INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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21/5/23

La caja de las maravillas

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Entre la foresta, el «Puente de Alambre», sobre el río Segura a su paso por las huertas de Cieza

Mi abuela Josefica, para escuchar Lucecita en la radio, se reunía con su vecina de enfrente, la Hermenegilda; así comentaban entre ellas, reían, soltaban alguna lágrima y creaban ambiente y emoción. Por entonces mi abuela aún poseía una de aquellas radios grandes, de madera de ébano, filos de pan de oro y una especie de malla dorada en la parte superior del dial por donde salían las voces; ella, recuerdo, le había hecho unas «sayas» de tela de flores con volante, abiertas por la mitad como las cortinillas de un teatro en miniatura.

Ya se habían inventado las radios a pilas cuando aquello, y hasta tenían en muchas casas la televisión, en blanco y negro, claro, y con una sola cadena, que se podía ver desde el oscurecer hasta las doce de la noche, cuando ponían el himno nacional y a dormir (por el día emitían carta de ajuste). Pero mi abuela, con no poco esfuerzo económico, había adquirido unos años antes, y de segunda mano, aquella radio tan vistosa con dos botones grandes, uno a cada lado, y cuatro teclas color marfil en el centro: el botón de la izquierda era para darle voz y el de la derecha para cambiar de estación moviendo la aguja roja tras el cristalito del dial; las teclas eran para seleccionar las ondas: onda media, onda larga, onda corta y onda pesquera (no llevaba la opción de sintonizar frecuencia modulada); aunque lo tenía siempre en la onda media, pues la larga no servía para nada, la pesquera no tenía utilidad alguna para ella y en la corta apenas se cogían por la noche unos pitidos que parecían una pelea de gatos.

Lo de la radionovela Lucecita con la vecina Hermenegilda fue ya a principio de los setenta, que mi abuela había empezado a modernizarse y hasta utilizaba una lavadora de aquellas de turbina, en la que era necesario meter la ropa casi lavada para que diera vueltas; luego dejaba caer la goma del desagüe al sumidero del patio, sacaban las prendas y las escurrían a mano retorciéndolas antes de subir a tenderlas en los alambres del terrao. También se había comprado tiempo atrás una plancha eléctrica Philips, pero utilizaba mayormente la de carbón, con brasas de la lumbre, para no darle a medrar mucho a la Eléctrica del Segura, de Joaquín Payá, o evitar que saltasen los plomos, cuya cajera de china, al lado del contador de la luz, llevaba puestos tan solo dos pelicos de cobre, que si abusaba un poco se fundían.

Ni que decir tiene que la radio era la joya de la casa; mi abuela la encendía pulsando un clic al «elevadorcico» que había debajo (la radio tenía su estante de madera en la pared). Lo de los elevadores, o estabilizadores, era obligado ponerlos entonces en los aparatos de radio y en las teles, pues la corriente, de 125 voltios, venía con altibajos, y por las noches el foco del techo se ponía con la luz amarilla como la de un eclipse. Por supuesto, desde que se le daba al botón del encendido hasta que empezaba a escucharse la radio, daba tiempo a rezarse a gusto un padrenuestro y dos avemarías, porque como funcionaba con «peras», estas tenían que calentarse, cosa que no ocurría en las radios a pilas, pues ya andaban a transistores y la cosa era inmediata.

El invento del transistor, a primeros de los sesenta, fue un hito grande en la electrónica y ello dio lugar a que las radios marcharan ya con corriente continua, o sea, que bastaban unas pilas; por lo tanto se podían escuchar en las casas del campo, sin electrificar aún por aquel tiempo, que la gente se tenía que alumbrar con un candil o con piedras carburo. Antes de dicho invento, los aparatos iban con lámparas o válvulas electrónicas, de las que había ideado Edison, que fue un tío que inventó muchas cosas, entre ellas la bombilla, para sacar a la humanidad de la penumbra en que vivía desde la noche de los tiempos. Por eso aquellas viejas radios, que semejaban cajas de las maravillas, solo andaba con corriente alterna, con los raquíticos 125 voltios que producían las centrales hidroeléctricas de Cañaverosa, del Menjú o del Solvente (las tres de Joaquín Payá), incluso del saltico del Cauce, donde el Molino del Lavero, que facturaba los kilovatios con la razón comercial «Santo Cristo».

Algún tiempo después (mi abuelo Joaquín ya hacía años que le había vendido la burra a un gitano y no sólo criaba telarañas el pesebre de la cuadrica, sino que habían arrancado del suelo de la casa el pasillo de cemento con marcas para que entrara y saliera el animal y habían puesto piso fino), ella, mi abuela, dejó que le instalaran un pequeño frigo, donde solía meter la carne que le compraba a La Manchega, el pescao que traía de la Plaza o unos quinticos Mahou, pues le gustaba tomarse uno en la comida o en la cena (él, mi abuelo, sin embargo, prefería un trago a gallete de la redoma, con vino de cal Bullas); y hasta desechó el infiernillo de petróleo con torcida de algodón para cocinar, que soltaba un tufo a demonios, y compró una cocinita de gas butano con dos fuegos, que colocó sobre el poyo de azulejos rojos del fogón de leña.

Lucecita quizá fue una de las últimas radionovelas, con unos actores buenísimos, que mi abuela escuchó tarde tras tarde en aquella hermosa radio a lámparas, en compañía de su amiga Hermenegilda, que a veces tenía que salir a la puerta y llamarla (¡Hildaaa, venga, das’usté prisa, qu’está empezandooo!). Pues poco tiempo después, fueron los del Chuchubeo y le colocaron un televisor, que también, en parte, funcionaba con lámparas y, desde que se le daba el clic al estabilizador hasta que salía la imagen en pantalla, se podía rezar un credo. Para entonces ya funcionaba la UHF, que era lo que luego se llamaría «la Segunda cadena», aunque ella se picaría entonces a las telenovelas y quedaría la radio «silenciosa y cubierta de polvo…», como el arpa del poema de Becquer.

Pero cuando eso, ya se habían dejado de fabricar aquellas cajas de las maravillas, pues con el invento del transistor —como les decía—, un chismecico chiquitico, no más grande que un garbanzo y con tres paticas nada más, se fabricaban todo tipo de radios: desde las pequeñicas, portátiles, que cabían en un bolsillo, hasta las más grandes, que se podían escuchar en las casas de los campos, y eran una ventana sonora al mundo, por donde entraba la actualidad de las noticias (el «parte», a las 10 de la noche), los programas de discos dedicados, como el de Radio Andorra, «...emisora del Principado de Andorra», en Andorra la Vella, y, sobre todo, la música moderna; ahí, por ejemplo, estuvo el fabuloso programa «Para vosotros jóvenes», de Carlos Tena. Y la sociedad cambiaba poco a poco.

