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Este artículo pone fin a una particular visión evocadora de San Juan Bosco, que, como Dios me ha encaminado, les he resumido en los cuatro anteriores. Mas mi relación con la Parroquia, que realmente se inicia cuando un Don Antonio Salas jovencito me da la primera comunión en aquel humilde almacén, sacralizado provisionalmente, que había un poco más abajo del actual templo, no se ciñe sólo a mi paso como estudiante del Instituto, sino que luego me he sentido siempre cercano a ésta por diversas causas. En la actualidad, y desde hace veinte años, vivo en el barrio, y mis tres hijas han tomado también la primera comunión en esta iglesia. Aunque cayendo un poco en la nostalgia, permítanme decirles que ya nada es igual a lo que era.
Por eso yo quería acabar mencionándoles otras experiencias personales relacionadas con San Juan Bosco y con el cura Salas, que en mi recuerdo, ¡ay!, van siempre inequívocamente unidos.
Primero les diré que Don Antonio, no sólo tenía la virtud de permitir que los jóvenes, cuando entonces lo éramos, nos acercáramos a él, sino que sabía compartir el tesoro de la amistad con muchas otras personas, de todas las edades, aunque no hubiese por medio un vínculo de feligresía. (En este punto les diré que no dejen de leer el librillo que ha editado la Parroquia por su cincuenta aniversario, del cual les hablé al principio).
De la cantidad de personas allegadas a San Juan Bosco, y al que ha sido su párroco hasta su jubilación, me van a permitir que mencione sólo dos nombres: uno es Manuel Torres, hombre que en su juventud fue llevado a pegar tiros a la Guerra Civil, que estuvo de escribiente en la Banca de Martinejo, en el Camino de Madrid, y que luego pasó a ser contable hasta su jubilación en la Fábrica de los Guiraos, donde llevaba al dedillo la contabilidad de esta importante industria conservera, haciendo todas las operaciones matemáticas de cabeza. Manuel Torres, de cuya amistad me honro, es hombre, en el buen sentido de la palabra, bueno, que a sus ¡casi cien años de edad! conserva una memoria prodigiosa. (En el referido libro sale fotografiado al menos en un par de ocasiones).
La otra persona que citaré por su estrecha amistad con el cura Salas es José Antonio Ortuño. Éste hace años que ya no está entre nosotros y el día en que lo llevamos a darle sepultura, yo vi a Don Antonio Salas llorar por dentro cuando lo despidió con una oración en el cementerio.
Ortuño también era de los que, con apenas dieciocho años recién cumplidos, fueron obligados a luchar en la maldita Guerra. Luego, tras muchos avatares, llegó a ser en Cieza un conocido y respetado comerciante de electrodomésticos, con quien yo trabajé durante bastantes años. Y esta es la razón por la cual en ese mismo tiempo visitaba de vez en cuando la Parroquia o la propia casa del cura, para instalar o reparar cualquier aparato.
Entonces llegué a sustituir por completo el equipo de sonido de la iglesia: nuevo amplificador, nuevos micrófonos y excelentes columnas de altavoces que difundían las homilías de Don Antonio en toda la nave, sin ecos ni reverberaciones, como si el cura hablara al oído a cada uno de los feligreses. (No como ahora, que inexplicablemente, y tras colocar otros altavoces y en menor número de puntos, se ha empeorado considerablemente la acústica). También llegué a ponerle nuevos altavoces exteriores, apuntando a los cuatro puntos cardinales del barrio, y cambiarle por otro más moderno aquel viejo tocadiscos Bettor-dual donde había que seguir “pinchando” el disco con los toques de campanas enlatados.
De modo que, durante años, y a través de la empresa de Ortuño, tuve el honor de prestar mis servicios a la Parroquia de San Juan Bosco (igualmente lo hacía en otras iglesias, entre ellas la de San Joaquín, de la cual no dejaré de mencionar a Don José Lafuente, quién ofició mi matrimonio con Mari Egea, y a Don Juan Fernández, el cura que le echó el agua a mis tres hijas: Ana Sofía, Verónica del Alba y Victoria Elena).
Y termino con una anécdota que Don Antonio Salas sabrá perdonarme. Siendo él nuestro profesor de religión, alguna que otra vez nos llegó a confesar que en sus tiempos del seminario, todas las materias impartidas en clase, las daban en latín; de modo que es obvio decir el dominio que poseía, o que posee, de la lengua oficial del Vaticano. Más ocurrió que un día, tras haber avisado de que no funcionaban los altavoces externos, subí hasta la parte alta del edificio (que no era fácil, pues con una escalera había que encaramarse por un ventanuco, caminar por una cornisa y hacer títeres sobre el muro), donde estaban instaladas las bocinas, cuyas carcasas eran de plástico duro, y comprobé la causa de la avería. Entonces descendí de nuevo llevando la prueba de lo que ocurría para enseñársela al cura.
Me acuerdo que estaba el hombre sentado en su despacho de la sacristía (donde años antes me diera clases de latín). “Don Antonio –le dije–, los altavoces, es que los han tiroteao con una escopeta; mirusté los agujeros y los perdigones incrustaos.” Entonces, lleno de asombro, el cura saltó de forma natural: “¡Serán filius meretrice…!”
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INTRODUCCIÓN
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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).
JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).
