INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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29/8/20

2020, el año sin traca

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Vista parcial del casco histórico de Cieza desde el Cerro del Castillo
Por entonces no estábamos acostumbrados a trasnochar; me refiero a aquellos años en que la guardia civil patrullaba a pie por el pueblo y si te veía por la calle después de las doce de la noche te llamaba la atención. «¿A dónde se va?», te preguntaban los guardias. «Pos mir’usté, que vengo de ver la novia y me s’ha hecho un poco tarde», por ejemplo, respondías con las orejas gachas no fuera a ser que la cosa pasara a mayores (con la guardia civil nunca se sabía). «¡Pos venga, a acostarse, qu’es tarde!» Pasada la media noche, ya era tarde, y lo normal era que al día siguiente hubiera que trabajar, porque entonces en Cieza había mucho trabajo, para grandes y pequeños, para mujeres y hombres; este era un pueblo industrial con mucha actividad y muchas fábricas. Y era por eso, por la mucha ocupación laboral que había, y por lo de la benemérita patrullando con sus tricornios charolados, por lo que nosotros, los que empezábamos a empinar el cuello en los sesenta, no estábamos hechos a trasnochar, salvo el día de la traca.

Por aquel tiempo la Feria de Cieza gozaba de tres sesiones de pólvora muy gozosas: el castillo del Arenal del río, el de la Esquina del Convento y la traca final, que era el apoteosis de la fiesta, lo cual daba la sensación esa de «¡vaya con dios!», de «!hasta el año que viene!» y, por supuesto, de «¡mañana, a trabajar!». Aunque, ojo, también había paro, ¿eh?, mayormente de braceros, o sea, hombres sin ningún tipo de cualificación, porque la mujer casi que no contaba en las listas del paro, era como si la mujer no tuviera derecho al trabajo, aunque bien es verdad que en las fábricas, la mayoría de puestos eran de mujeres o para mujeres: en Géneros de Punto, en Manufacturas Mecánicas de Esparto, en las conserveras de los Guirao (los Morote), en los Martinejo, en la Ciezana, en la Coopertiva de Barratera, etc.; ¡madre mía!, había mucho trabajo para la mujeres entonces, aunque a las pobres no les cotizaban casi na y el abuso laboral estaba al orden del día, pero bueno, con la legislación de Franco, que era bastante proteccionista, con que tuvieras ¡dos días cotizados! ya era suficiente para cobrar «la vejez», ¡dos días!; sin embargo, los hombres que dependían de echar unas peonadas aquí o unos jornales allá, ésos cuando llegaban los meses malos del año les tocaba pasar algunas estrecheces, y en las tiendas tenían la cuenta del fiote, con la esperanza para el tendero o la tendera de que llegara la temporadica buena y los braceros pudieran ir a arrancar esparto al monte, a limpiar las acequias, a segar a la Mancha o a coger albercoques, que era la fruta más abundante en Cieza junto con los melocotones. Así que con el último trueno de la traca te ibas para casa ligerico pensando que había que madrugar al día siguiente.

En cuanto a la pólvora, aunque siempre decíamos que los abaraneros se llevaban la palma, aquí en el pueblo también nos quedábamos a gusto (el concejal era «Pepe Trueno»). La primera sesión era (tal como sigue siendo) el castillo en el Arenal de río la noche del 23 de agosto. Ya saben cómo se pone de gente el Balcón del Muro, la calle Cubico, la zona de Los Pajeros, el Puente de Hierro; ¡una gozada!, pues las vistas son inigualables para presenciar los fuegos artificiales, y cuando el hombre de la bengala, en la oscuridad, se alejaba un poco para encender «el gordo», atado a un poste de madera, nos tapábamos los oídos y abríamos la boca, porque ¡menuda bomba! A continuación se producía como un derrame humano, un gentío, hacia la Plaza de España, el Paseo o el Solar de Doña Adela. Pero eso no era más que un aperitivo de lo que venía a la siguiente noche.

