sido imposible por la sujeción de horarios o escaso tiempo disponible.

Pero a fin de cuentas, te jubilas y dices «¡ya está!, y ahora qué». «¿Tengo ocupaciones para llenar el tiempo libre?» Porque lo que más cansa es no hacer nada. «¿Tengo hobbies, algo que realizar…?» A lo mejor no hay billetes para estar viajando en exceso, o para darse a la vida regalada de forma continua; oye, que hay pensiones, pensioncillas y pensiones de hambre. Algunas personas han tenido que ir al psicólogo por el trauma «posjubilación», o sea, que el retiro les ha «costado una enfermedad». Yo conozco algunos que los han tenido que «echar» del puesto de trabajo por sobrepasar en exceso la edad de jubilación. Los hay que tienen miedo a no hacer nada; horror al vacío.

Pero de una forma o de otra, tanto los que les agobia el cese de su actividad laboral, como los que se jubilan jóvenes todavía (hechos unos pimpollos, ¡madre mía!), son mujeres y hombres muy válidos socialmente; cada cual en los suyo, cada cual con sus capacidades y sus habilidades. Pero a pesar de ello, la sociedad los «aparca», los deja en «vía muerta» y ya no cuenta con ellos, con su valía, con su formación, con su experiencia con su talento. Es un derroche social; ¿no les parece?

Visto desde el lado opuesto, habrá quien diga que se merece el «no hacer nada», el vivir el resto de su vida a cargo de la sociedad sin dar más de sí que lo que aportó en toda su vida laboral. Muy bien; es un punto de vista admisible, respetable y que las leyes contemplan. Otros piensan que la pensión vitalicia de jubilación es la «devolución» de todo lo que habían cotizado en sus años de trabajo. Eso es solo relativamente cierto. El sistema de pensiones en España es solidario, es decir, uno no acumula lo cotizado para luego cobrarlo, no (eso funciona así con los planes privados de jubilación nada más); en realidad, uno cotiza para mantener el sistema y luego cobra de este cuando ya son otros los que lo mantienen. A veces pasa que, tras cuarenta años cotizando, uno se muere y no «recobra» nada de su aportación. Otros, llegan a hacerse muy viejos y obtienen del sistema mucho más de lo que aportaran. Eso es el sistema solidario de pensiones.

Mas la idea que subyace en todo esto es simple: la sociedad mantiene de forma solidaria un ingente número de pensionistas que no aporta nada; solo devengan de las arcas públicas ¿Oiga, pero es que ya aportamos cuando estábamos currando? Muy bien, pero ahora ustedes, jóvenes, sanos, bien formados, con capacidad y experiencia, están cobrando (algunos suculentas pensiones, ¡eh!) y no contribuyen, aunque sea en pequeña medida, a la mejora social. Hablo, si no me han entendido ya lo que pretendo decir, de hacer voluntariados. Nada de obligaciones, nada de madrugones, de esfuerzo penoso, de responsabilidad estresante. No, nada de eso. Pero sí un poquito de colaboración; que uno pueda sentir que sigue siendo útil a los demás, que la sociedad no le ha vuelto la espalda («toma, cobra tu pensión, que ya no vales para otra cosa»).

¿Quién tiene que fomentar este pensamiento, esta posibilidad de aprovechar valiosos recursos personales de sabiduría, experiencia y talento entre las personas jubiladas? Las administraciones públicas. Las concejalías de Personas Mayores, sin ir más lejos; los políticos, que cobran por pensar. Tienen que incentivar, motivar y ofrecer la oportunidad de realizar provechosas actividades de forma voluntaria. Quien quiera disfrutar de vida tranquila, hedonista o sin «complicaciones», que disfrute. Pero a muchos otros jubilados les encantaría ser útiles y tener una «segunda» oportunidad para rendir una pequeña parte de su capacidad y experiencia en beneficio social. Les encantaría  «ganarse» un poquito su pensión solidaria a fin de mes; se lo aseguro.
©Joaquín Gómez Carrillo

 

2/1/21

El timo del sortijón

 

Cresta rocosa de «lomo de iguana» en el cerro longitudinal de «Los Paredones» (para los abaraneros: «Las Ventanicas»).