©Joaquín Gómez Carrillo 

5/4/19

En las eras del lugar

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El autor en la cubierta del galeón "Santísima Trinidad", anclado en Alicante
Cuenta Cervantes, siempre fiel al relato del moro Cide Hamete Benengeli, que cuando Don Quijote vuelve a su aldea, harto de buscar venturas por los caminos de La Mancha, lo primero que se topa es con unos muchachos que están discutiendo en “las eras del lugar” (del nombre de tal lugar, como ustedes saben, no quiso acordarse el bandido de Cervantes).

En mis dos artículos anteriores (“Eras de pan trillar” y “Pajares, trojes y terraje”) habíamos visto el uso principal de las eras, como lugar necesario para la trilla de los cereales del pan, de ahí el sentido de la expresión pedante de los notarios al nombrarlas en sus documentos como “eras de pan trillar”. Sin embargo, y tal como deja entrever el texto quijotesco, las eras cumplían otras funciones en las casas solariegas, caseríos y aun aldeas y villas (cual fuera Cieza hasta 1928, en que el rey Alfonso XIII le otorgara el título de ciudad). Entre otros usos que se daba a estos espacios, uno era el de reunirse los muchachos para jugar en sus ratos de asueto; y no solo los zagales y zagalas, sino mozuelos con sus pretendidas bajo las noches estrelladas (sobre ello les contaré algo al final).

En la era, y tras efectuar las duras faenas de la trilla, como ya les dije, quedaba un montón de granzas (trozos de espigas que no se habían deshecho con el pateo de las mulas y el paso de los trillos). En lugares donde se trillaban muchas cargas de trigo o cebada, en múltiples jornadas, como ocurría en las grandes labores de Cajitán, los montones de granzas podían ser muy considerables, por lo que en días posteriores a la trilla se realizaba una tarea residual y no menos penosa: el machaque de las granzas con una maza de madera.

Al respecto de esta pesada ocupación, se contaba un chascarrillo de pastores de otro tiempo, que les voy a referir:

“Esto era que el ama de una casa de labradores, cuya hacienda administraba con gran rigor, solía mandar a la era a machacar granzas en sus ratos libres al pastorcico (un menor, de los que algunas madres del pueblo llenas de hijos y piojos, por quitarse una boca de la casa, ponían a servir desde corta edad); por lo que el pobre crío protestaba, pues tenía que madrugar mucho para llevar el ganado a las rastrojeras de los bancales con la fresca, y cuando encerraba las ovejas, en las horas en que ya calentaba demasiado el tuerto y éstas se 'amorraban', de lo que tenía necesidad era de echarse un ratico a descansar. ‘¡Es que tengo que descansar!’ –decía el zagalico con mucha razón–. Mas ella, muy cuca, le llevaba la corriente y argumentaba en tono maternal: ‘Tú, hijo, descansa, pero mientras descansas, ¡machaca las granzas!" (Sin duda, una versión rural y menos piadosa de “a Dios rogando y con el mazo dando”).

La era, en toda casa de campo, también servía para la obtención de otros productos de la tierra, como las legumbres: garbanzos, alubias, habas, lentejas, guisantes o guijas. Para ello, estando los frutos en su punto de recolección, se arrancaban las matas con las tabillas secas (tarea que había que realizar por las mañanas muy temprano, con la blandura del relente), y, llevándolas en haces, se depositaban en la era. Entonces, cuando las había caneado bien el sol y las tabillas abrían con facilidad, se vareaba repetidamente el montón de dichas matas hasta haber vaciado todas las vainas y desprendido las semillas. Luego, el montón de cualquiera de las mentadas leguminosas había que aventarlo para separar restos de vainas o tallos rotos. Cosa que se realizaba de cara al viento con dos capazos de pleita, vertiendo “a chorro” las legumbres, uno sobre el otro.

También a veces, en la era se iban vaciando los serones de panochas de maíz recién arrancadas de las matas; las cuales, una vez secada al sol la humedad, había que desperfollarlas, bien dejándoles dos hojas de perfollas a cada mazorca para enrastrarlas y colgarlas del techo, bien retirándoselas todas con el fin de desgranarlas posteriormente a mano. (El desperfolle del panizo traía a los jóvenes la emoción de hallar las panochas rojas, lo cual otorgaba al descubridor o descubridora cierta “licencia” con alguien del sexo opuesto, siempre que previamente se hubiera acordado tal cosa; en caso contrario, quién no quisiera ser objeto de tales “licencias”, no participaba en el desperfolle; o se advertía antes de empezar: “¡no valen las rojas!”)

En cuanto a la actividad infantil en la eras como espacios lúdicos, lo más corriente era el juego de la pelota. Allí se juntaban los muchachos de la vecindad para echarse partidos de fútbol, marcando las porterías con dos piedras; además se hacían otros juegos con la participación de ambos sexos, como “el del pañuelo”, “el parao salvao”, “saltar a la comba”, etc., o montar en bicicleta.

Pero también en las eras, con sus pajares tibios y mullidos, las jóvenes parejas hallaban exquisitos espacios para verse. Al respecto, existe un libro precioso, llamado “La magia de Cajitán”, del calasparreño Alonso Torrente (a mí me lo regaló mi compañero de trabajo José Carlos, antes de irse al otro barrio, y lo conservo como una joya de mi biblioteca). Y en su texto, donde recrea un magnífico relato con personajes rurales de la época, el protagonista, un tal Pedro, mozo experimentado en los oficios del campo, intima con Palmira, una cajitanera que solía ir a lavar a las Fuentes de Caputa; de modo que entre alegrías y emociones, entre la era y el pajar, los enamorados Palmira y Pedro, como es ley del mundo, catan la miel de la vida, quedando encinta la muchacha. Por lo que la suegra del afortunado mulero, sin perder tiempo, organiza la correspondiente boda al uso y estilo del Cajitán de entonces.
©Joaquín Gómez Carrillo

29/3/19

Pajares, trojes y terraje

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El autor, cima de la Sierra de la Palera (Calasparra)
En mi anterior artículo, "Eras de pan trillar", descriptivo del proceso de la trilla de los cereales en tiempos pasados, nos quedamos en el momento de configurar el llamado “cuello” (montón longitudinal, diametral a la circunferencia de la era en el sentido Norte-Sur), una vez trillada la parva con las mulas y los trillos, ya fueran éstos de rodillos con cuchillas, ya de lajas de sílex cual máquinas prehistóricas de la edad de piedra.

