INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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6/12/15

Madrugada de batas blancas

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La naturaleza tiene sus ciclos y el mundo sus giros
Cuando las horas se hacen largas por insomnes, los pasillos se van quedando desiertos y el personal de turno parece adoptar una actitud algo más relajada. Hasta el guarda jurado, con su traje marrón y su porra, proclive a estar pegado al mostrador de entrada, enterándose sin deber de las dolencias de los pacientes que acuden a recibir un servicio médico, se ha dejado caer en un sillón o se halla dando conversación a quienes al parecer no tienen ya nada que hacer. Es Urgencias, por ejemplo, donde el tiempo parece ser utilizado a veces por los profesionales sanitarios como elemento disuasorio. Aunque bien es cierto que por desinformación quizá, hay personas que se plantan allí por un simple dolor de muelas.

La mujer era mayor y tenía muchos achaques. Llevaba al menos dos o tres décadas capeando enfermedades. La mujer, aquel día, lo pasó como pudo tomando su abundante medicación, pero al llegar la noche, ¡ay la noche traicionera...!, se sintió perdida y hasta el aire parecía negarse a bajar a sus pulmones. La mujer se asía en la vida a sus esperanzas, y en los momentos de angustia, a un hijo que, por cercanía y medios, siempre estaba dispuesto a acudir. (Sin embargo, años después se iría sola de este mundo, pues dos facultativos de guardia que no sabían qué hacer y que reconocieron de palabra una posible negligencia por parte de otros compañeros, salieron de la sala de cuidados intensivos y dieron en la puerta la triste noticia a la familia. “Ya sabéis lo que pasa en estos hospitales...”, dijo uno de los doctores, a modo de fatalidad y reconociendo la clara desatención del especialista por coincidir el accidente de la mujer con fiesta de guardar, fin de semana y puente). “Ya sabéis lo que pasa en estos hospitales...” ¡No! ¡No lo sabemos ni queremos saberlo! ¿O a caso se refería a que cuando es “finde” y puenting, ni dios aparece por allí, y las intervenciones de necesidad, que esperen...?

Mi abuela decía que “lo que el médico yerra, lo tapa la tierra”; y qué verdad que es... Mas aquel otro día la mujer había aguardado su media hora en la sala de espera de urgencias hasta que sonó su nombre por los horrísonos altavoces (el volumen estaba a tope y la voz salía distorsionada y molestosa). Serían las once y pico de la noche y el servicio estaba congestionado. A una mujer gitana que al parecer le dolía un pie, le acompañaban veinte familiares; otra mujer magrebí que llevaba un niño en brazos, esperaba estoica en compañía de dos hombres de su misma etnia; y otros acompañantes que parecían tener pensado pasar la noche, se zamparon allí mismo unos bocatas con unas latas de bebida que había sacado de la máquina con estruendo.

El doctor usteó amable a la mujer, no así el personal auxiliar, que la tuteaban como si fuera una niña o no estuviera bien de la azotea. El doctor tecleó el ordenador con sus dedos índices y aplicó el protocolo: analítica y radiografía. La mujer, con su vía intravenosa ya colocada tras múltiples pinchazos que le causarían un enorme hematoma en el brazo, pues no atinaban a encontrarle la vena, tuvo que seguir esperando, aunque ya en la salita interior, donde no cabía un alfiler: Uno del pueblo vecino que se había caído de un albercoquero, una mujer que tenía vértigos, un hombre con cólico nefrítico, un gitano gordo con flatulencias ruidosas y un chico joven que se había pegado un trastazo con la moto.

Eran casi las dos cuando llamaron a la mujer de nuevo a la presencia del facultativo (de las cuatro horas no se libraba nadie). Este miró los resultados de la analítica y no les dio importancia; aunque algunos parámetros estaban alterados, con el historial que ella poseía era normal el cuadro. Sin embargo, cuando miró la radiografía al trasluz de la lámpara (todavía se hacían las placas en aquellas láminas que te las entregaban en un sobre), el galeno frunció el ceño preocupado y dijo que había que repetir. “Vamos a repetir la radiografía, señora”, advirtió. ¡Madre mía!, ¿qué será?, ¿qué habrá visto...? ¡Bueno, sea lo que Dios quiera…!

Por tanto vuelta a esperar. Sobre las tres de la madrugada, llevaba ya buen rato en el casillero la segunda radiografía, pero no llamaban a la mujer. Batas blancas para acá y batas blancas para allá, y esperar y esperar. A las cuatro menos veinte de la mañana, la mujer pasó de nuevo al despacho del médico, el cual miraba y remiraba la radiografía de tórax con el ceño fruncido. Por fin habló: Preguntó al hijo: “¿Tú crees que esta sombra será del brazo”? –¡Claro!, respondió el otro. “¡Venga, que se va usted a su casa ahora mismo!”, le anunció a la mujer, exultante.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 05/12/2015 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA"

24/11/15

Una de médicos

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Por montañas y valles suizos
Resulta que al hombre, una mañana que andaba ligerico camino del trabajo, le cascó un pinzamiento de no te menés en la columna y se le quedaron atascadas las bisagras de los riñones. Mas como pudo, llegó a su empresa y se enganchó. Sin embargo, horas después tuvo que pedir que lo llevaran en un auto al centro de salud porque el dolor era insoportable. (Esto que les cuento ocurrió hace unos años a mitad de enero; tomen nota).

