INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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8/5/23

Ha sido novela

 .

Ejemplares de mi novela «La patria que nos queda»

En Cieza ha nacido un libro y ha sido novela. Porque un libro puede ser de diverso género literario; por ejemplo, de ensayo, que es cuando su temática y contenido va sobre otro libro, como «Vida de Don Quijote y Sancho», de Miguel de Unamuno, en el cual el que fuera rector magnífico de la Universidad de Salamanca habla nada menos que de «El Quijote» (además, como Unamuno era de Bilbao y tenía la autoestima por las nubes, llegó a afirmar en el prólogo que «…Cervantes nació para escribir el Quijote, y él para comentarlo»); otra gran obra de este género —de ensayo, les decía— es «El infinito en un junco», de Irene Vallejo (léanlo si pueden, es buenísimo), donde la autora zaragozana hace todo un ambicioso recorrido con pelos y señales por la literatura universal, y nos desvela en su libro una cosa muy chocante: aquellos antiguos, que escribían y reescribían sin parar en rollos de papiro las obras de los clásicos, no sabían leer con la vista como nosotros; tenían que verbalizar, pronunciar, con la boca y en voz alta las palabras de los textos; o sea, que miren cómo hemos evolucionado en la interpretación del lenguaje escrito.

La reciente novela ciezana que les apuntaba al principio se titula «La patria que nos queda», cuyo autor es este humilde servidor de ustedes. Y miren, los libros son como palomas mensajeras, que las sueltan y vuelan hasta tierras lejanas; sin embargo, hay obras que tienen raíces, que están amarradas a un lugar, a una sociedad y a una época, que aunque tengan inclinación por recorrer mundo, siempre volverán al palomar donde se criaron, pues pertenecen a la tierra, a la gente, a la pequeña historia de cuando fuimos niños una vez. Esto es el libro «La patria que nos queda», una apuesta por los sentimientos, por los recuerdos más puros de aquel tiempo en que andábamos en el mes de abril buscando nidos por las ramas de los olivos y acudíamos a una escuela para pobres, donde la maestra o el maestro nos desasnaba con paciencia y con más amor que medios.

Otro género literario es el cuento, el relato corto; y, de entre los libros de cuentos, recuerdo «El llano en llamas», de Juan Rulfo; no hay un libro de cuentos más desgarrador y más pegado a la tierra —mexicana, de su autor—; los personajes de los diecisiete cuentos del libro se esfuerzan por sobrevivir con una lucha tan grande y tan inútil, que es como si llevaran la boca llena de tierra para pedir ayuda.

Mi novela «La patria que nos queda» tiene un intenso sabor a Cieza, aunque todos los topónimos son inventados, como la «Sierra de la mujer muerta», la «Finca de las Toperas», el «Pantano de la Reina Regidora», la «Escuela de Los Puntales», el paraje «La Embrujá», «La Quebrada», la  «Sierra del Ahorcao», el «Carril de las Tendías», el  «Cabezo de la Culebra» o el paraje «Los llanos». Todos los lugares y caminos ocupan un mapa ficticio, que el lector irá imaginando paso a paso, página a página, como si estuviera viéndolo en un paisaje mental, interior. Es la magia y la libertad de creación compartida, la complicidad perfecta entre el escritor y el lector, entre mi actividad creadora y su imaginación lectora.

El teatro es un género literario con trayectoria de miles de años; antes de que Jesucristo anduviera por el mundo ya estaban escribiéndose y representándose obras de teatro, algunas de gran renombre han llegado a nuestros días, a nuestros escenarios. Tan ingente cantidad de  buenísimas obras teatrales se han escrito, que sería un atrevimiento citar aquí sólo una; sin embargo, por cercano y admirado, se me ocurre Lorca: «La Casa de Bernarda Alba», del gran Federico García Lorca; en ella, el de Fuente Vaqueros, dramatiza la esencia más oscura de aquella Andalucía profunda.

El género novela es lo más parecido a la creación de la humanidad: el autor, cual un pequeño dios con poderes ilimitados, pone en circulación dentro del relato cuantos personajes desea, algunos, qué duda cabe, un tanto hechos a su propia imagen y semejanza; luego, gobierna sus destinos, sus vidas y su muerte; les atribuye cualidades y defectos humanos, y les insufla sentimientos nobles o ideas perversas. Una buena novela es un mundo dentro de este, un viaje por la imaginación, una fiesta para los sentidos. Hay novelas universales, buenísimas, y es muy aventurado mentar un título sin que ello pueda parecer un agravio comparativo hacia otras; mas de la amplia y variada predilección que tengo, me decanto por el amor: «El amor en los tiempos del cólera», de Gabriel García Márquez; no he releído (varias veces) mejor libro de ese género y temática.