El día 24, la fiesta del santo patrón San Bartolomé, tenía lugar el castillo de fuegos artificiales más importante: el de la Esquina del Convento, ¿se imaginan? Saben ustedes que las palmeras se disparan con tubos o cañones, pues no les digo nada cuando los pirotécnicos encendían las mechas de éstas (entonces todo se hacía a mano, pegando fuego a la pólvora directamente); los tubos estaban de pie a unos pocos metros de la gente, el hombre arrimaba la bengala al extremo de la mecha, que colgaba como un palmo fuera del cañón, y se agachaba dando la espalda; en cuestión de escasos segundos veíamos colarse el fuego dentro del artilugio y el chupinazo era tremendo: la bomba salía disparada, girando, de forma vertical hasta explotar en las alturas y abrir todo un paraguas luminoso de colores. Había dos o tres pirotécnicos moviéndose como si tuvieran el dominio del fuego, combinando los disparos de todo tipo de cohetes con los zambombazos de los mentados tubos de las palmeras. Y todo a pocos pasos de distancia. El olor a pólvora quemada y el humo de la batalla se cortaban en el ambiente; solo había una regla: «¡el que mire para arriba le cae la caña!», porque los cohetes llevaban sus cañas, que caían encendidas sobre los tejados y terrazas de alrededor: el Palacio de Justicia, el Convento, la Telefónica, los Valencianos...

Y luego, pasada una semana festiva, venía ya la traca: el hito de fin de fiestas y casi del verano. Estábamos «sacando agua», paseo arriba, paseo abajo, siembre guardando la regla de la derecha, para no entorpecernos, porque no cabía un alfiler: todo el mundo, de todas las edades, en el Paseo de los Mártires. Entonces veíamos al Largo con su escalerica de madera atando a las farolas los cordeles de pita de la traca, con sus rastras de petardos colgantes, ¡qué emoción! Incluso, una vez encendida y pegando unos zambombazos de no te menees, algunos aguantábamos dentro del paseo y solo corríamos delante de la raya del fuego, que avanzaba en zigzags como un demonio.
©Joaquín Gómez Carrillo

28/12/19

Luces de Navidad

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Alumbrado navideño sobre el Camino de Murcia, en Cieza. (Fotografía realizada por la fotógrafa ciezana Pilar Alcaraz)
Ya se ha hecho cosa corriente el engalanar nuestras calles con lucecicas en los previos a la Navidad (Natividad de nuestro Señor no hay más que una, y, a la hora de felicitar, es incorrecto decir «¡felices navidades!»; por el contrario está bien decir «¡felices pascuas!», porque las pascuas son más de una, y duran hasta San Antón). Bien, pues cuando falta bastante tiempo aún para el 25 de diciembre, se ha hecho costumbre empezar a colgar el alumbrado navideño, ya que, como vivimos en una sociedad capitalista por excelencia (aquí es capitalista hasta el gato, por mucho que el gato se arrogue el marchamo de seguidor de Marx o Bakunin), el consumismo es uno de los signos principales; ¿y qué mejor momento para ¡comprar, comprar y comprar!, que la tierna Navidad? Por eso los ayuntamientos, con muy buen criterio, encienden las colgaduras sobre las calles y las chorreras luminosas de un árbol de pego con antelación calculada, pues dicen los entendidos que eso estimula mucho el consumo, y la gente, en cuanto ve las luces corre como loca a las tiendas; aparte de que el propio alumbrado, en sí mismo y en algunas ciudades, es motivo de interés por su espectacularidad, como el caso de Madrid y, últimamente, Vigo.

Antes también se engalanaban las ciudades y los pueblos cuando venían estas fechas, pero era diferente; lo primero porque la tecnología era bien distinta y las luces no eran otra cosa que rastras de bombillas pintadas de colores. Aquí, en la Plaza de España, ataban los alambres en el alero de la Tortada de la música, a todo alrededor, y, de forma radial, iban colocando las hileras de lámparas de colorines, que al final quedaba la plaza más bonica que un San Luis. (En Feria también lo hacían; yo me acuerdo la primera Feria tras la construcción de la Torre de la Plaza de España —¡menudo hito urbanístico, todo el mundo mirando para arriba!—, por el sesenta y tres sería, que la iluminaron también con luces de colores de arriba abajo; es más, por entonces colocaron unos focos al pie del farallón rocoso del Castillo, y cuando los encendían era una preciosidad el ver de noche aquello desde el pueblo, pero como no está hecha la miel para la boca del asno, en seguida subieron y los rompieron).