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17/8/09
¡A las diez, en Madrid!
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Para entonces, Don Antonio Salas había cambiado el Seiscientos por un Cientoveinticuatro, que aparcaba en el atrio de la iglesia, y en el cual solía llevar de acá para allá a algunos de los alumnos más allegados a la Parroquia. No obstante, me sentí halagado cuando, tras las norabuenas por haber hecho el cuarto de bachiller por libre en verano y pasar a quinto en el curso 1971/72 que empezaba, el cura me invitó, junto con los otros compañeros con los que había hecho un viaje por Andalucía, y nos llevó en su coche a convidarnos al Mesón del Moro.
En dicho curso, tanto había aumentado la población estudiantil del instituto que se establecieron turnos. Así que a los de quinto nos tocó dar las clases por la tarde, de las tres a las nueve y media. Y ya, el que más y el que menos, empezábamos a acompañar a las muchachicas (el año antes se había abolido el “apartheid” por razón de sexo en el recreo y podíamos sentarnos juntos en los ventanales, que entonces no tenían rejas). Otros se ennoviaron prematuramente y se les puede ver por ahí todavía de la mano, unidos para siempre, como las golondrinas.
También llegaron profesores de otros centros para engrosar la plantilla de docentes del instituto: entre otros, Don Ambrosio, Doña Pepita Semitiel o Don Julián Garro, quien en la actualidad tiene el record de caminar paseos (el “paseo”, en Cieza, es una unidad de longitud, como lo era el “estadio” en la Grecia antigua). En aquel quinto curso me cupo la suerte de tener de profesor a Don Aurelio Guirao, que el hombre era filósofo y poeta, pero que en la puerta de su casa, en un humilde letrerito bajo el nombre, ponía: “Romanchista”.
La iglesia de San Juan Bosco seguía polarizando en alguna medida la vida estudiantil, siendo como una prolongación del instituto. Y aunque el barrio iba cambiando paulatinamente, la Parroquia continuaba ocupando el confín del pueblo urbanizado. Pues más allá de la Avenida Juan XXIII, y hasta el Campo de Fútbol (donde ahora se sitúa la Plaza de la Bola), seguían estando los huertos de oliveras, regados por tanda con la balsa redonda que había frente al Molinico de la Huerta, la cual se llenaba con aguas del manantial de la Fuente del Ojo. Y entre los olivos, algún que otro reducto de la indrustria de la espartería: gente que andaba para atrás en su trabajo.
Por la Gran Vía aún discurría todo el tráfico de la nacional Madrid-Cartagena y se había colocado el primer semáforo en el pueblo: entre la esquina del Sordo y el bar Buenamar, que era por donde teníamos que cruzar la mayoría de los estudiantes del instituto en los turnos de mañana y tarde. Y en cuya acera, mal pavimentada, había siempre un montón de ferrallas del taller de hierros de Pedro Antonio, y más adelante, con su coche de bomberos, estaba muchos días el Largo revisando las mangueras.
Por Santo Tomás de Aquino, además de la ceremonia religiosa en San Juan Bosco, se organizaban partidos de fútbol, balonmano y baloncesto. El más importante era el que enfrentaba a profesores contra alumnos, que se jugaba en el Campo de Fútbol (me acuerdo de Hoyos y de Mariano).
Durante quinto, sexto y COU, tuvimos otros profesores de Religión, pero eran los años de los curas progres, y en clase y fuera del Centro éstos se empezaban a rodear de grupillos de alumnos en los que había caído la semilla de la política. Curas que nos mostraban señuelos de libertad en un plano aparte de los Evangelios, como en poemas, canciones o películas que elogiaran cualquier cosa prohibida o denostada por el régimen franquista.
Sin embargo, el ambiente de San Juan Bosco seguía siendo fiel a sí mismo: liberal, sin consignas ideológicas; acogedor, sin discriminación política; solidario, sin compromisos; fraterno, sin sectarismo; y cristiano, sin exigencias de fe. Y la única recomendación de Don Antonio Salas, que yo recuerde, es que viésemos la película “Las sandalias del Pescador”.
De aquellos tres últimos cursos del bachillerato tengo otros recuerdos que empiezan a ser divergentes con la Parroquia. Principalmente mi experiencia como espeleólogo del grupo GECA. De modo que en los veranos, tras la temporada de trabajo en la fábrica de los Guiraos (la que estaba en la Estación), que nos pagaban a tres duros la hora echando cajones de fruta a las máquinas, me permitía la aventura de la montaña.
Los sucesos vividos en dichos cursos darían para rellenar muchas páginas, pero sólo quiero citarles dos, de polos muy opuestos:
El 20 de diciembre de 1973, los malditos terroristas de la ETA volaron literalmente a Carrero Blanco. Por la tarde teníamos FEN con el Señor Mendoza y el hombre, confuso, pues desde la dirección del Centro se quería aparentar normalidad, nos dijo por su cuenta y riesgo: “¡señores, vámonos ahora mismo, pues no se puede estar dando clase con el Presidente del Gobierno asesinado!”
