INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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29/2/16

Miedo

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Astorga (León), Palacio episcopal, obra del genial Antonio Gaudí
En otro tiempo ocurría que las personas pacíficas tenían cierto temor a los delincuentes, y estos a su vez temían a la justicia como el diablo al agua bendita; de forma que existía una especie de «equilibrio» entre las víctimas (o las víctimas potenciales), los malhechores y la intervención de la autoridad, cuya sola presencia imponía respeto a todos. Pero ahora la cosa ha cambiado de forma sustancial: los trasgresores de la ley temen bastante menos, ¡o no temen nada!, la acción de la justicia y mucho menos al ejercicio policial de la autoridad (es lo que tiene la libertad mal entendida). De modo que se ha roto ese «equilibrio» que les decía. Lo cual supone más «miedo social» entre las personas de bien a ser agredidas o molestadas en su vida normal.

El caso del fulano ese que agredió estos días atrás, de forma bárbara, a un pacífico ciudadano por defender este el buen uso de un parque público de nuestro pueblo, eso clama al cielo; sin embargo no es nada nuevo. Es una desgracia el que haya en esta sociedad gente tan violenta y de tan mala índole, pero es lo que hay. Roguemos a dios que no tengamos ningún conflicto –de forma involuntaria– con personas de semejante ralea.

Entonces, ¿qué debemos hacer?: ¿no sacar la defensa por nada?, ¿no llamar la atención a nadie que se esté comportando incívicamente en nuestra presencia?, ¿no prestar ayuda a quien se halle sufriendo agresión, menosprecio o avasallamiento por parte de individuos que no respetan las cosas ni las personas?, ¿tenemos que hacer la vista gorda?, ¿apartarnos?, ¿ahuecar el ala?, ¿seremos de alguna manera, por miedo a meternos en camisa de once varas, cómplices tácitos de quienes estropean la normal convivencia social?

Miren, a Don Quijote lo inflaban a palos también por salir en defensa de los oprimidos, de los cautivos, de los indefensos o de los menesterosos. Pero Don Quijote no sentía miedo porque su ser pertenecía a otro mundo, al de las ideas, donde no existe el temor humano. Cuenta el libro que cierto día, cuando el caballero andante oyó los gritos de un muchacho que estaba siendo agredido impunemente, no se escabulló por otro camino, no fuera a ser que se metiera en un fregao sin comerlo ni beberlo; no señor; Don Quijote, valientemente, se fue derecho hacia donde venían los lamentos; y allí se encontró con que el rico Juan Haldudo, un menda lerenda de mucho cuidao, estaba azotando al pobre Andrés de manera inhumana (la criatura se hallaba amarrada a un árbol y con el torso desnudo). Entonces el hidalgo conminó al agresor a que depusiera inmediatamente su actitud inmoral, y no le valieron prendas al maltratador sus falsas acusaciones contra el pastorcillo. Así que Don quijote puso las cosas en su sitio mediante juiciosas razones de caballero (obviamente, no había lugar a presentar denuncia ante la «Santa Hermandad» de aquel delito flagrante que se estaba cometiendo en mitad de un descampado). Aunque la lástima fue que el bandido de Haldudo no era caballero como Don Quijote creyó de buena fe, sino un vulgar mangarrián con dineros y poca humanidad hacia el desdichado Andrés, y mintió como un bellaco prometiendo que lo iba a dejar en paz (su palabra, como la de algunos políticos actuales, valía menos que «caca de la vaca»). Mas quiso Cervantes, en su burla literaria contra la vocación caballeresca de su personaje del libro de caballería más famoso de la Historia, que una vez ido del lugar el pobre Alonso Quijano, el malvado Haldudo continuara propinando una soberana tollina al muchacho.