Hace muchos años se instalaban las atracciones de la Feria en el «Solar de Doña Adela». Era este un lugar mágico al que se accedía por la puerta que daba al Paseo de los Mártires, engalanada al efecto con bombillas de colores. El Solar, como muchos de ustedes recordarán tenía dos niveles, separados por unos escalones desangelados que había llevar mucho cuidado al bajarlos. En la parte de arriba, donde estaban los futbolines que regentaba un hombre cojo, ponían las caseticas de feria más reducidas: la de las escopetuchas de perdigones, con las que había que darle a un palillo mondadientes, vertical, en cuya punta superior llevaba pinchado un Ducados (cosa bien difícil), la de los espejos deformantes, la de los cristobicas (guiñoles),y, entre algunas más, la de una mujer entrada en carnes que rifaba cayadas de caramelo, «¡por una peseta, un garrotazo!», voceaba; la ruleta consistía en una especie de esfera suspendida que giraba en torno a un eje vertical, la cual tenía 36 ventanita de colores en su ecuador que pasaban por delante de una luz interior, de forma que al detenerse quedaba encendido el número agraciado; recuerdo que una noche, harto de mirar y de no fiarme del azar caprichoso, me saqué una rubia del bolsillo y la aposté a un número (‘en el término medio está la virtud’, pensé), y le pedí a la mujer el 18. Ella dijo: «…toma, moreno», y me dio un cartoncillo sobado; después, con su mano grácil y ensortijada, empujó la bola y la echó a rodar como si fuera la del mundo en el día de la creación. ¿Qué dirán ustedes que pasó? Pues que tras completar varias vueltas, a partir del 14 la esfera se notaba «cansada» y fue saltando al 15, al 16, y, casi sin poder superar ya el 17, la inercia luchó con la gravedad y a duras penas venció la primera, o sea, la inercia del empujoncito primario de la mujer, y ¡oh, maravilla!, quedó iluminada la ventanita del 18, el número de mi cartón, que la señora me cambió por una cayada de caramelo de las que tenía colgadas en un cordelico de pita; «¡…un garrotazo para ti, moreno!», proclamó fuerte para darse publicidad.

En el plano de abajo del Solar, que era el espacio más grande, estaban las atracciones de montar: la noria, el tiovivo, la montaña rusa de rulos, los coches de chocar, el tren de la bruja, etc. Y, en medio de aquel barullo de músicas, pitos y voces emocionadas de la juventud, había un hombrecillo, que por lo visto iba de feria en feria ganándose unas peseticas sin engañar a nadie; la cosa era clara: llevaba un taco grande de madera, en el que ponía tres púas generosas a medio clavar y ofrecía apuestas de un duro para que los valientes las clavasen del todo: las tres púas, de tres martillazos certeros, uno a cada una; de conseguirlo, el fulano se llevaba un paquete de ducados, y si no lo conseguía, que era lo más normal, se llevaba un duro menos en el bolsillo. A mí me daba cierta pena aquel hombrecillo, que poseía por todo equipo para ganarse la vida un taco de madera, un martillo y un manojo de púas.

Cuando mis hijas eran pequeñas, solíamos viajar a Madrid por Navidad, o en los días previos a la Navidad, y nos gustaba caminar por la zona centro: visitábamos el Museo del Prado, subíamos por la Carrera de San Gerónimo, nos dábamos una vuelta por la Plaza Mayor, entrábamos al Palacio Real, paseábamos por la Gran Vía; y les hacía fotos con la Nikon en la Plaza de España frente al monumento de Don Quijote y Sancho, en la Plaza de Oriente, donde a diario una mujer se llenaba de gorriones por todo el cuerpo y que poco tiempo después de verla nosotros falleció y salió en el telediario; o también las retrataba en Parque de la Montaña frente al «Templo de Debod» (este templo, procedente del antiguo Egipto, fue regalado a España por parte del presidente egipcio Nasser, cuando el gobierno español colaboró en 1968 en el ingente traslado de templos y monumentos, piedra a piedra, que corrían el peligro de anegarse por las aguas de la enorme presa de Asuán, construida en el Nilo). Y un día, caminando por la Puerta del Sol y tras enseñarles el «Kilómetro cero» de las carreteras radiales españolas, nos ocurrió lo de aquel intento de timo, que no llegó a producirse, ¡vaya!

