A Don José Cano, que en paz descanse, cura bonachón donde los hubiera, y a cuya memoria dediqué el primer relato de mi libro “Relatos Vulgares”, le oí contar una vez un hermoso cuentecillo que venía a explicar el porqué les falta a algunas personas ese puntico de inteligencia para alcanzar el grado de “normal”, que han fijado en sus tesis los científicos.
El cuento tenía su base más palpable en la “fontanela”, que es esa abertura craneal que poseen todos los recién nacidos en lo alto de la crisma, y que tarda un par de meses más o menos en cerrársele. Don José Cano, a quien yo conocí en su parroquia de Ojós una tarde soporífera del mes de agosto cuya calor amenazaba con asfixiar lo pájaros en pleno vuelo, decía que los bebés, antes de ser alumbrados al mundo por sus madres, eran dotados de la correspondiente inteligencia de origen divino (de ahí que, tal como relata el libro del Génesis, el hombre esté hecho a imagen y semejanza de Dios. El hombre y la mujer, claro). Para ello el Creador, según afirmaba con cachaza Don José –seguramente que estará hoy en el cielo de los curas–, ponía en fila a los nasciturus del día, ¡que hay que ver con qué gusto se reproduce la raza humana!, y con un embudico en una mano y una jarra en la otra (así de sencillo lo refería él con su espléndida humanidad), el Padre Eterno iba vertiendo un chorrico del preciado intelecto a cada criatura por el agujerico de la cabeza.
Parece ser que Dios ya tenía alguna práctica en el asunto (eso se intuía por las trazas del cuento) y no le hacía mucha falta el medir la cantidad de una forma exacta; de modo que, con una maña divina, les metía el pitorro del embudo por la fontanela de la molondra y abocaba un poquico del maravilloso líquido; y pasaba al siguiente. Pero había días que el Señor no andaba muy fino (la verdad es que Don José en este punto no acertaba a precisar si era por la edad, por las preocupaciones que le causamos los humanos, o porque hay cosas simplemente que están de Dios que pasen), y ocurría que el Todo Poderoso se descuidaba un poco, y, fuese por la longitud de la fila, fuese porque calculaba mal el reparto, se quedaba algo corto y cuando llegaba al final se daba cuenta que le faltaba la gracia, como luego se dice (¿no les ha pasado alguna vez a ustedes algo parecido al repartir una botella de sidra en seis u ocho copas?); de modo, y para terminar pronto, que el último pillaba un poquico menos de inteligencia que los demás.
Con un embudico en una mano y una jarra en la otra, el Padre Eterno echaba un chorrico de intelecto a cada criatura por el agujero de la cabeza. Este domingo pasado, viendo los campeonatos de Europa de “campo a través” para discapacitados intelectuales (¿lo he dicho bien?), que se han celebrado en Cieza, ahí frente al Colegio Juan Ramón Jiménez y el Centro de Salud, me acordé de aquel cura ciezano y de su particular sabiduría. A lo mejor, a mi torpe parecer, no se le ha concedido al evento la importancia que realmente tiene (¡ni una mala cámara de televisión, oiga!); la cinta que circundaba la pista era del Ayuntamiento de Molina del Segura (¡inaudito!); y encima deslució mucho las pruebas el jodío viento, que volcaba constantemente las vallas y levantaba de vez en cuándo polvaredas del suelo. No obstante estos chicos y chicas, provenientes de distintos países (Francia, Reino Unido, Chequia, Portugal…, y por supuesto de España, incluido el atleta ciezano en su modalidad Pascual Fernández), lucharon de alguna forma contra los elementos y compitieron como el mejor dentro de las reglas del deporte.
Al final, durante una humilde ceremonia en la Plaza de la Bola, propia de “campeonato de barrio”, el himno nacional que sonó repetidas veces fue el de Portugal. Y, entre otras cosas, faltó por parte de los organizadores un poco más de publicidad. Ellos, los pequeños descuidos de Dios, en su esfuerzo noble, se merecían un poco más de atención.
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