El otro hecho ocurría tres tardes a la semana. Don David Templado, director de la banda de música de Abarán, sabía de números por los codos, pero era el hombre más campechano del mundo y, como buen sabio, se distraía con una mosca. Yo no recuerdo qué tren pasaba siempre a la hora de Matemáticas, pero él dejaba de escribir fórmulas en la pizarra, se aproximaba a la cristalera y se quedaba fijo mirando. Entonces, invariablemente decía (y nosotros coreábamos con él): “¡A las diez, en Madrid!”
(Continuará)
Para entonces, Don Antonio Salas había cambiado el Seiscientos por un Cientoveinticuatro, que aparcaba en el atrio de la iglesia, y en el cual solía llevar de acá para allá a algunos de los alumnos más allegados a la Parroquia. No obstante, me sentí halagado cuando, tras las norabuenas por haber hecho el cuarto de bachiller por libre en verano y pasar a quinto en el curso 1971/72 que empezaba, el cura me invitó, junto con los otros compañeros con los que había hecho un viaje por Andalucía, y nos llevó en su coche a convidarnos al Mesón del Moro.
En dicho curso, tanto había aumentado la población estudiantil del instituto que se establecieron turnos. Así que a los de quinto nos tocó dar las clases por la tarde, de las tres a las nueve y media. Y ya, el que más y el que menos, empezábamos a acompañar a las muchachicas (el año antes se había abolido el “apartheid” por razón de sexo en el recreo y podíamos sentarnos juntos en los ventanales, que entonces no tenían rejas). Otros se ennoviaron prematuramente y se les puede ver por ahí todavía de la mano, unidos para siempre, como las golondrinas.
También llegaron profesores de otros centros para engrosar la plantilla de docentes del instituto: entre otros, Don Ambrosio, Doña Pepita Semitiel o Don Julián Garro, quien en la actualidad tiene el record de caminar paseos (el “paseo”, en Cieza, es una unidad de longitud, como lo era el “estadio” en la Grecia antigua). En aquel quinto curso me cupo la suerte de tener de profesor a Don Aurelio Guirao, que el hombre era filósofo y poeta, pero que en la puerta de su casa, en un humilde letrerito bajo el nombre, ponía: “Romanchista”.
La iglesia de San Juan Bosco seguía polarizando en alguna medida la vida estudiantil, siendo como una prolongación del instituto. Y aunque el barrio iba cambiando paulatinamente, la Parroquia continuaba ocupando el confín del pueblo urbanizado. Pues más allá de la Avenida Juan XXIII, y hasta el Campo de Fútbol (donde ahora se sitúa la Plaza de la Bola), seguían estando los huertos de oliveras, regados por tanda con la balsa redonda que había frente al Molinico de la Huerta, la cual se llenaba con aguas del manantial de la Fuente del Ojo. Y entre los olivos, algún que otro reducto de la indrustria de la espartería: gente que andaba para atrás en su trabajo.
Por la Gran Vía aún discurría todo el tráfico de la nacional Madrid-Cartagena y se había colocado el primer semáforo en el pueblo: entre la esquina del Sordo y el bar Buenamar, que era por donde teníamos que cruzar la mayoría de los estudiantes del instituto en los turnos de mañana y tarde. Y en cuya acera, mal pavimentada, había siempre un montón de ferrallas del taller de hierros de Pedro Antonio, y más adelante, con su coche de bomberos, estaba muchos días el Largo revisando las mangueras.
Por Santo Tomás de Aquino, además de la ceremonia religiosa en San Juan Bosco, se organizaban partidos de fútbol, balonmano y baloncesto. El más importante era el que enfrentaba a profesores contra alumnos, que se jugaba en el Campo de Fútbol (me acuerdo de Hoyos y de Mariano).
Durante quinto, sexto y COU, tuvimos otros profesores de Religión, pero eran los años de los curas progres, y en clase y fuera del Centro éstos se empezaban a rodear de grupillos de alumnos en los que había caído la semilla de la política. Curas que nos mostraban señuelos de libertad en un plano aparte de los Evangelios, como en poemas, canciones o películas que elogiaran cualquier cosa prohibida o denostada por el régimen franquista.
Sin embargo, el ambiente de San Juan Bosco seguía siendo fiel a sí mismo: liberal, sin consignas ideológicas; acogedor, sin discriminación política; solidario, sin compromisos; fraterno, sin sectarismo; y cristiano, sin exigencias de fe. Y la única recomendación de Don Antonio Salas, que yo recuerde, es que viésemos la película “Las sandalias del Pescador”.
De aquellos tres últimos cursos del bachillerato tengo otros recuerdos que empiezan a ser divergentes con la Parroquia. Principalmente mi experiencia como espeleólogo del grupo GECA. De modo que en los veranos, tras la temporada de trabajo en la fábrica de los Guiraos (la que estaba en la Estación), que nos pagaban a tres duros la hora echando cajones de fruta a las máquinas, me permitía la aventura de la montaña.
Los sucesos vividos en dichos cursos darían para rellenar muchas páginas, pero sólo quiero citarles dos, de polos muy opuestos:
El 20 de diciembre de 1973, los malditos terroristas de la ETA volaron literalmente a Carrero Blanco. Por la tarde teníamos FEN con el Señor Mendoza y el hombre, confuso, pues desde la dirección del Centro se quería aparentar normalidad, nos dijo por su cuenta y riesgo: “¡señores, vámonos ahora mismo, pues no se puede estar dando clase con el Presidente del Gobierno asesinado!”