Junto a la cara “occidental”, bien alineada, de dicho “cuello”, y antes de comenzar el aventado, se tendía en el suelo, de forma paralela, una soga de esparto gruesa, que bien podía ser la “tiraera” del carro, por ejemplo, cuya finalidad diré más adelante. A renglón seguido, y si el Solano era ya constante, se daba comienzo al proceso de separar el grano de la paja. Esto se realizaba con las horcas, manejadas con la habilidad que otorga la experiencia, pues el aventador tenía que ser un aliado del viento, aunarse con su fuerza invisible y desarrollar su trabajo compaginado y acoplado al soplo del Solano. La técnica no era otra que ir elevando y lanzando al aire porciones de mezcla (paja y grano) en función de la intensidad del viento; y en esa ecuación intuitiva, ajena los matemáticos, había que medir a pulso la cantidad tomada con la horca, la altura a la que se lanzaba y el ángulo justo para que no cayese paja al grano ni fuera a parar grano a la paja. ¡Fácil para quienes sabían hacerlo hasta con los ojos cerrados!, y muy difícil para quien no supiera interpretar la voz del viento, bajo un sol canicular de hierro fundido.

Desde una punta a la otra del alargado montón en la era, el aventador, descalzo y sintiendo en todos los poros de su piel el polvo picante de la trilla, iba trabajando por capas como si magencara con amor la tierra; y, mientras los granos caían como lluvia generosa a un lado, el viento, jugando con la ingravidez de las cañas desmenuzadas del cereal, iba formando al otro la duna mullida de la paja. Solo había, después, que tirar con fuerza de la soga gorda en un ángulo de volteo y despejar la frontera entre los dos montones: el que iría a parar a las trojes y el que habría que meter al pajar.

Pero el grano aún no estaba limpio del todo, sino mezclado con algunos pajones gruesos, con granzas, granzones y otras impurezas que era preciso apartar. Por eso, la siguiente tarea era el “traspaleado” (con gran habilidad y pericia, había que ir lanzando al aire paladas, que formaban cortinas de grano al costado del “traspaleador”, de adelante hacia atrás. Al mismo tiempo se iba “abaleando” y limpiando el nuevo montón de cereal con un “escobón” blando (los escobones para la era se fabricaban con los tallos secos y flexibles de una planta herbácea llamada “escobonera”).

Y ya, conseguido un hermoso montón de grano limpio, tras finalizar el traspaleado, aún quedaba una última tarea: el cribado, pues era preciso asegurarse de apartar alguna semilla ajena, algún pedacito de espiga sin deshacer, algún granzón rebelde o alguna china camuflada. Las cribas, redondas como garbillos, tenían en su urdimbre dos posiciones: una para la cebada y la avena, y otra para el trigo, la jeja o el centeno. Todo el montón, alargado, del grano, se pasaba por la criba y se convertía en otro redondo, como un gran cono de abundancia y limpio como el oro, producto de “la tierra callada, el trabajo y el sudor, unidos al agua pura”.

El grano, que nueve meses antes había sido arrojado al barbecho por la mano ágil del sembrador, y que el mulero había enterrado surco a surco con su arado, vendría al fin a cerrar en la era el ciclo feliz de la cosecha. La sementera, efectuada por el mes de Todos los Santos con las lluvias de otoño, había verdegueado luego los bancales, soportando los sembrados las escarchas y los vientos crudos de enero; después había crecido con los chubascos de marzo, había encanutado las espigas por el mes de abril y empezado a granar y a pajicear con el sol de mayo. Aunque los trigos se segarían por el mes de San Juan y se trillarían por el de Santiago.

Y era allí, ante el dorado montón de cereal en la era, donde los afanosos labradores veían el producto de sus esfuerzos y desvelos, obtenido a través de la rueda de las estaciones y los azares de la meteorología.

Entonces había que medir el grano con la “media fanega” (una fanega, compuesta por 12 celemines, equivale a unos 55 litros de capacidad). La caja de la “media fanega”, de madera con herrajes, y forma de paralelepípedo abocado, se iba llenado en el montón y, tras pasarle por encima el “raedor” (para dejar el contenido a ras), se vaciaba en sacos y éstos, a cuestas, uno tras otro, se llevaban a vaciar en las trojes de los camaranchones.

Además, si el labrador lo era en régimen de aparcería (antes, lo normal era que los señoritos poseyeran la tierra y los medieros la trabajasen mediante la aparcería en los esquilmos), entonces, en la propia era se medía el “terraje” para el amo. Y si el dueño era algo repeloso, mandaba que estuviera presente un hombre de su confianza: el “terrajero”.

En cuanto a la paja, se metía por diversos medios en el pajar, ya fuera éste de obra o construido con cañas y mantos de centeno.
(Continúa)
©Joaquín Gómez Carrillo

23/3/19

Eras de pan trillar

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El autor, 2013
En un plano de Cieza del año 1924, del ingeniero de caminos Diego Templado Martínez (cuya copia guardo yo como oro en paño), se puede observar el redondel de la era que había en donde luego edificarían el Colegio de la Era (o Colegio de San Bartolomé). Quizá fuera esta una era comunal, usada por varios vecinos de la entonces villa de Cieza para trillar sus cereales, la cual estaría situada en los ejidos existentes entre la humilde barriada de “las cuestas de la orilla de la acequia” y el canal de quijeros de tierra, repleto de inmundicias, de la Acequia del Fatego; o a lo mejor dicha era pertenecía a un determinado dueño, que la usaba para la trilla de la mies propia de sus tierras de riego de portillo, donde se segaban los mejores trigos, atados “a cabello”.

En las casas de campo, ya fueran solariegas o agrupadas, entre las infraestructuras fijas para el desarrollo de la vida y la actividad agrícola, estaban las denominadas en la jerga de los notarios como “eras de pan trillar”. (Otros elementos necesarios para las familias campesinas lo constituían los aljibes para el abastecimiento doméstico de agua, que normalmente se llenaban con escorrentías pluviales; y los también llamados por los notarios “hornos de pan cocer”).

Las eras debían estar situadas en terreno descampado, pues era fundamental el que en ellas corriera el aire a la hora de aventar la parva; ya que una vez trillada la mies con los trillos (éstos los había de rodillos con cuchillas y de tablero de madera con lajas de pedernales incrustadas), era necesario separar la paja del grano mediante la acción del viento. De modo que toda era, aunque cercana a la casa, debía tener la orientación apropiada para que estuviese libre de obstáculos por la parte del Este, que es de donde corre el Solano a partir del medio día (hablamos del mes de julio, cuando aprieta la calor).

En esas fechas, la mies se hallaba hacinada junto a la era. Pues previamente se habían segado los cereales en el bancal con las hoces, se habían atado los haces haciéndoles un garrón con un vencejo de guita de esparto y se habían recogido estos en “cargas” (pirámides de 12 haces, que constituían unidades de mies segada). Los haces, luego se habían acarreado hasta la era y se habían apilado formando una hacina compacta para evitar que penetrara en ella la lluvia. Y se había colocado en lo más alto un espantapájaros o una molineta de caña, para disuadir a los bandidos gorriones, cuyas bandadas robaban el grano de las cosechas.