Entonces, como el tema de las bombillas era engorroso y comportaba un consumo considerable, pues no se podía abusar, así que utilizaban mucho las colgaduras de papel brillante y las bolas. El arbolado del centro de pueblo, mayormente, se adornaba mucho con bolas de Navidad y colgajos brillantes, y alguna que otra lámpara, que las ponían los mismos empleados del ayuntamiento: el Largo, el Rojico, el Pascualón. Ahora no, ahora hay empresas especializadas que están al loro en estos temas y saben cuándo tienen que venir a colocar el alumbrado ornamental de Navidad. Llegan con sus operarios, sus grúas, sus ramilletes de luces LED (son las siglas en inglés de de «light-emitting diode»), que gastan muy poquico y adornan que es un gusto. Luego, en cuanto pasan los Reyes, vienen de nuevo y las retiran hasta la siguiente Navidad, y le pasan la correspondiente factura al ayuntamiento. Ese es un gasto con el que hay que contar, como el de los fuegos artificiales de la Feria, que también las empresas pirotécnicas ofrecen un abanico de virguerías de artificio y el responsable municipal, en función de su presupuesto, elige.

Antes cuando se aproximaba la Nochebuena, el ayuntamiento mandaba cortar un pino con buen porte y «clavarlo» en la Esquina del Convento (un pino grande, eh, que lo traían en un camión). Entonces esas cosas no se echaban al ver; la gente también iba al monte y se traía un pinico para poner en su casa, o unos tallicos de sabina, que quedaban muy bonicos junto al Belén, y no pasaba nada, el monte era de todos, y no se «extinguía» ninguna especie por eso (aún no se había inventado el ecologismo de despacho y la vida era más natural y más práctica). Pero bueno, ahora eso no nos parecería correcto, hemos progresado y, la verdad, cortar un hermoso pino para que esté ahí diez o quince días poniéndose mustio, pues tampoco está bien. Ahora, aunque quede un tanto psicodélico, nos acostumbramos a los «conos-árboles» de Navidad, que no hacen daño al medio ambiente. Además, es un detalle que normalmente la empresa que pone el alumbrado dice que lo coloca «de regalo». —«Este año vamos a colgar no sé cuántos motivos en no sé cuántas calles y plazas, y el árbol lo ponemos de regalo.»— (Una estrategia comercial; al fin y al cabo todo es comercio y capitalismo). Pero bueno, queda bonico y la gente se hace fotos con sus móviles al pie del cono luminoso.

Pero, ¡ay!, qué fallo: la fachada del Convento está oscura; los focos que instalaron hace unos años en el suelo se han ido fundiendo con el tiempo y es una pena; no porque sea Navidad ni porque sea un edificio religioso ni nada de eso, sino porque es una de nuestras imágenes icónicas de los ciezanos: la fachada principal de San Joaquín con su escalinata. (Desde lo alto de esas escaleras Antonio García Ros, alias «Pancharra», alcalde de Cieza en julio de 1937, cuando el terrible choque del tren Correo con un camión de bombas en el paso a nivel de Los Prados, junto a la Rambla del Judío, arengó y tranquilizó a la gente despavorida de media noche diciéndole que él personalmente iría a enterarse de qué se trataba aquella horrorosa explosión que hizo temblar los cimientos de Cieza, y muchos habían empezado a temerse que las tropas rebeldes iban a caer de un momento a otro sobre nuestro pueblo).

 Bueno, termino diciendo que, en términos generales y en relación con las luces de Navidad, encuentro el pueblo bonico y lleno de color y alegría. Así que ¡Felices pascuas y próspero año 2020 para todos!
©Joaquín Gómez Carrillo

27/11/18

¿Qién recuerda 1968?