El otro hecho ocurría tres tardes a la semana. Don David Templado, director de la banda de música de Abarán, sabía de números por los codos, pero era el hombre más campechano del mundo y, como buen sabio, se distraía con una mosca. Yo no recuerdo qué tren pasaba siempre a la hora de Matemáticas, pero él dejaba de escribir fórmulas en la pizarra, se aproximaba a la cristalera y se quedaba fijo mirando. Entonces, invariablemente decía (y nosotros coreábamos con él): “¡A las diez, en Madrid!”
(Continuará)
Las clases de latín
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El curso 1970/71, me acuerdo que comenzó en la propia iglesia de San Juan Bosco. El año anterior se había realizado la ceremonia de apertura y la entrega de diplomas en el Salón de Actos del instituto. Éste, originariamente no tenía escenario en alto como en la actualidad, sino sólo un estrado de madera y sobre él una mesa corrida, donde para los actos importantes se sentaban el director y demás profesores o autoridades invitadas.
Pero a punto de comenzar 3º de bachillerato un servidor de ustedes, sería en el modesto templo parroquial donde, tras oír misa todos, irían nombrando a aquellos alumnos que habíamos obtenido matrículas de honor el curso anterior; y allí, al pie de la escalinata del altar, con la solemnidad requerida, algunos recibiríamos el parabién y el aplauso por nuestros esfuerzos estudiantiles.
Por otra parte, el número de alumnos del instituto había aumentado considerablemente y hubo que hacer algunos cambios estructurales: la cantina del Mocho, hombre volcado también en la amistad con el cura Salas desde que hizo “los cursillos” en los Jerónimos, se había trasladado al sótano y, ocupando el amplio pasillo que iba desde la puerta de Talleres hasta el Salón de Actos, se cortaron varias clases: una de ellas fue precisamente para 3º-A, a la cual accedíamos por el mismo espacio de Talleres, que cada vez se utilizaba menos. En cuanto a mis compañeros de clase, algunos habían ido quedado atrás o abandonando los estudios; no obstante, otros vinieron desde el colegio de Isabel la Católica o de no sé dónde, como mi amigo Félix Cesáreo Gómez de León, que anda hoy por los cinco continentes escalando montañas, o como mi amigo Francisco Marín Escribano, que ya conocen ustedes por sus cargos políticos.
Ese curso nos cambiaron el profesor de religión (al nuevo cura le decíamos “el Pajarillo” y el hombre, como Dios le encaminó, se esforzó en ponernos al corriente en materia sexual, aunque daba las explicaciones con envoltura de discurso piadoso). Más en modo alguno dejamos de visitar la iglesia de San Juan Bosco y la casetica del Salva, que vendía jínjoles, pipas Churruca y Ducados sueltos. También llegó, para impartir Ciencias, Doña Fuencisla Hidalgo, a la que yo le traía fósiles y minerales. (En comparación con Doña Alicia, “la Fuencisla” salía mucho ganando). De matemáticas, ese curso, nos pusieron a Don Juan Martín, un tipo duro, aunque no menos duro había sido Don Diego Bruno el año antes. Más como las ventanas daban al patio, nos entreteníamos bastante mirando cómo Ana Martínez ponía a correr en círculo a las alumnas y luego, tumbadas éstas en el suelo, les mandaba hacer la tabla de gimnasia. Por otra parte, el Señor Mendoza seguía bastante permisivo en su asignatura de FEN: con saberse las Leyes Fundamentales y los Principios Generales del Movimiento, que conformaban la “constitución” del régimen franquista, era suficiente para aprobar. Pues quizá el hombre intuyera que de poco serviría ya el “Formarnos en el Espíritu Nacional” de la dictadura, cuyo ocaso del patriarca estaba a un tiro de piedra.
Mas ocurrió que a finales de aquel curso, dos alumnos del instituto, de los que visitábamos la iglesia de San Juan Bosco, tuvimos por separado diferentes ideas que nos ocuparían el tiempo de las vacaciones estivales: uno de ellos, más comprometido entonces con las cosas de la Iglesia, cuya serena conducta personal de lector de la Parroquia y misa diaria nos ponía a veces el cura Salas como ejemplo, creyó haber escuchado la llamada de Dios; mientras que quien les habla se planteó el arduo objetivo de estudiar el cuarto de bachillerato ese verano y presentarse por libre en setiembre.
De modo que al acabar los exámenes de tercero, me fui a casa de mi amigo Pascual Marín Fernández, que vivía en la Plaza de los Carros, y le pedí prestados sus libros de cuarto, que él había hecho. Después le pedí a Pascual el Sacristán que me diera clases de matemáticas y éste, amablemente, accedió, y lo hacía en la casa de Matías Alacid, en la calle Pérez Cervera, cuyo hijo Melchor era compañero mío de clase desde primero.
Así que fue por aquella sencilla razón, por la que Ramón Ortiz y este que les habla, ese verano del año 1971, además de por los motivos habituales que nos llevaban a San Juan Bosco con asiduidad, nos reuníamos dos o tres veces a la semana en el despacho parroquial de Don Antonio Salas, para que éste nos diera clases de latín. A mi amigo Ramón, para perfeccionarse en la lengua vaticana porque pretendía marcharse a la Universidad Pontificia Comillas, y a mí para aprobar el cuarto. Que llegado setiembre ¡lo aprobaría todo, más la reválida! (con la inestimable ayuda de cura y sacristán, a quienes yo agradeceré siempre); entonces pasaría a quinto y me pillaría de nuevo por su banda Doña Alicia, cuyo silencio exigido al entrar ella en clase se podía cortar con una navaja.