Mi libro «La patria que nos queda» acaba de echar a andar por esta tierra ciezana, y poco a poco irá desbordando los límites de este paisaje noble que le vio nacer, que es el mismo que me vio nacer a mí, su autor (hoy mismo he firmado uno que parte para Barcelona). Es una novela cuyo epicentro se ancla en una escuela rural de mitad de los sesenta (el curso escolar 1965-1966), y cuyo hilo conductor no es otro que los recuerdos queridos de la niñez, esa patria que todos reconoceremos nuestra cuando los años hayan estragado, no solo la flor efímera de la juventud, sino la mitad más un cuarto de nuestras vidas.

El género poético es esencial en la literatura, es como el amanecer o el declinar del día, es la prueba material de que somos humanos, bellos, de que vivimos, de que amamos la armonía en una descripción, en una queja, en un lamento, en un acto de amor noble o en el erotismo puro de «La casada infiel», del mentado Federico.

«¿Por qué deberían leer “La patria que nos queda”?» —me preguntó en la presentación de mi libro María Luisa, de Onda Cieza (mi sincera gratitud aquí hacia ella)—. Respondí que, al menos, por la razón sencilla de que si para mí fue gozoso escribirlo, para los lectores, cuando se conecten mentalmente conmigo a través de la muda y mágica comunicación de la literatura, que, no olvidemos, es la más perfecta inventada por los seres humanos desde que el mundo es mundo, será igualmente divertido para ellos leerlo.
©Joaquín Gómez Carrillo

19/8/11

Ordenanzas de la Villa de Cieza

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Ordenanzas de la Villa de Cieza
Hace tiempo, organizando algunas cosas en mi biblioteca, ya saben ustedes: libros, carpetas y papelotes que se van acumulando con el paso del tiempo, hallé algo muy interesante que tenía casi olvidado: unas ordenanzas del Ayuntamiento de Cieza de hace más de un siglo.

En la portada pone con letras grandes: “Ordenanzas municipales de la Villa de Cieza”; más abajo, el escudo de “Por pasar la puente nos dieron la muerte”, y luego, al pie de la página, viene el nombre de la tipografía donde se imprimieron, el domicilio de ésta y el año. Dice textualmente: “Tip. de Ramón María Capdevila. Paseo de Marín-Barnuevo. 1905”.

El original debió de tratarse de un librillo de poco más de 50 páginas, editado con gusto, como se hacían las cosas antes, y orientado a su divulgación entre la población “alfabeta”. En cuanto al contenido, a diferencia de las que se promulgan en la actualidad, que se ocupan por separado de áreas o materias específicas, estas ordenanzas municipales de que les hablo conformaban una sola norma, extensa, de más de 100 artículos, que abarcaba y regía diversos aspectos de la vida cotidiana de aquellos ciezanos de principios del siglo XX.

Lo primero que nos llama la atención es su título: Cieza era por aquel entonces una Villa, que lo había sido de realengo y con cinco privilegios rodados (en la actualidad se han podido rescatar tres de ellos, cuya reproducción en imitación de pergamino pueden ustedes conseguir en la Oficina Municipal de Turismo), ya que aún no había recibido el título de “ciudad”, que le sería otorgado por el Rey Alfonso XIII en el año 1928, como me asegura el médico e historiador local Antonio Ballesteros Baldrich. También es de destacar la denominación original del Paseo: “de Marín-Barnuevo” (luego le pondrían “de los Mártires”, en alusión a los caídos de un lado de la ira durante la Guerra Civil, y más tarde lo dejarían sin nombre: “Paseo” a secas).

Y ya, hojeando el librillo, compruebo que el texto de la norma está conformado cual una pequeña “constitución”, donde hay un Título Preliminar, el más largo, en el cual se establece una estructura territorial a efectos administrativos, al que le siguen otros 15 capítulos, que abundan mayormente sobre aspectos de convivencia cívica.