Para los días de la trilla, previamente se rociaba y rulaba el piso de la era (cada era tenía su rulo: un cilindro de piedra, ligeramente troncocónico, de varios cientos de kilos de peso, con el cual se reparaba el firme de greda blanca de ésta). Al amanecer se esparcían los haces en todo el círculo de la era, arrojados con brío desde lo alto de la hacina; se soltaban los vencejos de un tirón y, a tajico, se enmarañaba la mies con las horcas en el sentido contrario a las agujas del reloj, en el mismo en el que después iban a trotar las mulas arrastrando los trillos. Una vez cubierta la superficie de la era con el cereal bien esparcido (la cantidad venía a ser siempre un número par de cargas, o sea, múltiplo de 24 haces), se dejaba éste canear al sol mañanero del rabioso estío.

A eso de las once o las doce de la mañana, cuando las cañas del cereal se habían vuelto quebradizas y crujían al pisarlas, se enganchaban las mulas con los trillos; éstas, herradas de las cuatro patas, no podían ir “ayuntadas” como en el tiro de la labranza, sino “amadrinadas”, para permitir el giro en el redondel. La técnica del bien trillar la parva consistía en trazar una espiral continua de círculos menores que cubriese de forma repetida toda la superficie de la era por igual.

Cuando al buen rato, la mies superficial se veía ya rota, había que darle la vuelta a la parva; lo cual se hacía con las horcas de madera, comenzando en un lado del círculo, para acabar en el opuesto. La mies se iba volteando en línea recta (geométricamente era como si se trazaran cuerdas paralelas, cada vez mayores, en la circunferencia de la era, hasta llegar al diámetro de esta, para ir disminuyéndolas después). En tanto el proceso de volver la parva, las mulas no cesaban: se mantenían girando en un lado y, cuando el volteo sobrepasaba el diámetro, cruzaban al otro.

Después de dos o tres vueltas a la parva con las horcas, se hacía una mediante las palas de madera, con el fin de sacar arriba todas las espigas que quedasen por quebrantar. Y, viendo ya la paja troceada y las espigas deshechas, se daba por finalizada la trilla. Entonces, con una bestia de tiro y un tablón de arrastre, había que recoger la parva y formar el “cuello”, un montón longitudinal, diametral a la era en el sentido Norte-Sur, para seguidamente proceder al aventado con las horcas.

(Nadie como el famoso pintor ciezano Jesús Carrillo sabría plasmar en sus óleos estas trabajosas labores de la era, preludio del pan que se cociera luego en los hornos; faenas que el viento de la tecnología y la mecanización del campo ha desterrado para siempre de nuestra experiencia, y aun para las nuevas generaciones, de su conocimiento).
(Continúa)

©Joaquín Gómez Carrillo

28/1/19

Mujeres de su casa

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Mi abuela Josefica, la segunda por la izquierda, con sus tres cuñadas (mis tia-abuelas), en una foto de hace cien años.
Mis dos abuelas, aunque sabias, eran analfabetas; en tanto que sus esposos, mis abuelos, mal que bien, sabían leer y escribir para su gasto (antes se utilizaba esa expresión: “para su gasto”, que en realidad era bien poco), y no sé si también sabían algo de cuentas: las cuatro reglas (suma, resta, multiplicación y división). Por otra lado, tres de mis tía-abuelas por línea paterna, que eran mujeres dispuestas y de mucha valía para desenvolverse en la vida (¡y guapas en las fotos de jóvenes!), también quedaron analfabetas las pobres, pues sus progenitores, mis bisabuelos, según era la tradición y costumbre de la época, solo se molestaron en mandar a clases nocturnas, o a que les diera lección algún maestro ambulante de los que iban por los campos, a los hijos varones (mi abuelo y mi tío-abuelo), ya que las chicas, según se pensaba, con aprender a ser mujeres de su casa iban bien servidas.

Esto era lo que había, y lo que ha habido, según a qué ambientes nos refiramos, hasta más o menos los años cincuenta y parte de los sesenta del siglo anterior, o sea, hace dos días como aquel que dice. El destino de la mujer era, por lo general (y mucho más en los ambientes rurales), formarse en los conocimientos domésticos para poder llevar adelante una casa, y, siendo obediente al padre, de mocica, pasar a ser sumisa al marido, de casada (eso por lo general), aunque excepcionalmente siempre ha habido mujeres dominantes en la pareja, sobre las cuales se decía de forma peyorativa que “llevaban los pantalones” (¡ay de las críticas que le caían al marido de una mujer que “llevara los pantalones” en su casa…!)

Y aunque en muchos casos, las muchachas sí que eran llevadas a la escuela, tanto en el pueblo, como en el campo (los campos estaban antes muy poblados de familias humildes y había escuelas rurales multigrado en varios parajes de Cieza), aún así, quiero decir, en el sexo femenino se producía un mayor abandono escolar, cosa que los padres no veían mal y hacían poco hincapié para que las hijas continuaran su formación académica. Quizá con los varones, sin embargo, ponían algo más de interés en que éstos pasaran a los estudios secundarios (al colegio de Isabel la Católica, a la Academia de Don Manuel o al Instituto Laboral), o que mejorasen su porvenir con algún empleo, o adquiriesen destreza en algún oficio. Pero los caminos de la mujer, en cambio, eran por lo general mucho más limitados y, una vez abandonada la senda de los estudios, solo quedaba el trabajar en las fábricas en los almacenes o, como temporeras, en el campo, y, por supuesto, en el sector servicios; pero siempre con salarios bajos y cotizando los empresarios por ellas lo menos posible. A veces trabajando codo con codo con los hombres, desarrollando la misma tarea que ellos y rindiendo lo mismo que ellos, estas cobraban un poquito menos por ser mujeres. Eso por lo común. Aunque dependiendo de los trabajos y de la modalidad para desarrollarlos, en algunos casos no se discriminaba (yo, por ejemplo, he ido a vendimiar con mujeres, pero como íbamos a destajo, por kilos de uva cortada, pues toda la cuadrilla, chicas y chicos, repartíamos por igual el salario).

El caso de los almacenes y las conserveras (cuando antes las había en Cieza) es un poco peculiar. Pues absurdamente había, o hay, contratos para mujeres y contratos para hombres (eso es aprobado así en las negociaciones sindicales y en los convenios colectivos, ¡pásmense!) Las “triadoras” (así en femenino) se supone que están en las mesas, en las cintas o los calibres; y los “cargadores” (así en masculino) se supone que son los que mueven cajas, cargan, descargan y hacen mayor esfuerzo físico. Pero los empresarios, un suponer, contratan tan solo media docena de hombres y doscientas mujeres (una discriminación en cuanto a la igualdad del derecho al trabajo por parte de ambos sexos). ¿Pero qué ocurre después? Pues que se valen de las mujeres para que también estén constantemente moviendo cajas y cajones como los hombres, cobrando menos que ellos (una discriminación salarial sustentada por contratos legales).