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El curso 1970/71, me acuerdo que comenzó en la propia iglesia de San Juan Bosco. El año anterior se había realizado la ceremonia de apertura y la entrega de diplomas en el Salón de Actos del instituto. Éste, originariamente no tenía escenario en alto como en la actualidad, sino sólo un estrado de madera y sobre él una mesa corrida, donde para los actos importantes se sentaban el director y demás profesores o autoridades invitadas.
Pero a punto de comenzar 3º de bachillerato un servidor de ustedes, sería en el modesto templo parroquial donde, tras oír misa todos, irían nombrando a aquellos alumnos que habíamos obtenido matrículas de honor el curso anterior; y allí, al pie de la escalinata del altar, con la solemnidad requerida, algunos recibiríamos el parabién y el aplauso por nuestros esfuerzos estudiantiles.
Por otra parte, el número de alumnos del instituto había aumentado considerablemente y hubo que hacer algunos cambios estructurales: la cantina del Mocho, hombre volcado también en la amistad con el cura Salas desde que hizo “los cursillos” en los Jerónimos, se había trasladado al sótano y, ocupando el amplio pasillo que iba desde la puerta de Talleres hasta el Salón de Actos, se cortaron varias clases: una de ellas fue precisamente para 3º-A, a la cual accedíamos por el mismo espacio de Talleres, que cada vez se utilizaba menos. En cuanto a mis compañeros de clase, algunos habían ido quedado atrás o abandonando los estudios; no obstante, otros vinieron desde el colegio de Isabel la Católica o de no sé dónde, como mi amigo Félix Cesáreo Gómez de León, que anda hoy por los cinco continentes escalando montañas, o como mi amigo Francisco Marín Escribano, que ya conocen ustedes por sus cargos políticos.
Ese curso nos cambiaron el profesor de religión (al nuevo cura le decíamos “el Pajarillo” y el hombre, como Dios le encaminó, se esforzó en ponernos al corriente en materia sexual, aunque daba las explicaciones con envoltura de discurso piadoso). Más en modo alguno dejamos de visitar la iglesia de San Juan Bosco y la casetica del Salva, que vendía jínjoles, pipas Churruca y Ducados sueltos. También llegó, para impartir Ciencias, Doña Fuencisla Hidalgo, a la que yo le traía fósiles y minerales. (En comparación con Doña Alicia, “la Fuencisla” salía mucho ganando). De matemáticas, ese curso, nos pusieron a Don Juan Martín, un tipo duro, aunque no menos duro había sido Don Diego Bruno el año antes. Más como las ventanas daban al patio, nos entreteníamos bastante mirando cómo Ana Martínez ponía a correr en círculo a las alumnas y luego, tumbadas éstas en el suelo, les mandaba hacer la tabla de gimnasia. Por otra parte, el Señor Mendoza seguía bastante permisivo en su asignatura de FEN: con saberse las Leyes Fundamentales y los Principios Generales del Movimiento, que conformaban la “constitución” del régimen franquista, era suficiente para aprobar. Pues quizá el hombre intuyera que de poco serviría ya el “Formarnos en el Espíritu Nacional” de la dictadura, cuyo ocaso del patriarca estaba a un tiro de piedra.
Mas ocurrió que a finales de aquel curso, dos alumnos del instituto, de los que visitábamos la iglesia de San Juan Bosco, tuvimos por separado diferentes ideas que nos ocuparían el tiempo de las vacaciones estivales: uno de ellos, más comprometido entonces con las cosas de la Iglesia, cuya serena conducta personal de lector de la Parroquia y misa diaria nos ponía a veces el cura Salas como ejemplo, creyó haber escuchado la llamada de Dios; mientras que quien les habla se planteó el arduo objetivo de estudiar el cuarto de bachillerato ese verano y presentarse por libre en setiembre.
De modo que al acabar los exámenes de tercero, me fui a casa de mi amigo Pascual Marín Fernández, que vivía en la Plaza de los Carros, y le pedí prestados sus libros de cuarto, que él había hecho. Después le pedí a Pascual el Sacristán que me diera clases de matemáticas y éste, amablemente, accedió, y lo hacía en la casa de Matías Alacid, en la calle Pérez Cervera, cuyo hijo Melchor era compañero mío de clase desde primero.
Así que fue por aquella sencilla razón, por la que Ramón Ortiz y este que les habla, ese verano del año 1971, además de por los motivos habituales que nos llevaban a San Juan Bosco con asiduidad, nos reuníamos dos o tres veces a la semana en el despacho parroquial de Don Antonio Salas, para que éste nos diera clases de latín. A mi amigo Ramón, para perfeccionarse en la lengua vaticana porque pretendía marcharse a la Universidad Pontificia Comillas, y a mí para aprobar el cuarto. Que llegado setiembre ¡lo aprobaría todo, más la reválida! (con la inestimable ayuda de cura y sacristán, a quienes yo agradeceré siempre); entonces pasaría a quinto y me pillaría de nuevo por su banda Doña Alicia, cuyo silencio exigido al entrar ella en clase se podía cortar con una navaja.