Dicho Título Preliminar, como les decía, se ocupa del “Término municipal de Cieza y su división”. En los artículos 1 y 2 se especifican los límites territoriales del municipio (que como ustedes saben éste tiene frontera con Ricote, Abarán, Jumilla, Hellín y Calasparra), mientras que el artículo 3 establece, “para su organización”, una división municipal por distritos: cuatro en total, coincidiendo con el mismo número de tenientes de alcalde, según la legislación municipal de la época. Parece dar a entender que de cada distrito se encargaba un teniente de alcalde. (Ahora son siete los tenientes de alcalde, de acuerdo con la ley, y la organización administrativa es por materias: el Alcalde delega y revoca libremente en los concejales el ejercicio de determinadas atribuciones).

Seguidamente se expresa la composición de dichos distritos, enumerando la totalidad de calles que los conformaban, que por cierto, algunos nombres de éstas se han perdido o, quizá no habiendo pasado a formar parte del dominio popular, nadie se ha molestado luego en recuperarlos, tales como “Barbacana”, “Manga”, “Plaza de Comisario”, “Margallo”, “Muguruza”, “Puigcerver”, “Callejón de las Monjas”, “Puerta de Madrid”, “Reina Regente” o “Calle Libertad”, que como una burla del destino era precisamente donde estaba la cárcel (el actual Camino de Murcia).

Mas a diferencia de los tres primeros distritos, que eran estrictamente urbanos, al cuarto pertenecían también los “partidos rurales”, es decir, los campos de nuestro término municipal (por entonces bastante poblados), y es una delicia leer el listado de parajes, cuyos nombres, ordenados alfabéticamente, pasan de ochenta, tales como Cajitán, Calvo, Calzada, Canadillo, Carrasquilla, Carrichosa o Carrizalejo; o como Macetúa, Madroñal, Malojo, Máquina Fija, Mingrano, Moresno o Multa (hoy en día, Murta).

Luego, de los artículos 6 al 12, las ordenanzas hacen una interesantísima descripción de los terrenos de cultivo, distinguiendo entre los que eran de regadío y los de secano. Se citan asimismo, junto con todos los parajes que fertilizan sus aguas, las cuatro acequias principales de Cieza, entonces hermosos cursos de agua a cielo abierto entre quijeros de tierra: “Acequia de la Andelma”, “Acequia de los Charcos y Fatego”, “Acequia de Don Gonzalo” y “Acequia del Horno” (las dos primeras son las más cercanas al río, de las cuales, entonces incontaminadas y pobladas de peces, salvo el tramo del Fatego, la gente tomaba el agua para beber; mientras que en las dos segundas, las que discurren a una cota superior, estaban los entradores para lavar y abrevar los animales). Además se mientan otros manantiales, públicos o privados, como el de la Fuente del Ojo, cuyo caudal de agua alimentaba el Lavadero Público, movía el Molinico de la Huerta y regaba cientos de tahúllas de oliveras.

Igualmente se nombran todos los parajes cuyas tierras eran laborables de secano, como Ermiticas, Lomas, Praicos..., Herrada, Cárcavo, Losares..., Mingrano, Cencerro, Quinto..., Ringondango, Corredera, Elipe..., etc.; tierras todas labradas con pares de mulas o yuntas de bueyes, y donde se realizaban las sementeras de los cereales panificables: trigos, cebadas, centenos, jejas o avenas.

Después, en un extenso artículo 13 se hace una relación completa de 42 lotes de montes del término que estaban excluidos de venta por parte del Estado, como la Melera, los Paredones, el Picarcho, la Longaniza, el Almorchón, los Cabezos Negros..., etc. (Existe al respecto una sentencia del Tribunal Supremo, del 11 de febrero de 1873, publicada en La Gaceta de Madrid el 19 de marzo de ese año, cuya copia me facilita Fernando Marín Ortega, por la cual se declaran de aprovechamiento comunal y no enajenables los montes de Cieza, en cuanto a pastos y esparto se refiere).

En el artículo 15, que da fin al Título Preliminar, se nombran las veredas “conocidas y deslindadas”, Y cita asimismo nueve de ellas, haciendo descripción exhaustiva de por dónde pasaban y con cuáles enlazaban: toda una red de vías pecuarias para el tránsito de ganados de una parte a otra del término municipal, que cruzaban el río por los llamados “vados” y saltaban los montes por los collados. (En la actualidad, la mayoría de estas rutas de dominio público han sido tragadas por roturaciones, cultivos y edificaciones privados sin que nadie levante un dedo para impedirlo. Es lo que hay).