Pero volviendo a la situación educacional de la mujer en décadas anteriores a los años sesenta, por lo general, esta tenía pocas opciones de ejercer sus libertades y de promocionarse académica y culturalmente, lo cual quebraba muchas aspiraciones de mejora en el ámbito laboral y social, y, en muchos casos, tenía que limitarse a constituir el apoyo del hombre, el sostén del hogar para que éste progresara; y, en los casos de salir la mujer a trabajar por cuenta ajena, no podía eludir todas las responsabilidades de la casa, que siempre recaían, o recaen, sobre sus espaldas. Debía madrugar y hacer labores domésticas y de organización de la casa: comidas, ropas, compras, limpieza… Si volvía al medio día, seguía trabajando y organizando; y, cuando finalizaba la jornada a la noche, aún continuaba haciéndose cargo de las tareas del hogar.

Esto último ha cambiado poco para la mujer trabajadora y con responsabilidades del hogar. De manera que, aparentemente, se ha superado aquello de “ser mujer de su casa”, pero en la realidad, a la mujer se le sigue exigiendo la responsabilidad de las riendas del hogar y del cuidado de los hijos; si no al cien por cien, pues afortunadamente hemos progresado algo, en mayor medida que al hombre.
©Joaquín Gómez Carrillo

29/12/18

Las pascuas

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Paraje Los Almadenes (Cieza), al fondo la central hidroeléctrica, inaugurada por el rey Alfonso XIII en 1925, situada junto al río Segura, en el punto donde éste abandona la profunda angostura del famoso Cañón de Almadenes
Dicen los sesudos académicos de la lengua que “las pascuas”, dicho en plural, es el tiempo que va de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo hasta el día de Reyes, inclusive. Pero yo creo que en realidad, pascuas, pascuas, son solo dos en tal periodo de días, pues mi abuela, que era mujer analfabeta y sabia a un tiempo, decía: “Ya s’ha pasao la pascua, San Silvestre y año nuevo; ahora queda que pasar la pascua de los caballeros”, refiriéndose a la pascua militar, que se celebra el día 6 de enero, coincidiendo con la festividad de la epifanía o adoración de los Reyes Magos (que por cierto, la Biblia no dice que fueran reyes, sino tan solo “unos magos de Oriente”, que se presentaron en Jerusalén preguntando por “el Rey de los judíos”, pues habían visto nacer su estrella y querían adorarlo, llevándole oro, incienso y mirra; lo cual, como ustedes ya saben, levantó la liebre para que Herodes se mosqueara y mandara llevar a cabo el famoso genocidio de cientos de criaturas inocentes).

Bueno, luego por otra parte está el dicho popular ese de “…hasta San Antón, pascuas son”, y nos deja con la duda existencial de si acaso, tras la fiesta castrense, en la que el rey arenga a los generales medallúos en el salón del trono del Palacio Real, existe otra pascua más que desconocemos. Aunque más bien creo que fue una frase inventada por los amantes de la parranda, que se resistían a dejar los dulces navideños y las copas.

Pero aparte del alcance de “las pascuas”, las formas de celebrarlas han cambiado una barbaridad. Miren, en los tiempos de mi abuela, y aún cuando yo era chiquitico, se mataba el pavo en casa, por eso se decía: “La pascua viene y a los pavos no les conviene”. También ocurría que no todo el mundo tenía posibilidad de hacerlo; ello se deduce del villancico: “… esta noche es Nochebuena/, noche de matar el pavo/, y le echaremos las plumas/ a la vecina de al lado”. También hay que mencionar que los medieros de la tierra, en vísperas de la Natividad, le llevaban un pavo a su señorita, aunque ellos y su prole no tuvieran nada para mejorar la mesa en las pascuas. La costumbre era ley.

Mi madre criaba pavos para sacarles unos duros. Los vendía, o los trocaba, a los recoveros. Pues estos iban por los campos ejerciendo el oficio de la recova: compraban o cambiaban telas y baratijas por huevos o animales de corral. Mi madre solía quedarse con algún género de los que ellos llevaban; elegía normalmente géneros sufridos, como pana o lienzo; tejidos que fueran resistentes para remendar o confeccionar atuendos de trabajo, ya que cuando se trataba de ropa de vestir, mi madre solía comprar el género en la tienda de Ballesteros o de Enrique Semitiel y llevarlo a la modista (la Amparo la Calahorra, a quien siempre le tuvimos gran estima, hizo a mi padre el traje de novio, y a mí el hatico de la primera comunión).

Algunos años, según fuera la economía familiar, que normalmente era de subsistencia, mi madre apartaba un pavico y le daba matarile en la Nochebuena tal como le había enseñado a hacer la suya. Pues mi abuela era una mujer dispuesta y no se arredraba por nada, y en el asunto de sacrificar animales para el consumo de la casa se pintaba sola. Ella se exculpaba de sus actos con una frase explícita cuando retorcía el cuello a un pichón, estrangulaba un pollo con la caña de la escoba o mataba un conejo de un pescozón de kárate de cinturón negro. Decía: “¡que se joda, que no hubiera nacío pollo, o palomo, o conejo…!” Aunque el asunto del pavo, por razones ya de la edad, lo dejaba para mi madre.

Mi abuela se manejaba bien con la costura; tomaba el albayalde y marcaba por aquí y por allá para hacerse unas sayas, un delantal o unas enaguas, o para remendar las prendas (ella decía: “quien remienda su sayo, pasa su año”). Aunque a fin de mes tenía que ausentarse para ir a cobrar la paguica de la vejez (se decía así: “vejez”), que se llevaba dos duricos para que el hombre de la ventanilla le entregara dos billeticos de cien, de los de Julio Romero de Torres, con el cuadro de la mujer morena, los cuales alzaba en el culo de un arca, entre los pliegues de un hábito del Santo Cristo que había vestido por ofrecimiento y que conservaba con bolas de alcanfor.

Mi madre lo pasaba mal con la muerte del pavo; se santiguaba de forma repetida y rezaba entre dientes al menos un Padrenuestro, un Señor mío Jesucristo y un par de Avemarías, y a veces hasta una Salve; luego daba un filo a la navaja en la piedra amoladera y se disponía a ejecutar su misión, para lo cual metía al pavo en un saco y, sacándole la cabeza por un agujero, lo colocaba encima de una silla mirando hacia el respaldo y se sentaba encima para sujetarlo.

