El autor, cima de la Sierra de la Palera (Calasparra) |
En mi anterior artículo, "Eras de pan trillar", descriptivo del proceso de la trilla de los cereales en tiempos pasados, nos quedamos en el momento de configurar el llamado “cuello” (montón longitudinal, diametral a la circunferencia de la era en el sentido Norte-Sur), una vez trillada la parva con las mulas y los trillos, ya fueran éstos de rodillos con cuchillas, ya de lajas de sílex cual máquinas prehistóricas de la edad de piedra.
Junto a la cara “occidental”, bien alineada, de dicho “cuello”, y antes de comenzar el aventado, se tendía en el suelo, de forma paralela, una soga de esparto gruesa, que bien podía ser la “tiraera” del carro, por ejemplo, cuya finalidad diré más adelante. A renglón seguido, y si el Solano era ya constante, se daba comienzo al proceso de separar el grano de la paja. Esto se realizaba con las horcas, manejadas con la habilidad que otorga la experiencia, pues el aventador tenía que ser un aliado del viento, aunarse con su fuerza invisible y desarrollar su trabajo compaginado y acoplado al soplo del Solano. La técnica no era otra que ir elevando y lanzando al aire porciones de mezcla (paja y grano) en función de la intensidad del viento; y en esa ecuación intuitiva, ajena los matemáticos, había que medir a pulso la cantidad tomada con la horca, la altura a la que se lanzaba y el ángulo justo para que no cayese paja al grano ni fuera a parar grano a la paja. ¡Fácil para quienes sabían hacerlo hasta con los ojos cerrados!, y muy difícil para quien no supiera interpretar la voz del viento, bajo un sol canicular de hierro fundido.
Desde una punta a la otra del alargado montón en la era, el aventador, descalzo y sintiendo en todos los poros de su piel el polvo picante de la trilla, iba trabajando por capas como si magencara con amor la tierra; y, mientras los granos caían como lluvia generosa a un lado, el viento, jugando con la ingravidez de las cañas desmenuzadas del cereal, iba formando al otro la duna mullida de la paja. Solo había, después, que tirar con fuerza de la soga gorda en un ángulo de volteo y despejar la frontera entre los dos montones: el que iría a parar a las trojes y el que habría que meter al pajar.
Pero el grano aún no estaba limpio del todo, sino mezclado con algunos pajones gruesos, con granzas, granzones y otras impurezas que era preciso apartar. Por eso, la siguiente tarea era el “traspaleado” (con gran habilidad y pericia, había que ir lanzando al aire paladas, que formaban cortinas de grano al costado del “traspaleador”, de adelante hacia atrás. Al mismo tiempo se iba “abaleando” y limpiando el nuevo montón de cereal con un “escobón” blando (los escobones para la era se fabricaban con los tallos secos y flexibles de una planta herbácea llamada “escobonera”).
Y ya, conseguido un hermoso montón de grano limpio, tras finalizar el traspaleado, aún quedaba una última tarea: el cribado, pues era preciso asegurarse de apartar alguna semilla ajena, algún pedacito de espiga sin deshacer, algún granzón rebelde o alguna china camuflada. Las cribas, redondas como garbillos, tenían en su urdimbre dos posiciones: una para la cebada y la avena, y otra para el trigo, la jeja o el centeno. Todo el montón, alargado, del grano, se pasaba por la criba y se convertía en otro redondo, como un gran cono de abundancia y limpio como el oro, producto de “la tierra callada, el trabajo y el sudor, unidos al agua pura”.
El grano, que nueve meses antes había sido arrojado al barbecho por la mano ágil del sembrador, y que el mulero había enterrado surco a surco con su arado, vendría al fin a cerrar en la era el ciclo feliz de la cosecha. La sementera, efectuada por el mes de Todos los Santos con las lluvias de otoño, había verdegueado luego los bancales, soportando los sembrados las escarchas y los vientos crudos de enero; después había crecido con los chubascos de marzo, había encanutado las espigas por el mes de abril y empezado a granar y a pajicear con el sol de mayo. Aunque los trigos se segarían por el mes de San Juan y se trillarían por el de Santiago.
Y era allí, ante el dorado montón de cereal en la era, donde los afanosos labradores veían el producto de sus esfuerzos y desvelos, obtenido a través de la rueda de las estaciones y los azares de la meteorología.
Entonces había que medir el grano con la “media fanega” (una fanega, compuesta por 12 celemines, equivale a unos 55 litros de capacidad). La caja de la “media fanega”, de madera con herrajes, y forma de paralelepípedo abocado, se iba llenado en el montón y, tras pasarle por encima el “raedor” (para dejar el contenido a ras), se vaciaba en sacos y éstos, a cuestas, uno tras otro, se llevaban a vaciar en las trojes de los camaranchones.
Además, si el labrador lo era en régimen de aparcería (antes, lo normal era que los señoritos poseyeran la tierra y los medieros la trabajasen mediante la aparcería en los esquilmos), entonces, en la propia era se medía el “terraje” para el amo. Y si el dueño era algo repeloso, mandaba que estuviera presente un hombre de su confianza: el “terrajero”.
En cuanto a la paja, se metía por diversos medios en el pajar, ya fuera éste de obra o construido con cañas y mantos de centeno.
Año a año suendo jovenzuelo he dentsen el picor de la paja en la era... Joaquín muy buen relato
ResponderEliminarGracias Manuel. Tú sabes del dicho: "quien no quiera polvo, que no se arrime a una era"
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