Antonio Egea López (maestro albañil), en una fotografía de Fernando Galindo |
Así que he contemplado las cincuenta fotografías, realizadas por Fernando Galindo, cuyo empeño por inmortalizar con su cámara a muchos ciezanos admiro, y he leído los correspondientes textos de Bartolomé Marcos en el «libro-catálogo» editado con motivo de la misma. Impecables las unas y los otros, como no se podía esperar menos de ambos autores. Sin pasar por alto el poema justo de Ángel Almela.
A lo mejor esta iniciativa daría mucho de sí para la crítica, pues todo el mundo tenemos in mente otros ciezanos que, con iguales méritos, no están en ella. Pero es que, como más o menos viene a aclarar el autor de los textos, el único «mérito», aparte de los propios de cada una de las cincuenta personas elegidas, que eso no se discute, es la decisión ocurrente del retratista. Por lo que si no tenemos claro eso de principio, podríamos pensar que se trata de un homenaje institucional, puesto que de la alta autoridad venía el parabién.
De modo que siendo conscientes de lo que se trata: de una estupenda exposición de retratos con su importante «catálogo» explicativo, paso a comentarles algo que me ha llamado la atención. He visto en esta obra (en las hileras de fotografías colgadas y en las páginas del libro «50 ciezanos de mi tiempo») que se pone a una misma altura a las personas. No es que las iguale, como al final hace la muerte, no, sino que las empareja en un mismo nivel: al letrado con su toga y al agricultor con su azada, al albañil con su paleta y al general con su fajín; al científico con su microscopio y al panadero con su pan; o a la monja con su oración y a la tendera con sus embutidos. Retratos exactamente iguales para colgar de las paredes del Museo de Siyâsa y para ocupar las páginas del mencionado libro. De modo, pienso yo, que allá el personaje ilustre, allá el que ostenta importantes títulos académicos, allá quien ha viajado por el mundo y conocido las naciones, allá quien ha ganado la fama, allá quien ha triunfado en los negocios, allá quienes piensen tener asegurada la Gloria, que allegados ante el objetivo del fotógrafo todos son iguales en la virtualidad digital de su máquina, donde pasan a ser tan solo bits incorpóreos, cual la inmateria pura del alma.
Y aunque todos son igualmente merecedores del elogio público, yo, en otra decisión meramente arbitraria, les hablaré solo de uno: de Antonio Egea López, maestro albañil. Mi suegro.
Su padre, en el periodo democrático de España de los años treinta, llegó a ser concejal y primer teniente de alcalde del Ayuntamiento de Cieza, aunque fueron tan malos tiempos los que vinieron a continuación que ello le costó la vida en una cárcel siniestra, y sus tristes restos, negados tercamente a la viuda y a los hijos, quedaron para siempre en una fosa del olvido. No obstante, y a pesar de las muchas humillaciones sufridas por esa causa, su madre, que vivió lúcidamente hasta la edad de noventa y nueve años, no hizo otra cosa que perdonar siempre e inculcar en sus hijos el ejercicio cristiano del perdón: la clave para corta esos absurdos «odios heredados» de generación en generación.
Antonio Egea López, que hoy en día está viendo en sus nietos la realización de importantes carreras universitarias, no pudo asistir en su niñez a una escuela, y, siendo todavía un adolescente, se vio amarrado al trabajo duro y a la obligación tener que ganar el pan con el sudor de su frente. Desde entonces, y hasta que le llegó a la edad de la jubilación, ha ejercido con honradez el noble oficio de la albañilería. En la actualidad contempla pacíficamente el paso de la vida, que no es poco, y, a ratos ganados, con la maña de los artesanos y la paciencia de los sabios, confecciona en la terraza de su casa algunos cuadros de mosaicos al más puro estilo romano.
Sus méritos, además de los de un buen padre de familia, siempre han sido los del trabajo bien hecho.
¿Ustedes saben aquella anécdota de cuando, allá por el siglo V antes de Cristo, iban una vez dos sabios griegos paseando por la Acrópolis de Atenas y dijo el uno al otro: «Mira, he ahí un pobre hombre que pica piedra», y, en oyéndolo este, respondió: «No soy un "pobre hombre" que pica piedra: soy un albañil que está construyendo el Partenón»? Pues uno de los primeros trabajos en que intervino Antonio Egea, siendo apenas un zagal, fue en la construcción, a primeros de los años cuarenta, de la caseta del Transformador del Madroñal, gracias a dicha obra, realizada con el fin de traer al pueblo la corriente eléctrica, ya que la energía producida en el Menjú era escasa a «todas luces», Cieza se alumbraría después durante más de treinta y cinco años.
©Joaquín Gómez Carrillo
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