El médico de familia, con muy buen criterio y fiel al protocolo, le mandó reposo en cama dura, antiinflamatorios y relajante muscular, y una placa para cerciorarse mejor de aquella presunta lumbalgia (aunque en la radiografía, vista a mano alzada contra la luz de la ventana, no se advertía claro el asunto). Mas al cabo de un mes, porque esas dolencias se presentan de golpe y porrazo, pero tardan un montón de tiempo en curarse, la cosa no había mejorado sustancialmente. Entonces el doctor de primaria decidió remitir al hombre a un especialista. “Anda y que te vea el trauma”, le dijo.

En el mostrador, la cita no se la pudieron dar sino para dentro de otro mes y pico después; mientras tanto el hombre maleaba y acudía al trabajo como dios le encaminaba. Por fin, ya en abril, lo vio el traumatólogo. “¿Lo tuyo es invalidante?”, le preguntó nada más entrar a la consulta. “Pos mir’usté, no...”, respondió el hombre con franqueza, ya que lo que era andar, andaba; con dificultad, pero podía moverse. “Vale, sigue con antiinflamatorios y pide nueva cita y tráeme una radiografía.”

Con la cita en rayos no hubo problema, ya que la del especialista se la dieron para dos meses después (los ordenadores ordenaban que no podía ser antes; “¡imposible!”, aseguró la chica). Mientras tanto, el hombre siempre llevaba ahí clavado el dolorcico torturándole; ni podía estar mucho tiempo de pie ni mucho tiempo sentado ni podía darse sus caminatas, otrora habituales..., ni hacer la vida corriente de antes del jodío pinzamiento.

A primeros de julio, ya que le aplazaron por dos veces la cita porque el doctor tenía congreso o no sé qué puñetas, el hombre se presentó de nuevo en la consulta con la radiografía en la mano, pues las placas aún las hacían en celuloide y te las daban en un sobre sepia. (Había la creencia de que con las zonas oscuras o veladas de las radiografías se podían contemplar los eclipses de sol, pero las autoridades sanitarias advertían a través de los medios que eso no era bueno y que uno, cual el terrible vaticinio los curas de antes por otros motivos, se podía quedar ciego si lo hacía). El trauma, que lo cogía de las manos y le hacía ponerse de puntillas como si fuera a bailar el vals de los cisnes, le volvió a preguntar lo mismo que el primer día: “¿Lo tuyo es invalidante...?” Al hombre le mosqueó contestar de nuevo que no, pues lo mismo que Lázaro cuando se lo mandó Jesús, él andaba. El galeno sacó la radiografía del sobre y la colocó sobre una pantalla que había en la pared para observarla al trasluz. “Aquí no se ve nada”, aseguró. No obstante, le cambió la medicación y le dijo que volviese en un mes. Más para entonces, ya metidos en agosto, había otro especialista y, como el hombre insistió que el daño lo tenía de forma permanente y la calidad de vida se le había deteriorado, aquél decidió mandarle una resonancia. “Te vas a hacer una resonancia y cuando la tengas, pide cita de nuevo”. (El hombre había dejado ya de tomar pastillas por hartazgo).

Donde daban las citas para las resonancias no había nadie. El hombre preguntó y le dijeron que volviera en setiembre, porque quien tenía que darle la cita estaba de vacaciones. A ver, la cosa era bien sencilla: una persona tenía el cometido de citar para las resonancias; se había ido de vacaciones y nadie podía dar las citas. De modo que el hombre volvió en setiembre y consiguió cita para mitad de octubre; antes no podía ser. (Las resonancias se hacían entonces en un camión que paraba en el patio trasero y, durante unos días, prestaba el servicio; luego se iba a otro lugar).

Cuando faltaba una semana para la fecha, al hombre le llamaron por teléfono y le aplazaron la cita para otra semana después; y cuando de nuevo faltaba un día, le volvieron a llamar y se la atrasaron para cuatro días más tarde. A finales de octubre consiguió entrar al “tubo”. Pero la cita para el traumatólogo no pudo ser sino a mitad de diciembre. Antes no había hueco.