Bastantes años atrás, yo conocía el Rastro de Madrid (antes incluso de que Patxi Andión hiciera aquel tema tan chulo, «Este el Rastro, señores, vengan y anímense, les vendemos barato con el precio en inglés…». Y había visto funcionar los triles, siempre a hurtadillas de la policía los trileros. Era algo impresionante, y recuerdo que el timador cantaba «¡mil, dos mil; mil, dos mil…!, o sea que apostabas mil pesetas y si acertabas el cubilete de la bolita, te llevabas dos mil. El trilero, mientras no paraba de anunciar su estribillo, iba moviendo los triles ante la concurrencia, y tú comprobabas que era fácil: tenías muy claro en todo momento dónde estaba la bolita; es más, uno de los presentes (el «gancho», seguro) apostaba de vez en cuando un billete verde y trincaba dos mil pelas sin problema; era aparentemente fácil. Yo tenía 17 años entonces y mi única incursión en el azar había sido lo de la garrota de caramelo, no obstante me fijaba en los divertidos movimientos de los cubiletes. Porque, ¡amigo!, cuando la apuesta era de un incauto, ¡ni dios podía adivinar dónde paraba la bolita!

Aquel día de la Puerta del Sol, mi mujer, mis hijas y yo, íbamos llegando a la esquina de la Calle Carretas, cuando vi al hombre sacarse del bolsillo un papel arrugado en el que envolvía una sortija de gran tamaño; el pobre llegó derecho a mí y, haciendo como que desconfiaba de todo el mundo, me ofreció de tapadillo aquella «inmensa ganga de oro macizo» que llevaba escondida. Me acordé entonces de aquel otro de las púas del Solar y casi me dieron ganas de comprársela (a precio del «Tío del serrín», claro). Pero no. Le dije gracias y luego expliqué a mis hijas en qué consistía el «timo del sortijón». 
©Joaquín Gómez Carrillo

 

27/12/20

No estamos perdidos

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En primer plano, atochar de esparto en el monte de la Atalaya; en segundo, la ciudad con casco histórico, donde se ven sus cinco «cuestas» que antaño morían en la Acequia del Fatego y que hoy acaban en la Ronda Poniente.

Esta tarde, en un espacio público urbano, veo a unos niños (no tendrían más de nueve o diez años) con una tabla arrancada de un banco de madera; jugaban con ella, la arrastraban, la llevaban de acá para allá o la colocaban apoyada en otro banco para hacer funambulismo sobre ella. Con suavidad, y a modo de consejo, les digo que la dejen después en el banco roto (desgajado sin duda por gente de esa que disfruta rompiendo el mobiliario urbano, que hay que reconocer que algunos fulanos hacen grandes esfuerzos para torcer hierros o arrancar maderas, a punto de enriñonarse, vamos…). «Ponedla luego en aquel banco para que lo arreglen», les digo a los niños, que están enjugascados y no me hacen caso; aunque pienso que como no la ponga Rita la cantaora, la tabla desaparecerá y el banco quedará destrozado.

¿Y saben de qué me he acordado entonces? De la estupenda película «Un franco, 14 pesetas», protagonizada y dirigida por el brillante actor Carlos Iglesias (el que hacía de Benito, de la serie «Manos a la obra», ¿recuerdan?, ¡qué panzás de reír…!). Me he acordado de aquella sociedad española de los años sesenta, deprimida en lo económico y en otros órdenes, y que se refleja tan bien en la película. Y he traído a la cabeza aquella escena de cuando el matrimonio de emigrantes regresa de nuevo a España para quedarse, porque la tierra y la familia tiran mucho, y entonces el hijo (un niño con educación inculcada en un colegio de Suiza) contempla con tristeza la estampa de una sociedad extraña cuando menos para él, y ve con estupefacción a otros críos de aquel barrio pobre de sus abuelos que, por hacer algo, maltratan un perro.

