Barranco de los Grajos. Se observan dos de los abrigos con arte rupestre. Sierra de Ascoy (Cieza) |
Como si de llevar un paisaje al lienzo de una pintura se tratara, hoy miro por la ventana de mi biblioteca y traspaso recuerdos a este pequeño relato. Veo que más allá del olivar maltratado, que fuera prosperidad de Cieza en otro tiempo, y más allá de los cipreses de aguja del Camposanto, se desparraman las laderas suaves de la Sierra de Ascoy. Observo que con las últimas lluvias el campo se ha reverdecido: en los declives de la pelada sierra verdeguea la atocha, el tomillo y el jaguarzo; y reconozco en la distancia, como si los estuviera pisando, los barranquetes quebrados donde medran algunos acebuches entre sabinas y mochones secos de higueras, reducto quizá de un sueño, de un proyecto ilusionado de cultivar dos palmos de tierra arañada al monte con esfuerzo, que hoy, desaparecidos aquellos hombres, la naturaleza caótica ha tornado a su estado agreste.
Casi llegando a la cicatriz de la autovía, que parte en dos el paisaje, vislumbro la hendidura pétrea, enigmática y acogedora, del Barranco de los Grajos. ¡Cuántos recuerdos! Entonces había más libertad y se podían andar todos los caminos, y, en cruzando la vía, se agolpaban las emociones. Hacía poco que se habían descubierto las pinturas rupestres y el lugar era objeto de peregrinación de curiosos. (Por entonces también, Don Antonio Salas y su grupo de acólitos de «Misión Rescate» abrían a porrazos torpes las tumbas árabes de la necrópolis de Siyâsa y los huesos de los moros, que llevaban seiscientos años mirando a la Meca, ¡rulaban por el terraplén!).
Sería en los años noventa, cuando un domingo en la mañana llevé a mis hijas pequeñas al Barranco de los Grajos. Aún no estaba construida la autovía, dañosa con el paisaje, ni las vallas cerraban tantos caminos y linderos de los campos. Dejamos el R-5 en los ejidos de la vieja casa de antiguos labradores, cercana a las faldas de la sierra, y entramos a la angostura del barranco por el mismo lugar que cuando éramos adolescentes y teníamos muchas leguas de vida por andar; accedimos por el mismo losado de piedra a cuyos pies crecían todavía los baladres y, entre matorrales, perduraba, cegado ya por el tiempo, el pozo que alguien abriera una vez buscando no sé qué vena de agua.
Aquel domingo, con mis hijas y mi mujer, recordé años anteriores en que éramos tan libres como pájaros y, desde los ventanales amplios del Instituto, por los que entraba a raudales el sol de mayo, soñábamos planes para la aventura. Entonces las tierras de cultivo llegaban hasta los muros del Centro; bancales que eran regados por tanda con las aguas abundantes del manantial del Ojo de la Fuente (estas, a través de un canal que pasaba junto a la Yesera del Pavo y bajo la vía, llegaban y hacían andar las piedras del Molinico de la Huerta, yendo a parar después a la gran balsa redonda, llamada «el Pantano», de donde se distribuían por una extensa red de regueras a todos los olivares).
Hoy en día no tiene gracia. Al Barranco de los Grajos se puede ir en coche hasta la zona de los abrigos con las pinturas; no hay que ascender, trepar, saltar, escalar por el hondo del barranco. Pero cuando empezábamos a salir del cascarón y subíamos al Castillo por la «Boca del Lobo», nos metíamos a la «Cueva de los Cuchillos», bajo el Pico de la Atalaya, o pretendíamos descubrir, en cualquiera de los muchos agujeros ciegos del propio Cerro del Castillo, aquella mítica galería por la que la Reina Mora bajaba a bañarse al río; cuando eso, digo, íbamos al Barranco de los Grajos y hacíamos emocionados el zigzagueo dificultoso desde su desembocadura en el «Mar de Piedra». Lo mismo que luego llegué a hacer con mis hijas aquel día (con cuerdas y cámara de fotos), sorteando las dificultades hasta llegar al gran fallón alto, del que siempre, espantados por la presencia humana, echan a volar dos grajos.
Recordé, justo en ese lugar, la mañana de diciembre del año 1971, en que fuimos a practicar rappel con unas cuerdas de nylon, rudimentarias pero seguras. Entonces ya había «catado» yo la emoción de entrar a la «Cueva de la Maraña», junto al Mesón del Moro, y decidí unirme al Grupo de Espeleología GECA. Es por lo que, en aras de adquirir habilidades para bajar simas, una mañana invernal en que «el grajo volaba bajo» fuimos hasta aquel roquedo del barranco, desde el que se da vista a la zona de los «santuarios» rupestres.
Mis hijas pequeñas descubrían entonces el mundo y su madre y yo lo redescubríamos con ellas. Las pinturas ya estaban protegidas, ¡menos mal!, aunque podíamos acercarnos a las rejas y contemplar los maltratados paneles pictóricos (habían durado intactos ¡cien siglos!, y en tan solo una década estuvieron a punto de desaparecer). Entonces me vino a la cabeza la primera vez que visité ese sitio, por el 1968 sería, cuando estudiaba primero de bachillerato en el Instituto «Laboral». Y lo que me llamó la atención aquella vez, más que las pinturas, que no sabíamos mirarlas, fue la inmensa cantidad de nombres que había en los losados de enfrente de las cuevas (hoy los ha borrado el aire y la lluvia).
Al Barranco de los Grajos habré ido innumerables veces, pero ninguna como aquella en que, con mi mujer y mis crías pequeñas, hicimos paso a paso sus rincones y recovecos. Sé que por algún cajón andarán las fotos, no más valiosas que mis afortunados recuerdos.
©Joaquín Gómez Carrillo
Un artículo con un susurro de melancolía. Es bonito y lleno de nostagia. Es rico de léxico y tan bello como el lugar que describes"El Barranco de los Grajos". Gracias por trasladarnos hasta alli. Un abrazo,amigo.
ResponderEliminarMuchas gracias por el comentario, elogio incluido. Un abrazo también.
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