Los nombres de estas veredas son (o eran): 1ª “Vereda del Brazo del Fraile”; 2ª “Vereda de la Loma Pinosa”; 3ª “Vereda de los Charcos”; 4ª “Vereda de los Cabañiles”; 5ª “Vereda del Puente”; 6ª “Vereda de las Platas”; 7ª “Vereda de la Casilla de la Cuesta de Santalarroz”; 8ª “Vereda del Realejo”; y 9ª “Vereda de Calasparra”.

El Capítulo I trata de las “Festividades religiosas”, como no podía ser de otra manera. Lo cual ha variado poco hasta hoy en cuanto a las procesiones de Semana Santa se refiere, salvo que ahora, muy a pesar nuestro, ha aumentado el irrespeto de la gente que acude a verlas. (Ya saben ustedes: muchos chicos jóvenes, y menos jóvenes, de ambos sexos, se sientan por el suelo de cualquier manera y comen pipas sin parar, escupiendo las cáscaras como los hámsteres).

El Capítulo II trata de las “Fiestas populares y Civiles”, que según las Ordenanzas “se titulan: el Carnaval, Feria y fiestas de Navidad, funciones de Teatro, de Toros, de Circo ecuestre, de bailes y de cuantas romerías o espectáculos se consientan”.

Para las citadas fiestas se establecen ciertas normas de comportamiento del público participante, que la autoridad podrá hacer cumplir de forma coercitiva; por ejemplo: en los carnavales podrá obligar a quitarse la careta a quien no “guardare el decoro u ofendiere a la moral”. (¡Hombre, no sólo en carnaval convendría poder quitar la careta a algunos hoy en día...!) También advierte, en relación con el teatro, que “los artistas que tomen parte en la función tienen el deber de guardar al público respeto y consideración”. (¡Eso está muy bien!, no fueran a venir los listillos de los titiriteros a darles sopas con honda a los ciezanos; ¡hasta ahí podíamos llegar, hombre!)

Otra cosa que a mí particularmente me inquieta es cuando se dice que “En las funciones de vacas y toros, no se permitirá en ningún caso salir a la plaza a los menores de 16 años y a los ancianos”. (¡Pero qué arrojo el de aquellos viejos de antes, que por lo visto, a la que te descuidabas, se tiraban como espontáneos a lucirse con unos capotazos!)

Y un último asunto preocupante es cuando se advierte, en relación con los encierros, pues entonces traían los toros andando por caminos y ve-redas hasta los corrales como la cosa más natural del mundo, que “se prohíbe la aglomeración de personas por donde deban pasar las reses y que las apaleen o hieran” (¡Qué brutos aquellos ciezanos de 1905! ¿Pero en qué cabeza cabe ponerse a apalear a los pobres cornúpetas?)

El Capítulo III se ocupa de “Las Buenas costumbres”. Por supuesto, nada de blasfemar en público (hoy en día, con la mala educación que prospera, vas por el Paseo y oyes a las chitas o los chitos pronunciar palabros más grandes que ellos). También se establece que “incurrirá en responsabilidad el que disparase en la vía pública cualquier arma de fuego” (se ve que por aquel tiempo había fulanos o fulanas de armas tomar, ¡ojo!) Y dice algo muy llamativo, en relación con el comportamiento de los zagales en la calle; escuchen: “Incurrirán en responsabilidad los padres, madres y guardadores que no den a sus hijos y pupilos la instrucción primaria que corresponda con arreglo a su posición y facultades.” (Esto debería estar vigente en la actualidad y obligar a los padres a educar mejor a sus hijos..., pero claro, previamente habría que educarlos a ellos, pues si un ciego guía a otro ciego...)

El Capítulo IV, llamado de “Tránsito público, Comodidad y Orna-to”, establece una serie de normas para las personas en relación al uso de los espacios públicos, como por ejemplo: no dejar seras de paja en las aceras, no atar las caballerías en las rejas o balcones y, ¡pásmense ustedes!, “no excrementar en la calle y rondas de la población”, es decir, que por lo visto algunos mendas salían al oscurecer y, ni cortos ni perezosos, se bajaban los pantalones en cualquier sitio y hacían su necesidad allí donde les venía la gana.