¿Hemos avanzado mucho de los años sesenta hacia acá? Hombre, en lo económico sí; la prueba es que ahora los migrantes desean venir a España a vida o muerte; en los sesenta no venían ni con las puertas abiertas, ¿para qué iban a venir, si estábamos a nivel de Marruecos o peor que Argelia, que ya es decir… ¿Pero, y en lo social, en lo cultural o en lo educativo, estamos mucho mejor? Pues yo creo que también hemos progresado. Ya en la década de los sesenta el gobierno comenzó a becar a muchos estudiantes y se dio mucha importancia a lo que entonces se llamaba «la igualdad de oportunidades». En base a los programas de «igualdad de oportunidades», se concedían «becas salario» a los buenos estudiantes, pues de alguna forma se premiaba el esfuerzo; de forma que aquellas «becas salario» venían, no solo a sufragar los estudios, de secundaria o universitarios, del alumno que cumplía los requisitos, sino a proporcionar a la familia un aporte económico por lo que «dejaba de ingresar» de parte de aquel hijo o hija que les había salido aplicado en los estudios (por entonces la idea de los ingresos familiares incluía el rendimiento de los hijos conforme tenían edad para trabajar). De forma que a partir de la mentada década, empezaron a entrar en las universidades, los hijos o hijas de los braceros, de los jornaleros y demás gentes humildes. Pudieron hacer carreras y salir maestros, médicos, abogados o ingenieros, los hijos y las hijas de los hilaores o las picaoras. Por ello no se puede negar que desde entonces acá hayamos avanzado algo en ese aspecto.

Pero, ¿y en valores? Bueno, ese es otro cantar. Llegó la democracia con las libertades, y existía una base de respeto y tolerancia en la sociedad para ello; incluso un deseo unánime de vivir la libertad, aunque bien es verdad que había un desfase enorme en relación a las sociedades de otros países europeos. Ahora el tiempo ha pasado, los valores ha ido cayendo y en muchos casos, muchas personas no saben ni siquiera cómo gestionar su propia libertad y la confunde con el libertinaje. Por norma general, la política se ha maleado y desde algunos liderazgos ideológicos prefieren una sociedad crispada y dócil para el careo ovejero. No se maltratan los perros, como Carlos Iglesias reflejó en aquella impactante escena de su película, pero se palpa la ineducación cívica por doquier, con el agravante del irrespeto general. (Reconozco que me la he jugado al decirles a los niños que dejaran la tabla arrancada del banco en su sitio; podía haberme oído alguno de sus progenitores y soltarme una fresca; porque esa es otra: ante la mala educación uno tiene que andarse con pies de plomo).

No obstante, he pensado después ‘no estamos perdidos’, hay personas en nuestra sociedad con mucha cultura y sobrada educación; sí, aquí en Cieza mismo; están por la calle y son personas como nosotros, aunque no se les advierte; hay niños bien educados, a los que sus padres les han inculcado los buenos modales y las buenas formas, a los que les han enseñado a respetar lo ajeno: lo público y lo privado. Esos niños son nuestra salvación como sociedad; serán buenos sanitarios, buenos docentes, buenos funcionarios, bueno ciudadanos en general, y llevarán adelante nuestro modelo social, y no dudo que lo mejorarán; algunos de ellos, los más valiosos, tendrán que emigrar al extranjero, porque fuera de España encontrarán mejor acogida, y allí rendirán entonces su valía, después de haberse formado en nuestras universidades a costa de los recursos públicos de nuestro país y del apoyo y contribución de sus familias (mi hija Victoria Elena, arquitecta, ha tenido que ser emigrante durante 6 años en Suiza; de modo que allí progresan mejor con los mejores; pues ya no son aquellos emigrantes del hambre de los sesenta los que ahora han de buscarse camino en el extranjero, sino jóvenes titulados que aquí se minusvaloran).

¿Se va pareciendo nuestra sociedad a la de aquella sociedad suiza de la película «Un franco, 14 pesetas», o mejor, a la actual que yo he conocido en mis recientes viajes al país helvético? Rotundamente, no; aquí nosotros estamos, pero que muy lejos; y, les digo la verdad: descorazona bastante comprobar la diferencia. Miren, si no educamos bien a los niños en valores humanos y en respeto, en el sentido más amplio de la palabra, no habrá mucho que rascar. Menos mal que uno bien formado, estoy seguro de ello, valdrá por diez de los otros y no estaremos perdidos.
©Joaquín Gómez Carrillo

 

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LOS DIEZ ARTÍCULOS MÁS LEÍDOS EN LOS ÚLTIMOS TREINTA DÍAS

Cuentos del Rincón

Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"