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23/6/09
El inicio de los setenta
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En el anterior artículo les mencionaba la estrecha relación de la Parroquia de San Juan Bosco con el Instituto, entonces Laboral; y les apuntaba una visión del barrio, desde mi apreciación de alumno de primero de bachillerato.
Mas eran tiempos de cambios y para el siguiente curso 1969/70 algunas cosas eran distintas: los americanos habían llegado a la Luna, y tal hecho, en la medida que nos afectaba como habitantes de una España subdesarrollada donde en la mayoría de las casas no había cuarto de baño, hacía que encarásemos el futuro con la vana ilusión del dominio del Espacio. El patio del instituto ya no era el mismo: pues frente a la puerta del edificio, donde existía una fuentecilla redonda con peces de colores, rodeada de dieciséis parterres, que Zurrón el jardinero cuidaba de maravilla, habían construido esos pasillos arbolados con bancos que todavía están. En la iglesia de San Juan Bosco, cubriendo aquel techo desangelado en el que se veían las uralitas y se achicharraban los feligreses en verano, habían colocado el actual cielo raso; y el cura, dando ejemplo de modernidad posconciliar, había abandonado definitivamente la sotana.
Incluso el centro educativo había pasado a llamarse Instituto Técnico de Enseñanza Media y ya no habría que subir y bajar bandera formados en el patio y cantando la canción del Frente de Juventudes “Si madrugan los arqueros”. Aunque sí que habría que ponerse en fila a toque de silbato de Susarte para entrar a clase. También seguiría funcionando aquel curso el “apartheid” de sexos, tanto en las aulas como en los patios de recreo, donde el conserje patrullaba por orden del director para evitar que nadie cruzara la línea prohibida, y si el balón se nos escapaba a la zona femenina, había que pedir al bedel que nos lo echara.
Acabadas, por tanto, las vacaciones estivales debíamos formalizar la matrícula y pagar las permanencias. Pero antes de pasar por la Oficina, donde estaban Pepe Jiménez y José Luis Torres, algunos nos veíamos en la casetica del Salva y en la puerta de San Juan Bosco. Allí, recuerdo que Don Antonio Salas nos dio su sincera bienvenida al “Chache” y a mí. El Chache era Jesús Caballero Marín, un gran compañero llevado hoy por los vientos de la vida. Éste era un muchacho cordial y generoso; amigo sin fisuras, que cuando bajaba siempre por la acera del instituto, media hora antes de entrar a clase, lanzaba su balón de reglamento por encima de la valla, donde adentro ya había algunos “sacando pie” para formar equipos, como el Pingüi o Martínez el fotógrafo, que marreaba como nadie.
Empezaba nuevo curso y volvíamos, pues, al querido territorio de San Juan Bosco, donde pasábamos los mejores ratos. Por la Parroquia siempre hallábamos buena compañía: Pepe “el Vicent”, José Antonio “el Revoltetas”, Jesús “el Chérif” y su hermano José Luis, Pedro Sánchez, “Leonardi”, Manolo Romero, Ramón Ortiz, López Álvarez…, y otros muchos si sigo hurgando en la memoria. ¡Cuántas veces habremos visto a Pascual el sacristán poner y quitar el disco de las campanas en aquel tocadiscos Bettor-dual!, y ¡cuántas habremos observado a Don Antonio ponerse la casulla y besar la estola con unción!
En el instituto era otro el jefe de estudios y elegíamos ya al delegado de clase votando, aunque sin tener noción de lo que era la democracia. Por otra parte, algunos profesores comenzaron a comprarse coche, como Don Andrés Nieto, que traía un Erreocho; Doña Alicia, que venía con un Gordini; y Doña Pilar, que se paseaba con un Ochocientoscincuenta. El Director, Don Jesús Pinilla, poseía un Milquinientos, al que Pepe el conserje sacaba brillo con una bayeta amarilla de las de borrar la pizarra.
Inaugurado el año 1970, tras la Navidad, Don Antonio Salas, que seguía siendo nuestro profesor de Religión, y que más que adoctrinarnos, nos ilustraba y formaba como personas, nos alertó de que estábamos iniciando un periodo importante de nuestras vidas: “En esta década de los setenta os echaréis novia, muchos os casaréis, y la mayoría tendréis que elegir los derroteros por los que ha de discurrir vuestra vida”, dijo aquella mañana como una profecía que nos dejó pensativos mucho rato.
En aquel curso también, haríamos ejercicios espirituales en la propia iglesia de San Juan Bosco, donde Don Antonio nos recomendaría orar a Dios en el corazón de cada uno, pues “el beato es la caricatura del santo”, nos decía él, refiriéndose a quienes mucho rezan a las imágenes de palo. Luego nos puso en fila y nos confirmó a todos en un santiamén; de padrino colectivo ejerció Fernando Galindo, el que va por ahí retratando a la gente.
Por aquel entonces también, el cura, con unos cuantos alumnos, formó el grupo de Misión Rescate, que era una cosa que salía en la tele entonces y lo veían quienes tenía televisor, y se dedicaron durante un tiempo a escarbar en el cementerio moro en la Atalaya, pues la Medina Siyâsa aún estaba por desenterrar.