Aunque un año al menos, que yo recuerde, mi madre se libró de matar el pavo, porque después de entrar al corral la jineta y dejar solo un gallico americano que dormía en una estaca cerca del techo del gallinero, hubo de adquirir una pava a una vecina para llevarla a la señorita. Lo cual que mirándolo por ese lado, fue para ella una liberación.
©Joaquín Gómez Carrillo

8/8/16

El mes de la Feria

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Un año pusieron focos para iluminar de noche el farallón del Castillo
Son los tres ejes principales del tiempo en nuestro pueblo: la Semana Santa, la Feria y la Navidad. La Semana Santa, colorista y llena de folclore y religiosidad, no tiene mes fijo, pues como ya saben ustedes unas veces cae en marzo y otras en abril, siempre en función del primer plenilunio de la primavera (se celebra según la tradición de la Pascua hebrea, que era la principal fiesta judía en que Jesús comió la última cena con sus apóstoles). La Navidad, aunque fechada el 25 de diciembre, es un periodo festivo que se alarga y se mete en enero con las celebraciones de año nuevo y Reyes, y aún algunos aseguran que “hasta San Antón, pascuas son”. Pero la Feria tiene bien definido su mes: agosto. Y con ella casi que se despide de facto el verano y, en muchos casos, las vacaciones. ¡Hasta el tiempo, cuando antes no estaba tan loco como ahora, cambiaba el último día de la Feria y empezaba a hacer fresquito el uno de setiembre!

Agosto es un mes de merecido descanso; el calor es agotador, las cosechas estivales del campo ya casi se han recogido por completo y solo resta esperar que llegue la Feria y despedir lo más recio del verano con las fiesta locales en honor al patrón San Bartolomé. Por otro lado, la Feria constituye un periodo festivo que ha ido evolucionando con las épocas y se ha ido adaptando a los gustos y modos de vida sociales. Es decir, a la gente de ahora le divierten otras cosa muy distintas de las que le divertía hace 40 o 50 años, y seguro que dentro de otros tantos la Feria habrá tomado otros derroteros y se celebrará de otra manera. Hubo un tiempo en que, aunque parezca mentira, no se ponían tascas, y la Feria se limitaba a ser solo eso: una feria en el sentido comercial: una sucesión de casetas de madera repletas de juguetes alrededor de la Plaza de España, la caseta de Dimas el joyero, las turroneras, el tío de las sartenes, el tío del serrín y par’usté de contar. Luego estaba la tómbola y las atracciones del Solar de Doña Adela. La música, la que tocaba la banda municipal en la Tortada del centro de la Plaza. ¿Dónde tomaba la gente cerveza y aperitivos? Pues en los bares y tabernas: en el Bullas, en ca Peperre, en el Bar de Isidoro, en el de Minuto, en el de Posás, en el Sotanillo, en el Café del Gato, en los Valencianos o en ca la Tallera, entre otros, pues bares en Cieza nunca han faltado.

Pero los tiempos fueron cambiando: se elegía reina de las fiestas y damas de honor, que luego desfilaban en las carrozas; se engalanaba con bombillas pintadas de colores la Torre de la Plaza de España, que fue el primer edificio alto del pueblo, y hasta un año se colocaron focos al pie de las rocas del Castillo para iluminarlo por la noche, y se veía desde el pueblo como un decorado de Belén gigante (aunque duraron menos que un perro en misa, pues subieron los “vándalos” a la Atalaya y se los cargaron en un santiamén). Todos los años aparecía algo nuevo por la Feria, como cuando vino el hombre que trepaba con una moto por las paredes, y además, sin manos, ¡hala! Pero el año que llegó por primera vez una caseta de pollos asados, eso fue el no va más. Nadie había visto nunca cómo se asaban los pollos dando vueltas y chorreando ese pringue que atufa en quinientos metros a la redonda. Entonces los menos tímidos empezaron a sentarse en aquellas inestables sillas de tijera (como las que repartía el motocarro para el duelo de los muertos en las casas) y a comer pollo asado con cerveza; de modo que en noches sucesivas, el tío de la caseta no daba abasto. Aquello fue un gran descubrimiento ferial. Es por lo que en los años siguientes, acudieron otras casetas donde la gente podía sentarse a comer y beber, las cuales iban ocupando el sitio de las de juguetes que dejaban de instalarse por falta de clientes. Los gustos festivos cambiaban.

De modo que la cosa se veía venir: llegaron las tascas y el olor a morcilla asada en todo el recinto. El Solar “mágico” lo edificaron y las atracciones las mandaron a la Avenida de Italia, al Campo de Fútbol, a la Avenida de Abarán o a la Avenida García Lorca..., antes de relegarlas al descampado de más allá de la Plaza de Toros, ¡bien lejos! En cuanto a los cantantes, quedaron para el recuerdo las fabulosas “galas del Pabellón” y trajeron grupos y orquestas para saturar de vatios musicales y ruido la sufrida Plaza de España, donde apenas queda ya una pequeña muestra de genuina feria: algo de juguetes, algo de joyería y los ternes turroneros. Además de los vendedores africanos con sus productos exóticos y sus chucherías “todo barato”, o los indios andinos con sus gorritos de lana de llama o de vicuña.

Pero hay un espíritu que perdura, que es ese tiempo en que se barrunta al Tío de la Pita, cuando las mujeres daban un pasavolante de limpieza general y descaspaban algunas partes olvidadas de las casas, pues era el mes de la Feria y muchas cosas había que ponerlas en revista.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 06/08/2016 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA"

28/10/14

Agrupa Vicenta

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Entrada a la mina Agrupa Vicenta, en La Unión
Al otro lado de las montañas sabemos que está el mar: la bahía de Pormán, y que desde tiempos de los romanos, acudían hasta allí los barcos a cargar el mineral que extraían del subsuelo. Hoy en día, tras siglos de explotación y con el paisaje plagado de pozos mineros, que han convertido sus montes en un enorme queso de gruyere, al pueblo de La Unión solo le queda ofrecer a los visitantes una pequeña muestra de lo que supuso, hasta hace unas cuantas décadas, la actividad de la minería. Así que “Agrupa Vicenta” no es otra que una de aquellas minas, donde hasta mitad del siglo XX, hombres afanosos que vivían como topos, picando casi en las tinieblas del infierno, tenían que ganarse la vida perdiendo a cachos su salud.

La moderna autovía de La Manga te deja muy cerca; de modo que aquella mañana llegamos en un periquete hasta el pueblo: en la actualidad un espacio urbano algo monótono, carente de un “casco histórico” como los que estamos acostumbrados a patear en otros municipios de la Región; solo el populoso edificio del mercado, sede actual del “Festival internacional del cante de las minas”, llama la atención al visitante y da una ligera idea de lo que en otro tiempo fue esta localidad: una gran urbe que, con gentes procedentes de otros lugares, atraídas por los beneficios que daban las entrañas de la tierra, llegó a contar noventa mil habitantes a finales del siglo XIX, cuando fue declarada “ciudad”: la ciudad de La Unión. (A Cieza le otorgó este título el rey Alfonso XIII en el año 1928).

