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Aunque parezca increíble, ahí estaba el maravilloso «Ojo» de la Fuente, un caudaloso manantial que surgía de las rocas y formaba piscina natural, donde se bañaban con enaguas las chicas jóvenes que iban a lavar la ropa al lavadero o se zambullían los chitos de Los Casones en cueros vivos
Cieza, quizás no hubiera sido nunca como fue sin el caudaloso manantial de La Fuente del Ojo. Por entonces, hace por lo menos cien años, el acuífero subterráneo de la Sierra de Ascoy se mantenía intacto, pleno de recursos hídricos, guardados en las profundidades desde millones de años atrás. Este gran lago, bajo el pétreo caparazón de tortuga de dicha sierra, se desbordaba de forma natural, ¡qué hermosura!, por diversos manantiales, como el de la Mina del agua, el de la finca de Los Prados, el del antiguo mayorazgo de Ascoy o el mentado de la Fuente del Ojo.
Allá donde bajaban los losaos de la vertiente sur de la montaña a juntarse con las fértiles tierras del valle, se encontraba el Ojo: un generoso nacimiento de agua, que en épocas de abundantes lluvias se oía roncar en sus entrañas de piedra a causa del enorme caudal que afloraba por él. La Cieza primitiva halló sin duda el tesoro de su agua, domesticó su poder generador de vida y lo utilizó para crear una feraz huerta con valiosos cultivos: olivares sobre todo, de troncos retorcidos, que convertirían este pueblo en un lugar de almazaras y muy apreciado por su oliva.
En aquella antigüedad de olivos y olivareros, pensaron que tanta y tan maravillosa agua podría mover la rueda de un molino; buscaron un emplazamiento idóneo y lo construyeron: el «Molino de la Encomienda» o «Molinico de la Huerta» (en la actualidad abandonadas sus ruinas hasta que no quede piedra sobre piedra, ¡qué lástima!). Una amplia reguera conducía el agua hasta él; regulaban la intensidad del caudal en el llamado «cubo» (un depósito subterráneo, cubierto ahora con unas losas para que no lo llenen de basuras y lo destruyan del todo, menos mal); el agua caía sobre la rueda y la obligaba a girar, y su movimiento rotatorio hacía trabajar las piedras para que el grano de la molienda se convirtiera en harina. El agua después corría hasta una enorme balsa redonda llamada «El Pantano», y desde allí se distribuía por decenas de kilómetros de regueras que llegaban hasta lo que ahora es la mismísima Plaza de España, y que por entonces no era más que parte del inmenso olivar de Cieza.
El pueblo crecía con el incipiente tejido industrial del esparto. Las casas carecían de agua corriente y las mujeres, en las que siempre recaía el peso de las tareas domésticas y las relacionadas con el cuidado familiar, no tenían más remedio que bajar al río a lavar la ropa, arrodilladas ante las piedras de la orilla. Es por lo que el ayuntamiento ciezano, y con el diseño del su arquitecto municipal, Justo Millán, construye un fabuloso lavadero público: el de “La Fuente del Ojo”, a lado mismo del mentado manantial. El lavadero tenía su luz eléctrica y su guarda. Las mujeres podían ir de noche a hacer la colada, pues muchas trabajaban en jornada diurna como picadoras en la cada vez más creciente industria de la espartería. Cieza, cosa curiosa, durante algunas décadas tuvo un olor especial, putrefacto, que impregnaba todas las capas del aire: el del esparto cocido; y tuvo un sonido característico: el de las sirenas de sus fábricas en los cambios de turno y el de los mazos de picar esparto, ¡pom-pom y pom-pom!, noche y día, las veinticuatro horas, ¡pom-pom y pom-pom!, en las fábricas de aquella industria sin igual.
El manantial del Ojo era como una bendición para nuestro pueblo: surtía el gran lavadero público, donde las mujeres se afanaban en hacer el lavote, que luego, escurridas las prendas y metidas en los calderos y barreños de cinc, se echaban éstos a la cabeza sobre un rodete de trapo y regresaban a sus casas por el Caminico de la Fuente; alimentaba —su agua, digo—, a través de una reguera que cruzaba bajo la vía junto a la Yesera del Pavo, el Molinico de la Huerta, cuya rueda no cesaba de girar, moliendo grano a todas horas por el sistema de maquila (aún en los tiempos difíciles de la posguerra, en que la Fiscalía de Tasas vigilaba los molinos harineros por causa de la intervención del trigo y el racionamiento del pan); y además, esa misma agua, mantenía lleno el «Pantano», con sus archipiélagos de ovas verdes flotando, para proporcionar el riego por tanda de los cientos de tahúllas de la huerta. Y aún todavía, dicha agua era utilizada para llenar balsas de cocer esparto, como las que se pueden ver allí mismo, en desuso, de los Arce.
En la surgencia maravillosa del agua entre las rocas se formaba una pequeña piscina natural (el Ojo), fresca en verano y tibia en invierno; en ella, en el buen tiempo, se bañaban a placer algunas lavanderas jóvenes, vestidas con enaguas blancas; o a veces también, los chitos de los Casones, que se zabullían, ruidosos y bullangueros, en cueros vivos. Mas todas esas cosas y esos recuerdos, poco a poco, se perderán en el tiempo «…como lágrimas en la lluvia».
El lavadero original se hundió bajo la desidia municipal y fue sepultado entre basuras (ahora hay un remedo de reconstrucción sobre las pilas originales, algo es algo). El manantial fue mermando su caudal por la esquilmación del acuífero, ya que una gran empresa explotadora de las aguas subterráneas obtuvo la concesión administrativa para «pinchar» con numerosos pozos aquel lago que había permanecido a salvo durante miles, millones, de años bajo nuestra Sierra de Ascoy. Cuando los profesores de Cieza deseen poner un ejemplo a sus alumnos de lo que es una actividad insostenible, por favor, que citen el de la brutal explotación del riquísimo depósito hídrico del subsuelo de la Sierra de Ascoy: múltiples pozos vertiendo cientos de litros de agua por segundo; ésta, conducida por una vastísima red de canales de cemento, era destinada para el riego, ¡por inundación, pásmense!, de centenares de tahúllas de frutales, que al cabo de un corto periodo de años daría en fracasar por pura insostenibilidad: los pozos, cada vez eran más profundos, el caudal menor y el acuífero, empobrecido, daba peor calidad de agua.
En el manantial del Ojo, ¡qué pena!, donde antes fue la abundancia, hoy, unos tubos herrumbrosos, quizá extraigan aún de las profundidades un poquito de agua, por caridad no más.
©Joaquín Gómez Carrillo
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