Llegado el día por fin, el hombre entró contento a la consulta, no tanto por haber conseguido aportar los resultados de la resonancia, sino porque la dolencia había remitido sola a los 11 meses de marear la perdiz. “¿Lo tuyo es invalidante?”, le preguntó sin embargo el médico a bocajarrro, con la vista enredada en los papeles del historial.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 21/11/2015 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA"

2/11/15

Tengo una cita

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Monumento al donante y, al fondo, el Pico de la Atalaya
Recuerdo que era por la mañana, entre las diez y las once; con la sala de espera abarrotada de gente y todo el mundo conversando en plan mercado (no en plan iglesia, que es como se debe hablar en los centros médicos, sino en plan mercado, ¡hala!); por los altavoces rogaban silencio a menudo, pero que si quieres a Ros, Catalina. Hasta que por fin, después de tres cuartos de hora con la cagaíca de la paloma en la mano, nos llamó la enfermera. Entonces un médico que no apartaba la cara del ordenador, dijo con desgana: “A ver...”, y le puso al hombre la palomina sobre el antebrazo para comprobar qué pasaba. No pasó nada, pues el hombre no tenía alergia a las cacas de las palomas porque había estado toda su vida en contacto con las aves de corral. Mas el alergólogo, o lo que fuera aquel jovenzuelo que estaba mal sentado en el sillón de detrás de la mesa, nos dijo que pidiéramos nueva cita y que le que lleváramos un higo. “Vamos a probar con el higo”, concluyó, mirando el ordenador como si tuviera envisque.

Luego, en el departamento de citaciones estuvieron escrutando las pantallas de los ordenadores cual si buscaran liendres, pero nos comunicaron que no quedaban huecos y que debíamos estar al tanto en un par de meses, cuando se abriera de nuevo la agenda. Para entonces, con suerte, volveríamos a regresar con el higo, a ver si el hombre, que llevaba toda su vida junto a las higueras y subiéndose a ellas a coger brevas con un cesto de pleita, presentaba alguna reacción alérgica a este fruto, o al árbol que maldijo Jesús cuando iba camino de Galilea con más hambre que el que se perdió en la isla y no halló un mísero higuico que echarse a la boca. (En realidad, el hombre, días después, hubo de gastarse las perricas en otro galeno de paga, más avezado por cierto, que le solucionó el problema en un pispás, pues la cosa al parecer se la producía un medicamento de los que estaba tomando; se lo retiró y “muerto el perro, se acabó la rabia”).

Pero no estoy por la labor de criticar aquí el poco tino de aquel facultativo que tanto le absorbía la pantalla de su ordenador; ni el que le hiciera al hombre aportar sustancias extravagantes y “sospechosas” con el fin de sacar en claro la causa aquellos sarpullidos; ni, por supuesto, que no supiera estar sentado en el sillón de su consulta. No. Sin embargo pretendo llamar la atención sobre el tiempo que en general nos obligan a gastar los médicos con las citas. ¿Es que no se podría adoptar otro sistema para no hacer perder tantas horas de trabajo a la gente? ¿Es que no podría haber otra manera más racional para dar las citas de las consultas y de las pruebas sin que el sistema laboral se vea tan perjudicado? A ver, considero que hay pacientes jubilados, parados, en la baja, o que no tengan nada que hacer por otras causas, y les dé igual pasarse las mañanas enteras “de médicos”. ¡Pero hombre!, hay quienes trabajan y eso se debería tener en cuenta; el trabajo hay que respetarlo. ¿Cómo queremos que este país progrese, si no ponderamos el trabajo? Una de las causas de la caída del imperio romano, aparte de por no conocer el número cero, fue porque tenían en muy poca estima el trabajo (¡que trabajen los esclavos!, decían; y cuando ya no había esclavos porque sus legiones habían dejado de guerrear, conquistar naciones y someter pueblos vencidos, se derrumbó el imperio).

Bueno, pero ciñéndonos al tema; también está el asunto de los acompañantes necesarios de los pacientes, perdiendo un montón de horas en sus empresas, bien para llevar una cagaíca de palomo, bien el higo o lo que sea. El caso es que tú les dices: “¿me pued’usté dar la cita por la tarde, o a primera hora, o a última, que es que me viene mu mal salirme del trabajo a media mañana...?” Pero no hay nada que hacer, te ponen la cita a las 11’50. Entonces tienes que abandonar el puesto de trabajo en el momento que más actividad hay, al menos un cuarto de hora antes para te dé tiempo a desplazarte y aparcar el coche, que no es fácil; llegas a la consulta y, cuando se asoma la enfermera, le enseñas el volante y ella te dice que ya te llamará. Pero dan las doce y media y la una y todavía no has entrado porque la cosa va lenta. Luego, cuando te toca por fin, resulta que el médico apenas te mira, porque en realidad estás bien; lo que pasa es que son citas de revisiones protocolarias y tienes que picar billete cada poco tiempo. (Ni que decirse tiene que cuando vuelves a la empresa, después de buscar aparcamiento con el coche, han pasado dos horas desde que te fuiste, o más; a veces sólo para un trámite de puro protocolo).

La cuestión es que hay que acudir a los médicos cuando hace falta, pero también hay que trabajar, y eso alguien debería ponerse a pensar en hacerlo compatible.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 31/10/2015 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
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Cuentos del Rincón

Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"