Pero en nuestros días ya no hay lugar para quijotes («...se murió aquel manchego, aquel estrafalario fantasma del desierto…», aseguraba León Felipe), y pocos se atreven hoy en día a dar un toque de atención al infractor ante conductas antisociales o delictivas. Si alguien dice a alguien: «oiga, coja esa cosa de su perro que ha dejado en la acera», alguien se puede llevar una fresca, porque los caraduras, en su terreno, ganan a los prudentes; si alguien advierte a algún zagal: «nene, deja el arbolico del jardín, que te lo vas a cargar», alguien puede tener que tragarse una respuesta descarada del gamberrete que ya apunta maneras, cuando no un insulto del progenitor, en su caso. Y no digamos ya si el asunto es de mayor calado y, por meterte a redentor, te chupas una agresión física, como el pobre lituano, mentado arriba, por hacer una defensa del sentido común. En resumidas cuentas, que hay un comprensible miedo a ponerse uno en evidencia, pues nunca se sabe...

Pero esto no debería de ser así; desde lo más leve hasta lo de mayor gravedad, aparte de denunciar donde proceda, hay que advertirlo al infractor; de lo contrario, la convivencia social y la calidad de vida se resiente y se tambalea, mientras los maleantes campan por sus respetos.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 27/02/2016 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA"

21/2/16

Cieza en llano, Abarán en cuesta

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Bella estampa del Segura en la presa de "El Jarral", Abarán (Murcia)
Estoy leyendo el libraco “Dispara, yo estoy muerto”, de la escritora Julia Navarro. ¡Pedazo de novela!, que va de un tema ya tratado hasta la saciedad en la literatura de las últimas décadas: Los paulatinos asentamientos judíos en Palestina desde el sigo XIX, el regreso de la diáspora, dispersa por el mundo desde hacía dos mil años; el holocausto en la Segunda Guerra Mundial y la creación definitiva por resolución de las Naciones Unidas del estado de Israel. Mas a pesar de ello, hay que ver la cabecica que tiene su autora, para escribir, y muy bien escrito, un tochazo de tropecientas y pico páginas con infinidad de personajes magníficamente encajados en la narración. Se lo recomiendo a ustedes.

Les aclaro lo de que el asunto de la novela no es nada original, porque, entre otros texto, está el famoso libro “Éxodo”, de León Uris, publicado a finales de los cincuenta, donde a través de la saga de Ari Ben Canaan repasa las mismas vicisitudes históricas del sionismo y la lucha del pueblo judío por regresar a la tierra bíblica de sus antepasados. Yo no tendría más de 17 o 18 años cuando lo leí y reconozco que es uno de esos libros que marcan, que dejan huella. También se lo recomiendo igualmente. Porque uno encuentra en ellos muchas de las claves que, en la desinformación informativa de bastantes medios actuales, no se dan cuando se habla del “problema palestino” y la imposibilidad de convivencia pacífica entre los dos pueblos: el árabe-palestino y el judío-palestino-israelí. Eso, hoy por hoy, es como querer mezclar el agua con el aceite. Imposible.

Le salva mucho a Julia Navarro, primero la coherencia de la trama con infinidad de personajes, que en nada tiene que envidiar, por ejemplo, a “Cien años de Soledad”, de García Márquez; y segundo la pretendida pirueta “conciliatoria” de intentar describir la historia desde dos prismas diferentes, según la viven las dos sagas que habitan en su narración: la familia árabe de los Ziad y la judía, proveniente de Rusia, de los Zúker. Y también, que con estos temas tan apasionantes, a pesar de estar tan trillados como ya dije al principio, siempre hay nuevas generaciones de lectores que, quizá por no conocer la mucha tinta corrida sobre ellos, toman estos libros con el interés de la novedad, o en general con el gusto de que una nueva ficción, magníficamente construida, te “refresque” el conocimiento de algo que ya archisabías por infinidad de libros leídos. Es mi punto de vista.

¿Pero por qué esta especie de “mini ensayo” sobre una novela en boga, como es “Dispara, yo ya estoy muerto”, para llegar al mensaje introductorio del título del presente artículo? Les digo: la diferencia entre dos poblaciones, tan cerca y tan lejos, como son la villa de Abarán y la ciudad de Cieza. Bueno es algo que leyendo el libro me ha pasado por la mente: Si los judíos, dispersos por el mundo desde la destrucción de Jerusalén en el siglo I a manos del general romano Vespasiano, han reclamado por derecho histórico el regreso a Palestina y lo han conseguido, ¿por qué no van a reclamar los moros, también por derecho histórico, asentarse políticamente de nuevo en su “soñado” Al-Andalus o en la zona levantina, o en el Valle de Ricote sin ir más lejos, donde vivieron más de ochocientos años? (Fíjense que algunos dichos, con el tiempo dejan ya de tener rigor, por ejemplo eso que decíamos de “...esto va a durar más que los moros en España”; eso ya no tiene validez porque los moros, de facto, están otra vez aquí).