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Mesa de celebración en una fotografía de Fernando Galindo
Por aquel año ya habíamos pasado los terremotos, en cuya noche infausta muchas personas se llenaron de pánico en Cieza y salieron a la calle en paños menores como si fuera el fin del mundo; pues no estábamos acostumbrados a sentir bajo los pies aquella energía ondulante, aquella serpiente telúrica que surgía de las profundidades de la Tierra y, con su cola poderosa, hacía zozobrar la losa del pueblo como si fuera una balsa de piedra a merced de la ira de los dioses. Y, como no hacía mucho tiempo que se había inaugurado la Torre de Cieza, algunos de sus habitantes de los pisos altos, precavidos o temerosos, se bajaron a toda prisa con colchones a dormir en mitad de la Plaza de España, por si el rabo del demonio surgía con mayor ímpetu desde los sótanos del mundo y quebraba por sus cimientos el orgulloso edificio.

También por entonces era ya un recuerdo para muchos la llegada a nuestro pueblo de Renato, un arriesgado funambulista que se paseaba sobre la Plaza de España caminando, con el torso desnudo, sobre un cable de acero; lo cual hizo que toda una generación de muchachas jóvenes se enamorasen sin remedio de aquel fabuloso titiritero venido de muy lejos y se lo llevaran por la noche al paraíso de sus sueños, al jardín perfumado de sus almohadas, donde crecía la flor de sus ilusiones.

Por otra parte, aún se columbraba en la bruma del futuro la década de los ochenta, en la que el genial autor de “La rebelión de la granja” había ambientado su novela futurista “1984”, en la cual la humanidad estaría sometida a dos tiranías alternativas y contrapuestas, y los individuos serían vigilados sin escapatoria por un ojo implacable, que George Orwell llamó “gran hermano”. Pero eso sería en un futuro todavía por llegar. Como también faltaba mucho para que saltáramos la cumbre de un nuevo siglo, donde Stanley Kubrick, basándose en la maravillosa novela de Arthur C. Clarke, había escenificado en su película “2001, una odisea en el espacio” la rebelión de un computador gigante en el desamparo humano del desierto cósmico.

Entonces, en el ahora ya lejano año 1968, me acuerdo que el tiempo pasaba tan lento para nosotros que pensábamos ser eternos. Nuestros padres nos matricularon en el instituto y hasta allí íbamos todas las mañanas con nuestras cartericas en la mano y en pantalón corto, por aquellas calles recién trazadas, donde abundaban solarones en los que sesteaban rumiando las cabras y descampados con carreras de hiladores, en las cuales los hombres caminaban a diario del revés.

Pero ahora, sin embargo, desde nuestro punto de vista privilegiado, en esta atalaya de jóvenes sesentaañeros que nos regala la vida, tenemos la ligera impresión de que cincuenta años solo ha sido un abrir y cerrar de ojos. Quizá por eso, para constatar que nosotros, los de entonces aún somos los mismos, hemos decidido reunirnos algunos alumnos de aquella afortunada promoción de 1968-69 y disfrutar de una comida de hermandad, cosa que hemos hecho el pasado sábado, día 24, con el mejor ambiente de camaradería y noble amistad. Pues no hay asideros más firmes para viajar en el tiempo que los recuerdos compartidos, nada más seguro para remontar los vaivenes de la vida que el sentimiento de pertenecer a un grupo, y no existe mejor ni más fiel amistad que la nacida a la misma edad en que nacen las emociones.
©Joaquín Gómez Carrillo