Para llegar al centro de interpretación del Parque Minero, en el extrarradio urbano, cruzamos el paso a nivel del ferrocarril de vía estrecha que va desde Cartagena hasta Los Nietos, trencillo, todavía funcionando, que utilizaba en otro tiempo la burguesía cartagenera para desplazarse a tomar baños marinos en el Mar Menor. Y ya, llegados al sitio, nos invitan a una salita de proyección, donde con las imágenes de un video nos hacen una semblanza de la historia de esta localidad y su vocación minera. Luego en un remedo de tren ascendemos curveando por una carreterilla estrecha hasta media altura de la montaña. A la vista, ruinas por doquier de la existencia en otro momento de una “fiebre minera”; vestigios aquí y allá del afán humano por encontrar bajo el suelo la veta esquiva, capaz de sacar de pobre a cualquiera: plata, plomo, hierro..., lo que fuese. Por laderas y barrancos, observamos que no hay palmo de tierra sin remover ni lugar libre del pico esforzado de la minería.

En Cieza no se puede decir que haya habido rastros de esta actividad. Sin embargo haré mención de dos lugares donde sí pudo producirse. Uno es en la Rambla del Cárcabo, en la zona que hoy cubren las aguas del embalse del mismo nombre. Allí hubo un pozo, entibado de ladrillo moruno y “ascensor” con máquina de vapor, cuyas profundas galerías perseguían un rico filón de carbón de piedra; más por razones políticas de los gobiernos de Alfonso XIII, quedó finalmente abandonado el ambicioso proyecto (planeaban llevar el mineral hasta La Macetúa con una línea de vagonetas colgantes). Otro incipiente caso de minería en nuestro término, ocurrió también por los años veinte y fue en la Sierra del Oro (aún hoy en día se pueden ver las ruinas de la “casica de los mineros” junto al Pozo de la Nieve). La empresa estaba a cargo de un inglés, que cuando desistió de las prospecciones y entregó a mi abuelo la llave de la caseta y unos cuantos cachivaches del oficio, fundó el “Garaje Inglés”, donde “regalaba” el carné de conducir a los clientes que adquirían los primeros autos del pueblo.

A la entrada de la mina “Agrupa Vicenta”, la única que han acondicionado para las visitas, nos dieron un casco y nos hicieron pasar por una estrecha galería entibada con madera reciente. La guía, una chica joven, que nos hablaba con una especie de megáfono que llevaba colgado, al parecer se había estudiado bien el tema. En fin, no les quiero desvelar el contenido de la visita, pues les aseguro que merece mucho la pena ir. Solo les apuntaré que las proporciones subterráneas son inmensas si pensamos que todo fue horadado a pico y barreno, que la maestría para evitar el desplome de la techumbre dejando grande columnas era fundamental, que la explotación de las vetas se hacía por plantas, cuyo sistema de vías y vagonetas vertían el mineral en un profundo pozo para sacarlo más abajo, en la base de la montaña, y que las condiciones de trabajo eran de lo más extremas e insalubres. Se dice que allí, al fragmentarse la pirita (mineral de hierro conocido como el “oro de los tontos”), era tal la producción de calor en el interior, que los hombres, casi desnudos, tenían que zambullirse de vez en cuando en unas vagonetas-bañera llenas de agua para soportarlo.

©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 25/10/2014 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")

19/9/14

La transmisión oral

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Acantilados en Ribadesella (Asturias)
Cuando se es niño, la mente funciona como una esponja, como un poderoso receptor de información que todo lo capta, lo absorbe y lo asimila. Cuando se es niño y capaz de aprender cualquier cosa, buena o mala, es cuando mejor funcionan las enseñanzas y las necesarias trasmisiones del saber para que una sociedad y una cultura sean duraderas y avanzadas con el paso de las generaciones.

Ahora casi todo se encuentra en internet, al alcance de un poderoso buscador y del toque de la tecla “intro”, pero los mejores tesoros del conocimiento humano se hallan sin duda entre las páginas de los libros. Tenemos por seguro que mucha sabiduría radica en el verbo de profesores, enseñantes y divulgadores, sin embargo gran parte de lo que nos hace personas se puede obtener escuchando a la gente humilde de la calle.

Recuerden también que hace no muchos años aún existían las tinieblas del analfabetismo en nuestro país. Un alto porcentaje de la población, en mayor medida mujeres, era analfabeto. Se trataba de una lacra social ligada a factores de injusticia económica, a políticas poco favorables con el desarrollo personal, a leyes contrarias a la igualdad de oportunidades, a la resignación y aceptación de la diferencia de clases y a una ancestral discriminación de la mujer.

 Entre mis ascendientes había cinco mujeres analfabetas: mis dos abuelas y tres de mis tía-abuelas, mientras que los hombres (mis abuelos y tío-abuelos) sí que habían aprendido a leer, medio escribir y algo de cuentas “para su gasto”. Pues se pensaba que la mujer, en su papel asignado de esposa y madre, con saber llevar para adelante las tareas domésticas: limpiar, lavar, fregar, hacer la comida, cuidar del averío, zurcir y remendar, iba bien servida. Así que mis pobres abuelas, que eran más listas que el hambre, no sabían ni siquiera poner su nombre en un papel y tenían que firmar con el dedo cuando iban todos los meses a la calle San Sebastián a cobrar la triste paguica de la jubilación.

Pero en aquel ambiente atrasado a nuestro parecer (pongamos por caso un entorno rural en los años sesenta, sin radio, televisión ni teléfono), había grandes espacios de silencio. La casa misma, cuando se cerraba la puerta de la calle por la noche, era un templo de silencio; solo la palabra, el borbolloneo de la olla en la lumbre, el crepitar de los leños ardiendo o el viento ululando en el cañón de la chimenea, eran capaces de desbaratar el telo espeso del silencio. Entonces era el momento idóneo para la transmisión oral del conocimiento. De alguna manera había que llenar los espacios vacíos que dejaba la vida, exenta por aquel entonces del ruido mediático o la presencia de los electrodomésticos. Era, pues, el tiempo de los cuentos, de los chascarrillos y adivinanzas, de las referencias al pasado y de las historias y leyendas venidas de atrás de boca en boca.