El Capítulo V es muy cortito; se titula: “Aceras”, y hace advertencias tales, como que cuando los vecinos barran la calle, cada uno en su “frontera”, no removerán la grava “que constituye su firme”. (Ya saben ustedes que las calles eran entonces todas de tierra, donde se olía por doquier a cagajones y meados de las bestias, a aguas sucias que arrojaba la gente sin ningún miramiento, y sobre todo a esparto cocido).

El Capítulo VI se ocupa de las “Ventas en la vía pública”.

El Capítulo VII se titula: “Molestias al vecindario”. Entre las prohibiciones está la de “el degüello o matanza de cerdos en la vía pública”. (Seguramente había quienes mataban el gorrino en plena calle, armando la de dios con los berridos del bicho moribundo, con el chuscarrado de éste, el lavatorio de las tripas y el trajín de la sangre y la carne destazada para hacer los embutidos).

En el Capítulo VIII, que trata de la “Protección a los niños”, hay algo que se me cae el alma al suelo cuando lo leo. Dice, por ejemplo: “Se prohíbe sujetar a trabajos superiores a sus fuerzas a los niños, sin que en ningún caso pueda maltratárseles”. ¿Pero qué clase de esclavitud laboral practicarían los empresarios de entonces con los menores, para que el Ayuntamiento viera conveniente dictar este tipo de normas? Luego también dice: “Se prohíbe que los niños, para pasar la noche, se alberguen fuera de su domicilio en los huecos de las puertas y portales.” ¡Madre mía!, ¿qué pobreza habría en esos años en este pueblo para que los niños anduviesen tirados por la calle como los perros y durmiendo donde les pillase?

El Capítulo X hace referencia a “Corredores para compraventa de especies”. Está claro que quería decir “especias”, y da idea de la importancia del comercio de estos productos por su uso para la conservación y condimentación de los alimentos (sepan que el laurel, por ejemplo, pagaba un impuesto en los fielatos, y que algunas especias, en tiempos anteriores, llegaron a igualar su precio en peso con el oro).

El Capítulo XI se dedica a “Vigilancia pública, Alguaciles y Sere-nos”. O sea, que la figura del sereno, que hoy en día se quiere recuperar en algunas capitales, también existía en Cieza recién estrenado el siglo XX, o al menos se contemplaba en la norma.

En el Capítulo XII, de las “Aguas públicas, abrevaderos y aguadores”, trata sobre el tema principal del agua. Habla de las fuentes públicas y de los aguadores que la repartían por la calle con cubas de madera. Y dice una cosa curiosa: “En las aguas públicas con carácter de potables para el vecindario, se prohíbe que se bañen personas, caballerías, perros u otros animales, y sólo lo podrán verificar anualmente en la época que el Alcalde lo conceda”. ¿Cómo se come eso? ¿Una vez al año la gente podía lavarse la roña en el agua que se iban a beber los demás...? Por lo visto, si lo autorizaba el alcalde con carácter anual, no había problema; ya saben: una vez al año, no hace daño; aunque también se dice que “agua corriente, no daña diente”.

El Capítulo XIII habla de “Caballerías y Carruajes”. En él establece toda una serie de pautas para el tránsito de éstos, como por ejemplo: que los carruajes de carga, por la población, irán “al paso”, y los de lujo podrán ir “al trote corto”. Sin duda son formas muy elocuentes de establecer los límites de velocidad en la tracción animal, y de hacer la gracia con según que vehículos, que siempre ha habido clases, ¡oiga!

Las Ordenanzas finalizan con el Capítulo XV, titulado: “Protección a los animales útiles”. Y a mi juicio es todo un alarde de hipocresía legislativa, puesto que en su articulado se prohíbe el maltrato sólo a los animales denominados como “útiles”, a los demás no importa. Pero aún así y todo, las autoridades permitían por activa y por pasiva, la matanza por despanzurramiento de gran número de caballerías en las corridas de toros para el divertimento, que eso es lo lamentable, de un público a todas luces insensible a la crueldad con los animales (incluida la autoridad, que presidía complaciente viendo el siniestro actuar de “los triperos” en el ruedo). ¡Y las caballerías, como ustedes deben saber, eran los animales más útiles al hombre y a la sociedad por entonces y a lo largo de la historia de la humanidad!

Cieza, mes de julio y 2011
©Joaquín Gómez Carrillo
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Cuentos del Rincón

Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"