La Parroquia, por tanto, seguía siendo para algunos nuestra segunda morada, sólo que cuando había gente arrodillada en los bancos debíamos entra muy despacito; o bien el sacristán abría la puerta de atrás de la sacristía y nos hacía dar la vuelta por la calle.
(Continuará)
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16/6/09
“On parle française”
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Me enteré hace poco de que habían editado un libro en la Parroquia de San Juan Bosco con motivo del cincuenta aniversario de su existencia. Ni que decirse tiene que lo he comprado y leído con atención, y, como todo lo que es interesante, ¡ay!, me ha sabido a poco. Entiéndanme, San Juan Bosco, en mi humilde consideración, ha sido todo un mundo, y un mundo es difícil de encerrar en unas páginas. De modo que, si me permiten, añadiré aquí algunas pinceladas, según mi visión de testigo directo de aquel tiempo pasado que, sólo por ser el de nuestra adolescencia y primera juventud, a todas luces fue mejor.
Un curso: 1968/69. Una clase: 1º-A. Pues en mi recuerdo se amalgaman la parroquia y el instituto como si fueran una misma cosa. Ya que el humilde templo, anexado al vasto recinto del centro educativo, era tomado entonces por muchos alumnos como una prolongación de los espacios estudiantiles. El conjunto arquitectónico se hallaba situado en el arrabal de un barrio a medio urbanizar, en el culo del pueblo: más allá sólo estaba el reino de las oliveras y las carreras de hiladores, los cuales se pasaban todo el día andando del revés. Mas en aquel extremo en que las calles aún eran de polvo y barro y había que hacerse camino al andar, la acera del instituto, enlosada, cual vía que lleva a Roma, iba a desembocar en la casetica del Salva y en el atrio, a medio embastar, de San Juan Bosco.
Aún me sé de memoria los nombres y apellidos de la lista de 1º-A. Doña Alicia entonces se sabía los números de algunos: “¡A ver, 28, salga usted a la pizarra!”, me decía. Cuando Doña Alicia Montes entraba en clase, de pie todos, el silencio se podía cortar con una navaja. Otros profesores permitían, sin embargo, algo de relajación, como el Señor Mendoza, que era el Jefe de Estudios y nos daba Gimnasia y FEN. Entonces se evaluaba mensualmente y éste nos entregaba los boletines, cuya nota media más alta determinaba cual sería el delegado de la clase (mi amigo Fernando Almela y yo, décimas arriba, décimas abajo, alternábamos en el “cargo” por designación digital del Señor Mendoza).
Pero teníamos un profesor, el de Religión, que conducía su clase con rigor y tolerancia a la vez; con seriedad y llaneza al mismo tiempo; con severidad (llevaba una regla de madera en su cartera negra con la que, cuando se hacía preciso, ponía orden por las bravas) y con psicología; con genio y con confianza; con exigencia y con comprensión. Así era Don Antonio Salas. La clave de que muchos hiciésemos nuestros los espacios eclesiales de la Parroquia de San Juan Bosco no era sino él mismo. Pues sus correcciones, siempre oportunas, las agradecíamos en el fondo; sus reprimendas ocasionales no nos molestaban; y sus castigos in extremis, pues por separado éramos todos buenos, pero juntos los habíamos de la cáscara amarga, no nos dolían (una vez me puso de rodillas, pero me lo dijo de tal forma que en modo alguno me supuso un trago humillante, sino una penitencia justa). Por el contrario, siempre que lo abordábamos con cualquier pregunta o problema, obteníamos la respuesta amable o el consejo acertado. Pocos profesores gozaban de ese don y él lo tenía.
Un día a la semana nos juntaba a los dos primeros, el A y el B, y nos llevaba tras él por aquel pasillo largo, pasando frente a la cantina del Mocho, frente a los laboratorios de física y química, frente al aula de dibujo, territorio de Don Antonio Fernández; y frente a la gran cristalera que daba a Talleres, donde impartían sus clases con batas azules Don Silvestre, Don Emilio y Don Isidoro; y llegábamos al Salón de Actos, vetusto, según el proyecto original de los curas Salesianos, y entonces Don Antonio Salas nos leía un trozo del libro “Boliche, Corruquete y don Tilín”.
De aquel curso 1º-A conservo la amistad imperecedera de todos los compañeros que fuimos, salvo de algunos que ya se han llevado los vientos de la vida. Pero sólo mentaré dos: mi amigo sentido José Luis Marín Bernal, compañero de la mesa de al lado en clase; y mi amigo Lorenzo Guirao Sánchez, en cuya casa, cercana a la de mi abuela, donde yo vivía aquel curso, me encontraba como en la mía. Por mi relación con ambos, que ya eran asiduos de la sacristía de San Juan Bosco, y con otros muchos, comencé a visitar aquella casa de todos, cuyas puertas el cura mantenía siempre abiertas de par en par.
