Grupo de espeleólogos del GECA, de varias generaciones, de visita turística en la Cueva del Puerto |
Cincuenta años después, ella nos estaba esperando. Días antes ya andaba yo deseoso por encontrarnos y verla de nuevo, consciente sin embargo de que nada iba a ser igual a lo que fue; hasta que llegó el momento y supe a ciencia cierta que todo se resolvería en un choque emocional. A ella la hallé bastante cambiada, como no podía ser de otra manera tras las últimas actuaciones para sacarle mayor provecho; es más, la sentí ultrajada, si me permiten el término, en su naturaleza más recóndita, en su parte más húmeda, multicolor, bella y reservada, a donde nosotros, recién acabada nuestra adolescencia y estrenada la primera juventud, entrábamos con deleite. Ella entonces era más natural, y, en un principio, virgen. Su penetración, no obstante, era dificultosa, por la angostura del orificio natural y la estrechez de la entrada hasta su cavidad interior, acogedora y tibia, que nos hacía sentir felices.
Esa mañana habíamos quedado como en los viejos tiempos: a tomar café en los Valencianos, para desde allí partir en los coches al lugar de los recuerdos. Primero apareció Paco Cano, saludándome con un abrazo. Y aunque ahora íbamos ligeros de equipaje (quizá como es propio en la persona con el paso de la edad, cuando tiene que saber desprenderse sin pena de lo accesorio de las cosas y quedarse solo con lo esencial de la vida), sí que albergábamos intacto el caudal de las ilusiones, cual en los tiempos de nuestra pletórica juventud. Ahora ya no cargábamos con las cuerdas, las escalas, los mosquetones, los cascos, los equipos de iluminación, los sacos de dormir, los bidones de agua o las piedras de carburo; sin embargo éramos portadores de un fantástico deseo: viajar en el tiempo al lugar de las emociones.
Desde la Sierra del Puerto, donde aún aparecen despojos carbonizados del último incendio forestal, se columbra un espléndido paisaje. En las últimas décadas, los regadíos nuevos se han ido comiendo la aridez de los secanales de entonces, y, a la luz del sol, esa mañana se veían verdeguear los bancales de las arboledas. Arriba, en mitad de la ladera agreste, a donde conducen las empinadas rampas del camino, se eleva hoy en día un luminoso edificio (los políticos han dado en llamar a estas construcciones, un tanto bastardas, «centros de interpretación», pues está claro que priman los intereses turísticos y la explotación económica de los recursos naturales, aún a costa de «desnaturalizarlos» para siempre).
En este acristalado centro nos sentíamos quizá turistas accidentales, mientras celebrábamos el encuentro con alegría y efusividad. Allí estaban los espeleólogos que hace cinco décadas ascendían aquellas mismas laderas, monte través, con el ímpetu que otorga ser jóvenes y sentirse descubridores de paraísos subterráneos; entonces no había senda ni camino y teníamos que hacerlos al andar. Ahora nos hacíamos fotografías de viejos camaradas y compartíamos recuerdos queridos sobre aquella pasión que nos unió, y que tuvimos la suerte de vivir en la franja de la edad en que se labran para siempre las emociones sanas en el espíritu. Luego, ante una cámara de televisión, nos invitaron a contar experiencias de cuando la espeleología era una actividad tan nueva, que estaba a punto de desvelar el mito de las cavernas.
En la salita de audiovisuales del mentado edificio no estábamos todos los que fuimos, pero Andrés Hurtado, presidente de la Federación de Espeleología de Murcia, celebró con emocionadas palabras el tener allí reunidos a varios de los miembros históricos del grupo GECA de hace diez lustros, junto a chicos y chicas que hoy en día forman parte de él, con la dirección de Pedro Ríos. Cuando me dispuse a hacer unas fotos a los presentes, vi a través de la cámara, entre otros, a Pascual Yuste, a Pepe Hurtado, a J. Luis Sandoval, a Joaquín Parra…, todos antiguos compañeros. Después le cedieron la palabra a Eduardo L. Pascual y este, con la calidad de los buenos oradores, remató su coherente exposición con un «¡Viva la OJE!»; y entonces me di perfectamente cuenta de que el tiempo había pasado, aunque nosotros, los de entonces, en esencia quizá fuésemos aún los mismos. Y fui también consciente de que, cincuenta años después, ella, la fantástica y admirada «Cueva del Puerto», que descubriese el GECA de la OJE de Cieza en 1967, nos estaba esperando.
Sin embargo, cuando vi el nuevo acceso, directo, férreo y brutal, a su parte más sensible y mejor guarda, a donde nosotros, respetuosos siempre con su belleza, entrábamos llenos de admiración, pensé ‘¿qué te han hecho en tus entrañas de diez millones de años?, ¿cómo han podido echar tanto hierro en tu sensible corazón?, ¿qué intereses han primado para desvelar tus secretos más ocultos y nobles…?’
Luego, a través de pasadizos artificiales y rebajes a barreno por salas y galerías con el nombre cambiado, hicimos un pequeño recorrido interior, plagado de elementos ajenos a la naturaleza de la caverna que saltaban a la vista de forma deprimente. Y cuando llegamos a la Sala de las Excéntricas, el «sancta santorum» (maltratado) de la gruta, vi a Juan S. Llamas, codescubridor que fuera de la cueva, retratarse en una actitud casi mística.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA"
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