19/9/15

Y sin embargo, la Romería

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La mayor agresión que sufre ¡todos los años! el Cerro del Castillo, tanto en su frágil capa vegetal como en sus vestigios arqueológicos
Siendo positivos, la romería al Collao de la Atalaya es ya un evento de trascendencia popular y hasta de tradición de nuestro pueblo; es una forma de esparcimiento de la gente que ama salir un día al monte “por romero” (“...por romero y por amor”, que diría Juan Ramón Jiménez); es una muestra colectiva de fervor popular en torno la Virgen del Buen Suceso, “copatrona” de Cieza. La romería a la ermitica de la Atalaya el tercer domingo de setiembre, todos los años, es para muchas personas un acto de fe y de cumplimiento de su vocación espiritual: el acompañar a la mentada imagen mariana, muy tempranico y andando (Puente de Hierro, de los Nueve Ojos, Maripinar, Rincón de Mula, paraje Ermiticas, Barranco de Meco, Solana de la Atalaya...), hasta su sagrado lugar, desde donde se columbra la villa de Abarán y se tiene una espléndida panorámica de la ciudad de Cieza, y allí oír misa con unción, en la paz y con el respeto de todos los desplazados hasta ese inigualable mirador, que es la explanada del santuario; sentarse después en una piedra y almorzar del avío que cada cual ha llevado en su bolsa (“al monte vas, de lo que lleves comerás”). Y después, una vez recogido cualquier desperdicio y depositado en el correspondiente contenedor de basura, iniciar el regreso caminito abajo, sin salirse del sendero ni pisar ni estropear el frágil ecosistema vegetal de nuestro monte más emblemático. Eso siendo muy positivos y muy cívicos y muy respetuosos con los espacios públicos, que son de todos. Porque, aunque no se pueda estar “repicando y en misa”, sí que se puede ir “a Dios rogando y con el mazo dando.”

Miren, en Cieza no hubo una romería en toda regla hasta la década de los sesenta. Los únicos precedentes por entonces eran dos: la visita en Viernes Santo por la tarde a la Fuente del Ojo, cuyo gentío inundaba toda la zona, incluidos los losados de acceso a los Casones, y a donde se desplazaban el tío de los chámbiles, el del arrope-calabazate, el del carrito de las pipas y las rajas de coco y hasta el hombre cojo que vendía milhojas con una cesta de mimbre colgada del brazo (era una especie de “romería civil”, cuya tradición se perdió casi al mismo tiempo que la propia Fuente del Ojo). Y el otro precedente, más antiguo, todavía se mantiene arraigado al sentir de los ciezanos: la subida del Cristo a su Ermita del Calvario.

Mas a principios de los sesenta, pensando en trasladar la advocación del Buen Suceso a un lugar apartado del pueblo, estuvieron sopesando diversos parajes para la construcción de una ermita y convertirla en sitio de peregrinaje o visita romera. Uno de estos lugares que estuvieron valorando fue en las Lomas del Madroñal, espacio muy accesible y de paisaje noble. Pero la cosa no cuajó, pues viendo un montecito de aspecto cónico, que emergía del Collado de la Atalaya, pensaron que allanando su cima, coronada de peñascos, sería el emplazamiento ideal. Por lo que se hizo necesario construir a pico y pala un camino, desde el Puente de Meco hasta el mentado lugar (años después mandarían hacer el otro camino de la umbría, con un destrozo considerable de pinos y un falseamiento del terreno, que más tarde lo ha convertido en intransitable). Es verdad que no había tradición romera, pero se ha hecho a través de los años, como no hay tradición de “moros y cristianos” y qué duda cabe que, perseverando, llegará a haberla con el tiempo. Sin embargo, antes la gente tenía otra escala de valores y la cosa del “medio ambiente”, como que no se tenía en cuenta; mas ahora hemos estudiao y sabemos un poquico más.

Por lo tanto seamos cuidadosos con lo nuestro. Que no tengamos que lamentar siempre que “en este pueblo no puede haber nada limpio ni nada nuevo ni nada cuidado ni nada respetado por la gente.” Pues aunque la Romería sea la mayor agresión medioambiental que sufre todos los años la Atalaya, sin más cáscaras, y mientras a eso no se le ponga coto ni remedio, y se siga repitiendo invariablemente el destrozo de la capa vegetal en los alrededores de los senderos, en los aledaños del Collado, en todo el Cerro del Castillo (lugar que debería ser incluido en el área de un “Parque Arqueológico de Medina Siyasa”, con todas las protecciones pertinentes), y se sigan tirando basuras y objetos difícilmente biodegradables en un considerable perímetro de la zona festera, y aunque mucha gente considere eso dentro de una “normalidad” de diversión, muy alejada del verdadero espíritu romero, pido desde este “Pico de la Atalaya” algo muy simple: que cada cual considere suyo el monte, que cada uno reconozca y estime como propio cada pino, cada arbusto y cada matojo. Solo eso.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 19/09/2015 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
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Cuentos del Rincón

Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"