Así que si en este desbarajuste español que últimamente tenemos, que por un quítame allá estas pajas de los partidos políticos se tambalea y peligra la unidad de nuestra nación, los moros vienen y toman por derecho histórico “sus antiguas tierras”, a los ciezanos no nos pillan, porque Cieza nunca fue árabe ni musulmana, pues antes de que “nos dieran la muerte por pasar la puente”, aquí ya no quedaban moros: se habían ido todos de la medina de Siyâsa y nuestro pueblo, surgido en su día en el promontorio de la Fortaleza que domina el Segura, y en torno a una iglesiucha que daría origen luego a la ermita de San Bartolomé, era solo cristiano. No como Abarán, en cuyo escudo municipal, además de la cruz de Santiago, luce la media luna árabe.

De modo que ahí quería yo llegar. En la inocente rivalidad pueblerina de nuestras localidades, hermanadas por la cercanía y separadas por su idiosincrasia, no solo podemos decirles a nuestros vecinos, a modo de piropo, que nadie tiene los glúteos tan prietos como las abaraneras, de tanto subir cuestas, sino que cuando regresen los árabes, que ya están aquí y cada día se ven más chilabas, reclamarán quizá sus callejas morunas, mientras que nosotros los ciezanos..., ¡oye!, que se asienten si quieren en la solana del castillo, donde esa grúa bastarda está durando ahí plantada más que el conejo de las pilas.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 20/02/2016 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA"

15/2/16

Modos y modelos de vida

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Paz interior. Piedra y silencio. (Monasterio de Poio, Pontevedra)
Hace bastantes años se vivía de otra manera. En primer lugar había pocas necesidades, pues muchos de los adelantos y del bienestar de hoy en día no se conocían, por lo que no se echaban de menos. No existía la necesidad, por ejemplo, de llevar a los hijos a la academia a aprender inglés, ni a la escuela de música, ni al kárate ni al futbito; ni siquiera existía para la gran masa obrera la necesidad, ni la oportunidad, de dar a los niños una escolarización digna y continuada (los iban poniendo más bien a trabajar en cuanto servían para algo), y solo quedaba el bien de una educación de calidad para los hijos de las familias pudientes. En los hogares, en general, donde aún no se conocían los electrodomésticos (hablo de antes de los sesenta del siglo pasado), y por tanto no se tenía la necesidad de ellos, por no haber, no había ni cuarto de baño para poder ducharse; como mucho, un retrete de agujero y ¡par’usté de contar!

¿Pero cuál era el modelo familiar y el modo en que la gente habitaba en las casas? Pues por regla general, ante la escasez de viviendas y la depresión económica que no cesaba (había una “digna pobreza” generalizada en la sociedad) se compartían los hogares y no producía ningún reparo el convivir bajo un mismo techo miembros de dos o más familias. Era este un modelo extendido entre la clase trabajadora y con pocos recursos (los salarios eran de hambre y aunque se trabajase más de 48 horas semanales, se pasaban estrecheces de todo tipo).

Las personas que habitaban bajo un mismo techo sin relación de parentesco, poseían sus escasos enseres en una o dos habitaciones de la casa (su única zona privada); luego compartían otras estancias comunes: el zaguán, la cocina, el corral, el retrete..., y un sitio junto al fuego. (La única manera de calentarse en invierno, salvo el braserico de cisco o picón, era sentándose ante la lumbre, cuya leña, por lo general, había que buscarla en los montes de Cieza, con preferencia en la Sierra del Oro). Era un modo de vivir y un modelo de habitabilidad de los hogares, ya en desuso en nuestro pueblo, salvo los pisos compartidos en la actualidad por inmigrantes de países pobres, braceros que en su legítimo afán de medrar, copan el trabajo agrícola de los campos. (Nuestros jóvenes emigrantes, titulados y bien formados en universidades públicas españolas con alto coste social y familiar, también tienen que compartir pisos allende las fronteras, donde trabajan dando lo mejor de ellos mismos a empresas privadas, que en muchos casos los explotan pagándoles cuatro duros).

