
El otro día, cuando les hablaba de la demolición del Capitol (por cierto, aún se oyen y se leen lamentos públicos sobre lo que ya no tiene remedio: ¡nos hemos quedado sin el Capitol como yo me quedé sin abuela!), les hacía una comparación con la tala de los pinos del Paseo de Marín Barnuevo al inicio de los cuarenta, pues tampoco aquél, sin la verja que lo circundaba y sin los majestuosos pinos, volvió a ser jamás lo que era.
Mas hoy les vuelvo a comparar, no ya con tristeza, sino más bien con asombro y admiración, que tal cantidad de calles levantadas a la vez para remodelarlas, meter tuberías y echarles nuevo y mejor pavimento, como se está llevando a cabo ahora mismo en Cieza, tampoco se había realizado desde los años cuarenta (hay que advertir que en aquel tiempo no hubo “Plan E”: sólo las ganancias que dejaban en las arcas municipales las subastas del esparto de los montes y la austeridad con que funcionaba aquella Administración). Entonces se acometió el adoquinado de las calles más importantes del casco antiguo, entre ellas la Calle San Sebastián, que hasta ese momento era de tierra como las demás, y cuyo rebaje del suelo para su arreglo hizo preciso la instalación de vagonetas con las que sacar el escombro por la Calle Montepío y tirarlo al terraplén de Hontana, donde quedaron sepultados un carasol al que iban las viejas a hacer lía y despiojarse y una poza en la que manaba un hilillo de agua bajo la Losa del pueblo.
Pero les quería mentar especialmente sobre la remodelación del Muro y su entorno. Seguro que es la reparación más importante de esta construcción histórica desde que se terminó de hacer allá por el año 1898. Además, no hace falta ser muy entendido para ver la calidad de los trabajos y la envergadura de la reforma. ¡A casco de bomba!, como se han de llevar a cabo las obras públicas. Espero, por otra parte, que no tapen los salientes de la Losa del pueblo, esa formación geológica tan curiosa donde se asienta nuestro casco antiguo.
El Muro es de las pocas construcciones de Cieza que han podido superar el paso de los años sin ser demolidas con cualquier pretexto (aunque cuando efectuaron el “alicatado” en la Esquina de los Pajeros, la supervivencia del muro de piedra no las tenía todas consigo). El Muro, en toda su extensión, desde la cuesta de Ricardo hasta las casas del Cubico, y como balcón inmejorable sobre la entrada a Cieza por el Puente de Hierro, ha sido testigo de los más variados sucesos de nuestra historia reciente.
Cuentan los viejos que en los días de la ira de 1936 arrojaron por lo más alto del Muro gran parte del contenido sacro del templo de la Asunción. Y abajo, donde ahora en la madrugada del Sábado Santo la Cofradía de las Ánimas procesiona a Jesús muerto en su descenso al hades, estuvieron ardiendo entonces las imágenes de culto, lo cual dejó tal marca de fuego en las piedras centenarias, que hasta no hace muchos años se podía apreciar a simple vista.
Por el Muro se arrojó Minuto. Contaban que el hombre, en su decisión desesperada, lo iba voceando y la gente, incrédula de que llegase a realizar tal acción, se asomaba a las puertas y ventanas y aun le seguía tras él por la calle. Luego, el ansia por arrojarse al vacío le impidió llegar hasta la parte más alta, por lo que Minuto saltó pero no se mató.
A los pies del Muro también, hace casi sesenta años, dio a luz una mujer que venía de la huerta con un capazo de hierba a las costillas. La pobre rompió aguas subiendo la cuesta y no pudo dar ni un solo paso más, de modo que allí mismo alumbró un par de melgos (uno de los cuales sobrevivió y es amigo mío).
Bajo el Muro, y mientras la edad no le impidió seguir realizando las fatigosas tareas agrícolas, estuvo pasando mi abuelo durante años en su camino diario hacia el huerto que cuidaba junto a la orilla del río, lindante con los eucaliptos del Puente de Hierro. Algunas veces, orgulloso él, me llevaba de la mano; entonces se echaba por ca la Pilindra a comprar un paquetico de Ideales; luego bajábamos por la Cuesta del Matadero Viejo y, a través de una sendica que curveaba por el terraplén, llegábamos hasta el postigo de entrada al huerto, en donde él cultivaba con esmero mandarinos y flores. Y recuerdo que algunas veces, por allí bajo el Muro o por la sendica estrecha del terraplén, nos cruzábamos con el hombre de la cara vendada, y mi abuelo me explicaba que era por causa de un mal malo. El hombre vivía en una casucha de la orilla de la acequia (aún no existía la Ronda del Fatego), y una noche de invierno, según oí contar a mi abuelo, bajó a confortarlo el obispo de la diócesis, pues el pobre hombre llevaba muchos años sufriendo la penitencia de aquel mal, que le iba comiendo el rostro sin concederle la liberación de la muerte.
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Joaquín, acabo de visitar tu Blog por primera vez y me alegra ver que sigues tan tú mismo y que tu escritura sigue siendo ágil y clara como casi siempre.
ResponderEliminarUn abrazo.
SOMOS EL TIEMPO
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