Alcalá del Júcar |
Por entonces la gente aún solía decir “los Salesianos”. (“¿Aónde vas con la burra y el serón, Fulanico?” –preguntaba alguien, por ejemplo–. “Pos que tengo unas olivericas mollares por detrás de los Salesianos y voy a magencar las lobás...”) Hoy en cambio ya no dice nadie “los Salesianos” porque ha pasado el tiempo y lo que eran unos ejidos del extrarradio, donde tiraban escombros y gatos muertos, junto a aquel magno proyecto de colegio religioso de “artes y oficios”, es ahora todo un barrio perfectamente urbanizado que integra, además del parque más caro del mundo, el Instituto Diego Tortosa y la Escuela de Adultos.
La cosa fue, que por hache o por be, aquellos curas salesianos, cuya labor docente tenía por objetivo primordial la formación humanista de sus alumnos para hacerlos personas de bien, cedieron el vasto recinto a medio edificar, con su capilla dedicada al fundador de la orden: San Juan Bosco, al Ministerio de Educación y Ciencia y se marcharon de Cieza. Sin embargo la gente ya se había acostumbrado a ver elevarse aquellos sobrios muros, piedra a piedra, con el denuedo de aquellos hombres de Dios, por lo que continuaría llamando de aquel modo a lo que llegó a ser en la década de los sesenta un importante centro educativo público: el “Instituto Laboral”, donde acudían también alumnos de Abarán y Blanca.
Yo entré al Instituto en el año 1968. Un compañero de clase: José Antonio Bermejo, me hizo llegar el aviso de que el curso había empezado y me ponían falta al pasar lista. Entonces mi madre me acompañó hasta la puerta exterior del recinto, la cual no estaba como ahora frente a la principal del edificio, sino que se hallaba algo más arriba, junto a la casica del conserje, donde vivían Susarte y la Prado. Mi madre me dejó en compañía de Bermejo, que estaba con otros jugando a la pelota en el patio, y se quedó unos minutos afuera hasta que me vio dirigirme a clase.
Recuerdo que el sol de octubre entraba a raudales por las cristaleras de atrás, que daban a las oliveras, y todo tenía para mí la impronta de un mundo nuevo. Me indicaron cuál era mi sitio, al fondo de la clase, y me senté (a mi izquierda estaba Constantino Egea Tornero; a mi derecha, José Luis Marín Bernal, y delante tenía a Pedro Gil Serrano, los tres ya fallecidos). El aula de 1ºA se componía de 42 alumnos, ordenados en 6 hileras. Yo tenía el número 28, de modo que cuando Doña Alicia, con su gesto severo, me decía: “¡usted, Veintiocho, salga a la pizarra!”, recorría temblándome las piernas el espacio longitudinal de la clase, hasta pasar al lado de Lorenzo Guirao, que era el número 30, y Jesús Guardiola, que era el 29, y llegar al estrado de madera. (Huelga decir que recuerdo perfectamente los nombres de todos mis compañeros y sus números de orden).
Cuando regresé aquel día a casa de mis abuelos, donde permanecería todo el curso 1968-69, mi madre había dispuesto para mí unas viandas en los cajones de uno de los dos armarios que había a ambos lados de la cocina: un pan de carrasca de los que amasaba ella en el campo, un trozo de tocino magro untado con pimiento molido, unas butifarras, algo de blanco, unos chorizos o unas longanizas, todo de la matanza del cerdo. Pues mi abuela Josefica, que hacía equilibrios con la estricta economía que permitían sus exiguas pensiones de jubilación, quizá pensara ‘este muchacho, que a su edad comerá más que la orilla del río, me puede arruinar la despensa en un santiamén’. Por lo que acordó con mi madre que yo me administrara mi pan y mi condumio, aunque en realidad no me faltó nunca el platico de comida en la mesa.
En primero de bachillerato “laboral” (al curso siguiente pasaría a llamarse “técnico”, aunque en realidad eran nombres equívocos que no significaban nada) teníamos diez asignaturas: Ciencias, que explicaba la mentada Doña Alicia; Matemáticas, que daba Don Juan Manuel; Geografía, que impartía Doña Pilar; Lengua, que nos daba Don Andrés; Francés, a cargo de Doña Matilde; FEN (Formación del Espíritu Nacional) y Gimnasia, que nos daba el Sr. Mendoza; Talleres, impartidos por Don Silvestre y Don Emilio; Dibujo, a cargo de Don Antonio Fernández; y Religión, por Don Antonio Salas. De todos los profesores guardo excelentes recuerdos y mi perpetuo agradecimiento.
Con mi abuelo Joaquín, que era la persona más bondadosa y paciente que jamás he conocido, mantuve una estrecha relación aquel curso. Y, como los miércoles por la tarde libraba del instituto, me iba con él al huertecico que cuidaba con esmero junto al Puente de Hierro, el cual, en mi memoria, era lo más parecido al Edén en la Tierra, si lo hubo.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 23/02/2015 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
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