También, y en este sentido de habitar viviendas multifamiliares o de mantener un concepto amplio de la familia en tiempos pasados, se tenía como modelo a seguir el que algunos de los hijos, al contraer matrimonio, se instalaran en el mismo hogar que los padres: Sólo había que poner una alcoba en uno de los cuartos y ¡hale, a vivir todos juntos!; madres e hijas o suegras y nueras en la misma cocina con los pucheros; mientras que abuelos y nietos gozaban de una convivencia estrecha, un roce envidiable hoy en día en muchos casos. Es obvio que este modelo tenía sus ventajas y sus inconvenientes: ahorro de impuestos, ahorro en el recibico de la luz, en el del agua o en el del alcantarillado, si lo tenía la casa; pero como suegra y nuera no se llevaran bien, todo era mohína y hasta tremolina.

A mitad de los cincuenta, a pesar de todo lo dicho, la administración del Estado, con el llamado “Gobierno de los tecnócratas”, empezaría a influir para cambiar este atrasado modelo de habitabilidad, y lo haría en nuestro pueblo de la mejor manera posible: poniendo a disposición de las familias buena cantidad de viviendas nuevas de promoción pública, en condiciones económicamente accesibles. Así que en Cieza, en el año 1954, se ofrecen nada menos que 192 viviendas: el llamado “Grupo Sanz Orrio”. Tan solo un año después, en 1955, se construye el “Grupo Alcázar de Toledo”, compuesto por 108 viviendas. Sin dejar pasar más de 3 años, en 1958, se inaugura el “Grupo Ambrosio López” con 200 viviendas. Y cuatro años después, en 1962, se construye el “Grupo Veinte de Noviembre” con 100 viviendas más, amén del “Grupo Francisco Franco” (Casas del Pájaro).

Hoy en día, los jóvenes necesitan viviendas, que no pueden adquirir a los precios desorbitados del mercado libre sin hipotecarse hasta las cejas de por vida, si es que el banco accede a darles el préstamo. ¿Qué han hecho las administraciones en las últimas décadas, aparte de permitir que un bien tan necesario como el de la vivienda se convierta en objeto de especulación? Como diría José Mota, no pido que estos gobiernos de ahora mejoren aquella acción social de los cincuenta y los sesenta en Cieza: ¡Que la igualen!
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 13/02/2016 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA"

7/2/16

Los tres castillos

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Castelgrande, en un promontorio rocoso en mitad de la ciudad de Bellinzona (Suiza)
El ferrocarril atraviesa por la mitad el lago Lugano y continúa hacia el norte de Suiza en dirección a Zúrich. Pero la mañana en que yo regresaba al aeropuerto de Bérgamo, en Italia, para tomar el vuelo de vuelta a casa, mientras amanecía perezosamente un cielo gris, el tren iba dejando atrás pequeños núcleos urbanos y, diseminados por el valle, chalets con cuidados jardines y vehículos de alta gama estacionados a la puerta. Por un momento me pregunté cómo sabría en qué punto atravesaríamos la frontera italiana. Lo supe: en torno a las casas empecé a ver cachivaches y, en las paredes, pintadas, y motos; por todas partes, motos. Ya en las calles de Milán, bandadas de motos se escabullían ruidosamente entre los coches.

