Aún hoy en día existen lugares donde la vida transcurre a paso de burra |
Recuerdo aún el día en que mi abuelo nos llevó de la mano, a mi hermana Jose y a mí, a conocer el tren. Era un Viernes Santo por la tarde, cuando la gente, vestida de limpio, marchaba hasta la Fuente del Ojo tan solo por matar el rato, ya que todo cerraba y hasta en las emisoras de radio solo ponían músca sacra. Por aquel entonces, Cieza era un pueblo de gente humilde y trabajadora, de calles pedregosas, sin asfaltar, que las mujeres barrían ruidosamente por las mañanas con sus escobas de palma y rociaban después con un caldero de agua sacudida con sus manos; calles por donde transitaban los ganados de cabras lecheras con sus tetas plenas, al tiempo que algunas personas salían con su ollica de barro para que el cabrero le ordeñara un litro de leche, la cual había que cocerla en la lumbre de forma que “subiera” tres veces y dejarla después enfriar para poder retirar el telo de nata que la cubría.
Mi abuelo, que al parecer me había enseñado las letras al mismo tiempo que a hablar (no me alcanza la memoria a los momentos en que aprendí a leer), y luego me llevaba al cine Galindo a ver las películas de Joselito, un día, sentados en un banco de piedra del Paseo de los Mártires, me explicó el cálculo de las horas mirando el reloj del Teatro Borrás, con las manijas ya varadas por haberse acabado su tiempo. Y aquel otro día nos llevó hasta la Estación, atajando a través de una sendica curvosa por mitad de las oliveras. Entonces los límites del pueblo eran difusos y las últimas casas del ensanche se confundían con los huertos de olivos y con las “carreras de hilaores”, que las había por doquier, cuyos hombres caminaban para atrás en la vida. Pues Cieza, todavía en el arranque de los sesenta, era un pueblo con una fuerte seña de identidad: el olor a esparto cocido.
Mi abuelo, que poseía una burra zaína y una cabra llamada Mora, era tierno y paciente y sentía devoción por sus nietos, y, aquella tarde lejana de mi memoria, frente a una locomotora negra que estornudaba chorros de vapor en el andén, recuerdo haber buscado protección en el contacto con su pantalón de pana, que él acostumbraba vestir con chaleco negro y leontina de plata en los días de ir despacioso por la calle. (Mi abuelo poseía un precioso reloj Roskopf Patent de bolsillo, cuyo tic-tac se podía oír sin arrimárselo a la oreja, y que al parecer había comprado a un moro en el zoco de Tetuán cuando estuvo combatiendo en la Guerra de África; de dicho reloj siempre decía que a su muerte sería para su primer nieto varón, que era yo, aunque luego, ¡qué lástima!, el reloj fue para el primero que le echó mano).
Otras veces, mi abuelo, lleno de orgullo, me llevaba con él a casa de su madre (la "Roja del Madroñal"), una ancianita que me acariciaba con unción y que albergaba un rictus de pena en su alma, pues esperaba a un hijo amado que se hallaba en el exilio de la diáspora republicana tras la Guerra Civil. Lo esperó hasta el fin de sus días, a los 99 años. Luego, cuando él, apátrida de su tierra por decisión política de Serrano Suñer, cuñado del general Franco, y superviviente del campo de exterminio nazi de Mauthausen, pudiera regresar a Cieza, ya fue tarde, y lo haría como un turista accidental; al cual hoy le cubre el polvo de un país vecino).
Por aquel tiempo aún existía el “Pasadizo del Bullas”, un estrechamiento de la calle Reyes Católicos a la altura de dicha taberna por el que cabía justo una burra con serón. Pues hasta el umbral de los sesenta tenía vigor práctico tal canon de anchura, cual el de las proporciones perfectas de la figura humana seguido por los escultores de la Grecia clásica y fijado luego en el renacimiento con el "Hombre de Vitruvio", que dibujara Leonardo Da Vinci. ¡En pasando una burra con serón, era más que suficiente!, pensaban. Por eso también, en la huerta había las llamadas “sendas de herradura”, caminitos de acceso a las fincas para el paso de las caballerías y cuya anchura en vuelo a ambos lados no era otro que el del serón de pleita sobre una burra aparejada. (Dicha regla se ha perdido hoy en día y los lindantes a las servidumbres de paso colocan sus vallas hasta producir miserables estrechamientos por donde apenas cabe un carretón).
Antes de llegar a la Estación, a la hora en que pasaba “el Rápido”, un tren que circulaba a paso de carreta y cuya locomotora negra tenía aspecto antediluviano, mi abuelo quiso visitar a un pariente humilde que vivía en los aledaños de Los Casones. Allí, a mi hermana y a mí, nos dieron agua del botijo en un vasito decorado con calcomanías, y, a mi abuelo, con el fin de que refrescara, le obsequiaron con una paloma de aguardiente, para lo que solía siempre guardarse en las casas una botellica de “anís matarratas”. (Sobre un vaso de agua fría se vertía un chorrito de aguardiente de alta graduación y, por el efecto del alcohol, se producía la visión de una culebrina en forma de alas blancas que iba descendiendo despacio con el movimiento ondulante de una mantarraya). La casica techera de aquella familia en aquel barrio deprimido, junto a un paleral plagado de higos chumbos, era de muy reducidas dimensiones, y, en la atmósfera interior, tomada por el odioso zumbido de las moscas, se notaba un espeso olor, desagradable a mi nariz de niño, y que luego, con el paso de los años, siempre identificaría como el olor de los pobres.
Mucho después, cuando yo, veinteañero recién estrenado, me pude comprar mi primer coche, fui a casa de mi abuelo, que el pobre ya arrastraba los pies al andar, y le invité a montar y dar una vuelta, cual él me había subido alguna vez sobre su burra negra, poniendo una mantica de cotón extendida para no herir mis piernas en la pleita basta del serón.
©Joaquín Gómez Carrillo
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