Entonces se amalgamaban los sucesos con la ignorancia y los relatos verídicos adquirían un aire de misterio y fantasía. Mi abuela contaba que en su niñez, superviviente de mortandades infantiles (su madre había perdido cuatro hijas del temido garrotillo), conoció por lo visto un eclipse total de sol, y la pobre no hallaba imagen más rotunda para describir aquella “inexplicable” oscuridad que se había echado sobre las casas del Ginete, que la de las gallinas huyendo hacia los corrales. Ella relataba: “¡a medio día se hizo de noche y hasta las gallinas se recogieron en su gallinero!” Mi abuela no sabía el mecanismo planetario de los eclipses solares. No lo supo nunca; y cuando ya los niños que éramos entonces empezábamos a aprender la ciencia de los doctores y hasta podíamos recitar de memoria las leyes de Kepler, ella no pasó a creer jamás la llegada del hombre a la Luna, pues por ignorar, desconocía la razón misma del día y la noche.

No obstante toda la transmisión oral era buena, pues nos descifraba un mundo anterior contado por los viejos, donde cabía el misterio, la poesía y hasta los cimientos verdaderos de la ficción. Aquellas personas, narrando sus avatares y experiencias de viva voz, a la luz de un candil de aceite, parecían poseer un pasado de novela. Hoy en día, los niños y los no tan niños se centran más en las pantallitas de los móviles, donde desaprenden a escribir practicando una comunicación tarada. Actualmente nos encerramos frente a los ordenadores, desaprovechando muchas veces los momentos en que un anciano nos intenta explicar su visión del mundo. Se pierde la transmisión oral entre generaciones, pues creemos que ya lo sabemos todo o que cualquier duda será resuelta de forma inmediata a punta de Google.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 13/09/2014 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")

30/7/14

El Correo

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Casilla (reconstruida) junto a la cual estaba el paso a nivel donde explotó un camión de bombas en 1937, al chocar contra el Correo a la media noche
La Estación de Cieza ya no es lo que era. Antes pasaban trenes, más que ahora, de mercancías y de viajeros. Hace años se viajaba mucho en tren, pues no había tantos coches como en la actualidad y por el ferrocarril se llegaba casi a todas partes, casi a todos los pueblos (mis abuelos se iban a los Baños de Mula en tren). En realidad, en la Estación había dos estaciones: la de Renfe y la del Chicharra, que era un trencillo que hacía el recorrido de Cieza a Villena y viceversa, pasando por Jumilla y Yecla. Yo no sé si este tren de vía estrecha llegó a utilizar locomotora diesel, o funcionó hasta que lo desmantelaron con máquina de vapor, pero el edificio de su estación terminal, cochambroso y “okupado” aún está en pie, y pone en la fachada: “FEVE. FERROCARRILES SECUNDARIOS DEL SUD DE ESPAÑA”.

En relación con la vía del Chicharra, hace tiempo que el ayuntamiento se interesó por crear una “ruta verde” en lo que fue el trazado de ésta, como en otros lugares, aunque en gran parte de su recorrido por nuestro término municipal, los particulares se han apropiado del terreno y no queda ni rastro de por dónde pasaba. Yo pequeñico, recuerdo tres apeaderos del Chicharra, en donde la gente de los campos podía bajarse o coger el tren: el de los Prados (justo en mitad de lo que ahora es el polígono industrial), el de la Corredera (frente a la Thader, por donde va la autovía) y el de la Loma de la Fonseca, cuya casilla aún se mantiene en pie a orillas de la carretera de Jumilla, donde había un paso a nivel. Por cierto, bastantes años después, tuve amistad con la guardabarreras, ya anciana, y Ortuño de las teles, como era hombre inteligente y con gran sentido del humor, me decía delante de ella: “¡Juaqui, la Antonia, aquí donde la ves, era la única mujer de Cieza, que en los tiempos más duros del franquismo salía todos los días a la calle con una bandera roja y no le pasaba nada!”

Creo que el ayuntamiento, con o sin vía verde, debería interesarse al menos por el edificio de la estación del Chicharra, para que no tengamos que estar siempre lamentando a posteriori el haber dejado perder las cosas que han formado parte importante de la historia de nuestro pueblo.

En cuanto a los trenes de Renfe que circulaban repletos de pasajeros, uno de los más importantes era el Correo, que pasaba todos los días por Cieza a las 6 de la mañana en dirección a Cartagena, y luego retornaba hacia Madrid pasando por aquí a las 12 de la noche. Antes, en los trenes de viajeros de largo recorrido se diferenciaban muy bien las clases sociales y había vagones de primera, de segunda y de tercera, como explica Azorín en su “Diálogo de los dos canes”. Cuando los trenes paraban en las estaciones, según el escritor de Monóvar, solo la gente que iba en segunda sacaba los brazos por las ventanillas para comprar refrescos y bocadillos que vendían con cestas de mimbre a pie de andén; no así los pasajeros de primera, que visitaban el “restorán” del tren; ni tampoco los de tercera, que portaban sus propias viandas traídas de casa, las cuales compartían con otros viajeros en las bancadas de madera del vagón.

El tren Correo fue el que en el año 1937, en plena Guerra Civil, chocó con un camión de bombas a media noche en el paso a nivel de los Prados (por ese paraje, tanto la vía de Renfe como la del Chicharra, iban casi paralelas y ambas cruzaban la carretera nacional). Lo cual originó una catástrofe ferroviaria de gran magnitud, haciendo que parte del tren cayese a la Rambla de Judío y originado un montón de víctimas, asunto que silenció todo lo que pudo la censura de guerra para no dar alas al enemigo.

El Correo siempre solía pasar por Cieza a sus horas y, cuando no todo el mundo tenía reloj ni la vida se vivía con las prisas y la exactitud de ahora, la gente se guiaba por los pitos de las fábricas y también, cómo no, por el silbato del Correo entrando y saliendo de la estación (mi padre, en invierno, solía levantarse por las mañanas con el segundo canto del gallo o con el pito del Correo). Bastantes años después, cuando yo estudiaba COU en el Instituto, algunas noches me iba con mi compañero Juan Manuel a subir las sacas de cartas a la Estación, pues su padre, Manolo de la Gabina, tenía esa responsabilidad, que por eso era el nombre del tren: “Correo”.

Y otro asunto anecdótico relacionado con dicho tren de pasajeros, fue el de Perico Quisquillas, cuando éste hizo creer al pueblo de Cieza, clero incluido, que se iba a efectuar una aparición divina en la Ermita a la media noche un determinado día. Tanta publicidad tuvo aquél “milagro anunciado”, que Renfe optó por detener el Correo en la Estación por el tiempo necesario para que los viajeros pudiesen bajar y contemplar aquel portento del Cielo. Ni que decirse tiene que la cosa fue un fiasco tremendo y solo la Guardia Civil pudo librar al infeliz de un “casi linchamiento” por parte del público defraudado.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 26/07/2014 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
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LOS DIEZ ARTÍCULOS MÁS LEÍDOS EN LOS ÚLTIMOS TREINTA DÍAS

Cuentos del Rincón

Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"