Del aspecto del barrio entonces podría llenar muchas páginas, aunque sólo mentaré que la Avenida de Italia y la Plaza de San Juan Bosco no eran sino un erial, por el que Don Antonio, a veces con sotana, a veces de seglar, transitaba en su Vespa, o en su Seiscientos recién estrenado; la Avenida Juan XXIII no tenía continuación ni por arriba ni por abajo y frente al instituto estaba el matadero de los Hoyeros, del que salían los gruñidos de los chinos en su terrible agonía. En la calle Nicolás de las Peñas (hoy Salzillo), con aspecto de bancal de patatas cuando llovía, había varios solarones donde amontonaban hierros, hacían lía las viejas o los chitos jugaban al caliche; y subiendo por la calle José Planes estaba la Pensión París, en cuya fachada había un cartel que, en un alarde de modernidad, ponía: “on parle française.”
(Continuará)
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8/7/06
Don Antonio Salas bien vale una misa
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El cura Don Antonio Salas (fotografía de Fernando Galindo) |
Él me había dado la primera comunión en aquel humilde almacén de la Avenida Juan XXIII, donde provisionalmente estaba instalada la Parroquia, pues aún se hallaba en construcción la Iglesia de San Juan Bosco, cuyo Santo fue el fundador de los Salesianos (Orden que había empezado a levantar entre las oliveras lo que iba a ser un gran colegio religioso de «Artes y Oficios» y luego se quedó en Instituto público). Años después tuve la fortuna de tenerlo por profesor en dicho centro; y más tarde, por hache o por be, nunca he perdido las buenas relaciones con el cura Salas.
Pero de aquellos años de instituto, cuya memoria de entonces ha adquirido ya para cada uno de nosotros el estatus de un tesoro, me gustaría traer a colación algunos aspectos. Va por usted, Don Antonio.
Pongamos un curso, el 1968-69 por ejemplo. El director era Don Jesús Pinilla, que tenía un Seat «milquinientos» (solo había dos coches en el instituto: el del director y el del cura Salas, quien poseía un Seat «seiscientos»). El Jefe de Estudios era el Señor Mendoza, el cual, a toque de silbato de Susarte, nos hacía formar ante la puerta principal los sábados para bajar bandera y los lunes para izarla, cantando «Si madrugan los arqueros» del Frente de Juventudes. Al Señor Mendoza, goce de Dios, lo teníamos de profesor todos los cursos, pues impartía «FEN» (Formación del Espíritu Nacional, que obviamente iba de adoctrinamiento político), pero era tan buena persona que no nos formamos casi nadie en tal espíritu y cada cual salimos luego con nuestras ideas propias. Como la democracia era por entonces palabra tabú y su uso ajeno a la vida, el Señor Mendoza «otorgaba» mensualmente el cargo de delegado de clase a la nota media más alta, y durante aquel curso lo fuimos alternativamente Fernando Almela, que era hijo del Alcalde, y un servidor de ustedes).
Don Antonio Salas, mientras tanto, nos desasnaba en lo tocante a la fe cristiana y los asuntos de la Iglesia Católica, a la vez que nos daba su toque humanista sobre otras materias profanas o sobre las incógnitas que se nos planteaban en la adolescencia. Pero un día a la semana juntaba los dos primeros cursos de bachillerato (el A y el B, exactamente 84 alumnos) y, por aquel pasillo largo de junto a Talleres, donde estaban siempre Don Silvestre y Don Emilio con sus batas azules, nos llevaba hasta el Salón de Actos, y allí nos leía un librillo de aventuras llamado «Boliche, Curruquete y Don Tilín», cuyas andanzas de los personajes se desenvolvían por regiones fantásticas.
La Parroquia de San Juan Bosco y el Instituto formaban entonces un mundo bipolar para la mayoría de los alumnos, pues Don Antonio supo ganarse la confianza de muchos aun fuera del plano religioso (aunque los había muy comprometidos, que estaban siempre en misa, los cuales el cura nos los ponía a los demás como ejemplo); así que al salir de clase, además de visitar asiduamente la Casetica del Salva, seguíamos pegando balonazos en el atrio, en la sacristía, o en los patios de la iglesia que eran entonces inmensos y muy adecuados para jugar, ya fuese con alguna blanda reprimenda, ya con la aquiescencia del pobre Don Antonio.
Durante aquel curso también, preocupado por nuestra formación espiritual, el cura Salas llevó a cabo un experimento emocionante para nosotros: todos los lunes organizaba en clase una especie de «referéndum» en el que cada uno debía manifestar su cumplimiento dominical con el mandamiento católico de oír misa. Había que escribir en la «papeleta» «SÍ», «NO» o «SÍ y comulgué», después doblarla muy bien y echarla en una «bolsa-urna» (no sé si de aquello estaba enterado el Señor Mendoza). Después, aunque se suponía que era secreto, cual un sufragio, durante el «escrutinio» de los resultados, con cada papel que Don Antonio desdoblaba parsimoniosamente y leía en voz alta, además de acogerlo todos con expectación, presumíamos jocosamente conocer al «votante». Aquello, sin embargo, duró hasta que algunos, abusando de la impunidad del sistema, escribieron alguna que otra inconveniencia; entonces Don Antonio, que tenía su genio ¡como Dios manda!, sacando de la cartera aquella regla de madera que llevaba para reconducir situaciones, dio un golpe seco sobre la mesa y anunció el final del citado experimento.
© Joaquín Gómez Carrillo
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©Joaquín Gómez Carrillo
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Cuentos del Rincón
Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
.
* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
.
* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:
"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"
"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"
"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"
"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"
"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"
"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"
"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"
"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"
"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"
"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"
"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"
"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"
"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"