Ría de San Vicente, con marea baja |
Más que en la grandeza de las catedrales, me gusta sentir la historia en la humildad de las iglesias de los pueblos.
Este verano que ha pasado, recorriendo Mari yo la fascinante costa Cantábrica, nos detuvimos un día en San Vicente de la Barquera (quizá muchos de ustedes ya conozcan esta preciosa población, anclada en la confluencia y desembocadura de dos grandes rías: la del río Gandarilla y la del río del Escudo). Nosotros habíamos estado allí en otras ocasiones, pues uno no se cansa nunca de visitar lugares tan bellos, como son los pueblecicos y paisajes de Cantabria; pero esta vez ascendimos por las empinadas callejas de piedra del casco histórico, perfectamente cuidadas en su forma primitiva, hasta donde se halla el Castillo medieval, el Ayuntamiento y la Iglesia de Santa María de los Ángeles.
San Vicente de Barquera es un pueblo que, además de ofrecerse al turismo con unos servicios de calidad (si ustedes quieren comer bien, apreciando la gastronomía de la tierra o disfrutando de una estupenda mariscada, acérquense a uno de sus numerosos restaurantes), ha sabido conservar en sus justas proporciones la tradición marinera, el sabor a marisma (sepan que se encuentra enclavado en pleno Parque Natural del Oyambre) y el olor a vaquería y a heno recién segado.
Desde el recinto elevado de las antiguas murallas, donde se encuentra la vieja iglesia que mandaran construir los reyes de Castilla en el siglo XIII, se ve todo: a un lado y al otro está presente el paisaje “amarismado” y verdoso de las rías, en las que permanecen varadas sobre tierra firme innumerables barquichuelas cuando la marea está baja. Al norte, uniendo los dos barrios principales y sobre la hermosa Ría del Gandarilla, se contempla el puente de “Tras San Vicente” (¡de nueve ojos!, como el nuestro de Cieza), sobre el que pasaban los peregrinos cuando iban camino de Santiago guiados por las crestas majestuosas y nevadas de los Picos de Europa. Mientras que al sur, por donde el pueblo ha descendido al llano, y, salvando la anchurosa Ría del Escudo, la carretera se dirige a Comillas, contemplamos el “Puente de la Maza”, que con sus 28 arcos de piedra en la actualidad, cuando fue mandado construir en el siglo XV por los Reyes Católicos, era la obra de ingeniería más grande del reino.
Sin embargo, como por un rato hemos dejado atrás la densidad turística que se mueve abajo, en la plaza y avenida principales de la villa, donde las fachadas con arquerías de piedra son el exponente de un urbanismo tradicional y bien cuidado, y además tenemos los ojos saturados de prados verdes, de bosques, de acantilados donde se estrella la pleamar, de magníficas playas y de elevadas montañas sobre valles de ríos trucheros, hemos pensado visitar la iglesia mayor.
Visto por fuera, en su conjunto, se aprecia un edificio dominante, vetusto, con la sencillez, sin embargo, que le confieren algunos elementos románicos, y coronado por un gran campanario (su construcción duró cinco siglos, por eso contiene una evidente mezcla de estilos). Pero la agradable sorpresa se produce al entrar en el templo: su arquitectura de sillería desnuda con columnas elevadas y su amplitud de tres naves rematadas con bóvedas de crucería, no dejan lugar a dudas de que nos hallamos ante un gótico precioso, interior, el de Santa María de los Ángeles.
Entonces recorremos de forma respetuosa los espacios sacros. El suelo es de madera, pero no piensen ustedes en un parqué fino: se trata por el contrario de grandes y recios tablones, desgastados ya por el paso de los años y el pisar silencioso de los fieles. De las capillas laterales, destaca la de un tal Antonio del Corro, quien fuera nada menos que inquisidor en Sevilla, ¡un carrerón para la época!, ¡con más dinero que un eurodiputado y con más poder que un magistrado del Constitucional! Hoy en día San Vicente de la Barquera tiene como paladín a Bustamante, ese muchacho que ganó la fama cantando en “Operación Triunfo”, pero en el siglo XVI, el gran preboste local era por lo visto este poderoso hombre de iglesia (muy cerca del mencionado templo tenía su propio palacio familiar, en la actualidad dedicado a Casa Consistorial del municipio).
Tengan en cuenta que hace muchos años, cuando aún no se había instalado en la sociedad el descreimiento que hoy en día vemos y la Iglesia manejaba casi todo el poder terreno y todo el ultraterreno, algunas familias muy acaudaladas se hacían sepultar en capillas en el interior de los templos, con la idea de afianzar mejor su pasaporte hacia la Gloria. Antonio del Corro, cuya estatua yacente en mármol de Génova lee un libro más allá de la muerte, así lo pensó.
Luego, antes de salir de la iglesia, me fijé con atención en el ángel alado que hay sobre uno de los arcos. Con un remo en la mano, parece que hubiera acabado de posarse en la ingravidez gótica de la estructura (“es el Ángel del Mar” –me aseguraron–, y que al parecer, aunque asexuado por naturaleza divina, su artista lo creó con el rostro de la escritora Concha Espina. Yo creo que desde allí arriba debe contemplar divinamente a la feligresía.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 15/10/2011 en el semanario de papel "El Mirador de Cieza")
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(Ver artículos anteriores de "El Pico de la Atalaya")
En estas crónicas viajeras, que ponen los dientes largos, se echan de menos algunas fotillos.
ResponderEliminarEs verdad, y tomo nota de ello. Aunque también estoy convencido que la buena imaginación del lector pone sus propias imágenes a cualquier descripción literaria. Siempre recrearemos en nuestra mente cómo era Macondo al principio, en Cien Años de Soledad, cuando nos lo describe García Márquez como: "...una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos."
ResponderEliminarSaludos, y gracias por la sugerencia.
Hola Joaquín, yo también he disfrutado de las pequeñas iglesias románicas de Cantabria, y de Zamora, y de Segovia, y de Boí y Tahull, y de Huesca, y ... bueno, que sigas escribiendo cuentos que nos obligue a entrenar la imaginación.
ResponderEliminarUn saludo.
Gracias Pepe. Si tú ves detalles en el "color del óxido y en la corteza de los árboles", qué no verás en la piedra labrada de las iglesias...
ResponderEliminarSaludos.
La verdad Joaquín, me quedo sin palabras ante tanta sabiduría, acabo de volver de esos maravillosos paisajes que describes y aún habiendo saboreado toda su belleza, me es imposible describir con tanta precisión todos los detalles, gran viajero y sobre todo gran observador, todo un lujo tener una persona que nos describa de esta manera lo que ve, ya que nos obliga a ser más observadores en nuestros viajes, y, para quién no ha podido ir, con leerte y con muy poca imaginación, los transportas a cualquier lugar que describas!
ResponderEliminarGracias estimada Carmen. Un lujo tengo yo con lectoras como tú.
ResponderEliminarEl lujo es poder leerte!
ResponderEliminarMuchas gracias.
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