Anteriormente había dos eucaliptos enormes |
Resulta que mi abuelo Joaquín del Madroñal cultivaba un huerto, con aspecto de vergel en mi recuerdo, ahí junto al Puente de Hierro, bajo la sombra alargada de los eucaliptos (entonces había dos, enormes). El huerto era propiedad de una señorita antigua y mi abuelo, mediero fiel, le entregaba la mitad de los esquilmos. Por aquel entonces no existía la Ronda del Fatego y las cuestas del pueblo viejo, pobres y con olor a esparto cocido por la lía que se hacía en todas las casas, morían justo en la orilla de la acequia, un canal a cielo abierto entre quijeros de tierra cuyo curso maloliente arrastraba desechos, inmundicias y aguas fecales.
Los terraplenes de las orillas del pueblo, huelga decir que eran perfectos basureros, puntos negros, vertederos incontrolados a la luz de nuestro presente; pues entonces se desconocía el mandamiento del medio ambiente y las personas se preocupaban más de la supervivencia económica que de la limpieza del entorno, por lo que tal cosa se veía con cierta normalidad. Les cito: El terraplén de los Ejíos de Hontana, el de los Ejíos de Marín, el del Cubico, donde antiguamente estuvo el Matadero Viejo, el de los Pajeros o el de la Bajada al Puente, eran focos de contaminación en donde se tiraba de todo, ¡hasta los animales muertos!
Por el terraplén de la Bajada al Puente, a los pies del Muro, mi abuelo descendía siguiendo una sendica en zigzag, entre matujas bordes y basuras, hasta llegar a la verja enrobinada que daba acceso al huerto. Algunos días mi abuelo me llevaba de la mano y, como la senda era muy estrecha, nos teníamos que apretar a un lado para que pasara en dirección contraria el hombre de la cara vendada, que el pobre daba el saludo y seguía su camino. El hombre de la cara vendada habitaba una humilde casica en la orilla de la acequia, a la cual únicamente se podía acceder a través de la angosta senda, por mitad del sucio terraplén. Sin embargo, contaron luego que una vez llegó a visitarlo el obispo, poco antes de que al pobre, el mal que le roía su cara le comiera del todo la vida.
Mi abuelo llevaba en el bolsillo del chaleco una llave hueca que abría el viejo candado de la puerta de la verja. Después empujaba y ésta emitía un chirrido áspero, proveniente del óxido de sus goznes. Después pasábamos sobre un puentecillo bajo el cual discurría el agua mansa de la acequia con algunas ovas flotantes desmadejadas; y ya continuábamos por un sendero entre rosales y mandarinos de haldas colgantes que él cavaba de rodillas, hasta llegar a la barraca de cañas, en cuyo interior guardaba útiles y enseres para el cultivo de la tierra. Mi abuelo se ponía un pañuelo blanco extendido bajo su gorra negra y unas esparteñas en los pies y empezaba a magencar con el legón, mientras que a mí me dejaba explorar los espacios o coger zampencos en un bote, con la advertencia paciente de que no me asomara al río (no obstante, me permitía acompañarle cuando se le terminaba el agua de la cántara de barro y, por una trocha de pescadores entre el cañar, descendíamos hasta un remanso tomado por las nutrias y la llenaba para beber, ya que “agua corriente, no daña diente”, decía).
Cuando el reloj de la iglesia daba las doce campanadas de las doce, mi abuelo metía cuanto podía caber en una capaza frutera, de aquellas de palmito: unos tomates, unas berenjenas, unas fresas, un puñaico de bajocas, un ramo de celindas o un manojo de alfalfa para los conejos; valiosa carga que soportaba a la espalda hasta su casica, en el barrio de Los Salesianos.
Superado ya el Garaje Inglés frente a las Monjas Pastoras, doblábamos por el Callejón de los Tiznaos, donde había a unos talleres de aspecto sucio, cuyos artesanos martilleaban objetos herrumbrosos o reparaban viejas motos, con sus manos negras y sus caras tiznadas. Y ya, llegados frente a la taberna del Bullas, donde los hiladores solían tomar chatos de vino con un puñado de cacahuetes sembrados en el mostrador, mi abuelo hacía una parada en la casa de su madre. La Roja del Madroñal, mi bisabuela, me acariciaba entonces con una terneza casi centenaria. (La pobre esperaría cuanto le permitiera la vida, mas no volvería a ver jamás a su hijo Isidro, quien exiliado por los vientos de la Guerra Civil, superviviente del campo de exterminio de Mauthausen y temeroso de regresar a España en plena dictadura, sólo aparecería por aquí bastantes años después cual un turista accidental).
Seguidamente, continuando por la calle Reyes Católicos, sin asfaltar como por entonces todas las del ensanche, teníamos que atravesar la angostura de un pasadizo (¡justo cabía por él una burra con serón!), abierto con la demolición de media casa. El origen de éste no era otro que la necesidad de ensamblar el trazado moderno y rectilíneo de Cieza, diseñado en los años veinte por el ingeniero Diego Templado, con el pueblo antiguo, que acababa en la Calle Mesones y los conventos.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 03/06/2017 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA"
En aquel tiempo al que se refiere era tal el cuidado del medio ambiente que no se producían desechos. Todo se aprovechaba.
ResponderEliminarEn los ejios del muro jugábamos los críos y más de dos caímos a la acequia, que no olía mal simplemente porque entonces la mayoría de las casas del pueblo no tenían alcantarillado.
Es verdad que en los ejios se tiraban los animales muertos, pero eso fue cuando ya no había hambre.
Gracias Ricado por aportar tu punto de vista.
EliminarUn saludo.