Sin embargo, el día antes, mi hija Victoria Elena y yo habíamos cogido el tren en Lugano para ir hasta a Bellinzona. Ella es arquitecto y trabaja allí, en un luminoso estudio, no lejos de la “Piazza del Sole”, que está al pie del castillo “Castelgrande”. (Curiosamente, la capital cantonal no es la bella ciudad de Lugano, de la que les hablé en mi artículo anterior, sino el histórico pueblo de Bellinzona). Allí tuve tiempo de recorrer los lugares: Primero, al ayuntamiento, llamado “municipio”; luego, sus calles, plagadas de relojerías (Tissot, la marca por excelencia); y después, cámara fotográfica en ristre, ataqué uno a uno los tres castillos.

Milán es una urbe inmensa y bulliciosa. Y una vez que abandoné el tren dentro de su pedazo de Estación Central, y llevando “cuidado con los carteristas”, como ya les dije que ponía aquel letrero en español en las máquinas expendedoras de billetes, salí a la calle y busqué, entre los autobuses estacionados a un lado de la imponente fachada, uno que me llevara al aeropuerto. En este, pasados los controles, tuve que recorrer la kilométrica zona franca, atestada de comercios de toda clase como si fuera el Corte Inglés. Afuera se veía estacionado nuestro avióncillo (pequeño para el gentío que se apiñaba en la puerta de embarque), al que fuimos subiendo en fila india hasta empotrarnos, los trescientos y pico pasajeros con sus bártulos, en los congestionados asientos.

En Bellinzona, un túnel excavado en la roca, que da a la referida “Plaza del Sol”, y un veloz ascensor permiten acceder en un periquete hasta el patio de armas del vasto recinto medieval. Desde las altas murallas almenadas de Castelgrande se divisa todo el pueblo a los pies, gran parte del valle por donde discurre el río Ticino y, allá al fondo, majestuosas montañas de cumbres peladas a causa de las nieves invernales de antes del cambio climático. A un lado del promontorio rocoso, las elevadas torres de la fortaleza se yerguen en el borde mismo del precipicio, mientras que por la cara sur, el castillo domina suaves pendientes de terreno amurallado, donde se cultivan con esmero ringleras de viñas emparradas con alambres.

Dispuesto para el despegue, el bufido de los reactores se enfureció de pronto y el aparato se lanzó una velocidad endemoniada por la pista; luego adoptó una ligera posición rampante y, muy pronto, vimos empequeñecerse el suelo por las ventanillas, hasta que las nubes emborronaron la geometría de los prados moteados de casas y las líneas de las carreteras; más arriba, donde el aire es gélido y el azul del cielo intenso, sólo se veían ya, lejanos y brillantes con el sol, los picos de nieves perpetuas de los Apeninos.

Desde el mismo centro histórico de Bellinzona, junto al muro de la Iglesia de San Juan Nepomuceno, una callejuela tortuosa se empina y conduce por un vericueto de escaleras hasta el otro gran castillo: el de “Montebello”, rodeado también de prados verdes y viñedos. “Oiga, ¿hay muchas escaleras para subir al castillo?”, pregunté a un fulano como dios me encaminó. “Un kilómetro”, dijo. Y ante el gesto mío de estupor, me aconsejó: “¡piano, piano!” (“Qui va piano, va lontano”. “Quien camina despacio, llega lejos”, dice el refrán). Así que saqué la Canon de la mochila y fui buscando bellos encuadres entre planos cortos de ramas de caquileros atestadas de frutos y el fondo pétreo de las murallas de los castillos.

Aún, y antes de reunirme con Victoria para ir a comer en uno de los numerosos restaurantes, tomé el sendero en cuesta hasta la última y más alta de las fortalezas: el Castillo de “Sasso Cobaro”, casi territorio de águilas. Luego a la tarde, por el contrario, descendería hasta el río Ticino, a su amplio cauce de piedras pulidas y raíces de árboles descarnadas, con signos de desbordamiento en sus crecidas primaverales.

En Alicante, ¡qué gusto!, nos esperaba un sol espléndido, propio de “la millor terreta del mond”. Entonces el piloto lanzó la aeronave contra la pista sin miramiento alguno, crujiendo todo el fuselaje como si fuera a partirse de cuajo.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 06/02/2016 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA"
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LOS DIEZ ARTÍCULOS MÁS LEÍDOS EN LOS ÚLTIMOS TREINTA DÍAS

Cuentos del Rincón

Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"