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Iglesia de San Juan Bosco (Cieza) |
Una vez conocí a un hombre sabio, y recuerdo que a la hora de su muerte, cuando estaba metido en la caja para llevarlo a enterrar, me pregunté: ¿a dónde irán a parar tantos conocimientos, tantas historias que albergaba en su cabeza, tanto saber acumulado a lo largo de la vida...? A ninguna parte: se pierden con él para la sociedad. Siempre que fallece una persona es como si se quemaran unos cuantos de libros, y cuando muere un gran hombre o una gran mujer es como si ardiera una biblioteca.
Les digo esto porque con la muerte de Don Antonio Salas todos hemos perdido mucho. Cieza, institucionalmente, ha perdido a su hijo adoptivo (título que le fue otorgado muy meritoriamente por el Ayuntamiento en 2006); la diócesis ha perdido a un sacerdote ejemplar, cuyas homilías eran un compendio de mensajes claros y precisos sobre el recto proceder cristiano; los que fuimos sus alumnos en el instituto hemos perdido al excelente profesor que fue; los que hemos vivido en el barrio de San Juan Bosco hemos perdido al hombre que hizo de la parroquia la casa de todos; y los que además hemos gozado durante años del beneficio de su amistad hemos perdido al amigo que sabía escuchar y hablar con la palabra justa, y que sabía trasmitir afecto, respeto y sensatez a su prójimo.
Miren, yo conocí al cura Salas hace más de cincuenta años en su modesto pisico de la Gran Vía. Pues hasta allí me llevó mi madre de la mano una tarde con el fin de que me apuntara para tomar la primera comunión; y nos recibió en el pequeño despachito que ha utilizado siempre.
“Mir’usté, Don Antonio, que mi nene va a cumplir ya los siete añicos...” Por entonces parece que no había que hacer mucha catequesis para estos asuntos.
“A ver –preguntó el hombre–, ¿sabe el Padrenuestro, el Credo, el Señor mío Jesucristo...?”
“Sí Don Antonio” –respondió mi madre.
“¿Sabe los Mandamientos de la Ley de Dios y los de la Santa Madre Iglesia...?”
"Sí, Don Antonio, y las Personas de Dios Trino...” (Ella y mi abuela Teresa se habían aplicado a fondo en la materia).
Entonces aquel cura joven, cuyos ojos claros eran capaces de radiografiar el alma de los pecadores, miró al zagalico que tenia delante, el cual se aferraba a su madre dando muestras de una timidez a casco de bomba, y dijo: “A ver, reza un padrenuestro.” Cosa que el crío, así de primeras y “a capela”..., pues iba a ser que no. Mas Don Antonio dio por cierta la explicación de mi madre y me anotó para el Día de la Ascensión, que era uno de los tres jueves del año que relucían más que el sol.
De modo que allí en aquel viejo almacén de esparto, que estaba algo más abajo de la actual Plaza de San Juan Bosco a la derecha, donde provisionalmente habían acondicionado una iglesiucha para pobres (el actual templo de piedra basta se hallaba a medio hacer), Don Antonio Salas me dio la primera comunión: una hostia seca, que se me pegó al cielo de la boca (mi abuela me había advertido que no se podía masticar) y al final pude tragármela como Dios me encaminó.
Siete años más tarde, siendo ya un adolescente desgarbado, coincidí con Don Antonio en el Instituto Laboral: él era subdirector y profesor de religión del centro, yo alumno de primero de bachillerato. De ese tiempo, que él aún iba en Vespa y empezaba a quitarse la sotana, lo cual era bastante llamativo para la época, tengo el recuerdo fiel de sus enseñanzas, y no sólo desde el punto de vista religioso, sino en el plano de una educación humanista integral, pues lo mismo nos explicaba y recomendaba pautas de conducta de cara a la vida, que nos desvelaba el tesoro que encierran los libros, leyéndonos aquel cuento mágico que era “Boliche, Corruquete y Don Tilín”, una joya literaria de Enrique Castillo Fernández (su nieto, Enrique Castillo Ron, eminente científico y matemático, se me daría a conocer tras leer las referencias a dicha obra en mis artículos).
Por aquel tiempo, cuando de la Gran Vía hacia las oliveras, todas las calles eran de tierra con tremendos barrizales en invierno, la acera enlosada del Instituto sólo conducía hasta la iglesia de San Juan Bosco, ya que formaban parte del mismo conjunto arquitectónico (dicho templo iba a ser la capilla del frustrado colegio salesiano, dedicada al santo patrón y fundador de la orden). De modo que muchos alumnos adoptamos como lugar de encuentro la parroquia, ya fuera para pegar balonazos en el atrio, ya para jugar en los patios traseros (existía una estructura a medio construir que era perfecta para trepar por ella y hacer funambulismo), ya para hablar de cualquier cosa con Don Antonio Salas en la amplia sacristía.
Luego, con los años, por unas razones o por otras, he mantenido las buenas relaciones con Don Antonio, gozando de su valiosa amistad. Él, de un tiempo esta parte y siempre que nos veíamos, no dejaba de elogiar mis artículos y de animarme para que siguiera escribiendo, cosa que yo le agradecía en el alma, y, aunque llevo meses si publicar nada por los motivos que muchos de ustedes ya conocen, éste se lo debo.
Tres cosas les quiero decir del entierro de Don Antonio Salas: una, jamás había pensado que llegaría el día en que entraría en la iglesia de San Juan Bosco oyendo tocar a muerto por él las campanas; dos, oportunas, justas y conmovedoras las palabras de Don José Antonio Fernández en el cementerio; y tres, tuve un vuelco del corazón cuando el obispo dijo en la misa que el cura Salas entraría al Cielo con una lista de nombres en la mano. Seguro, pensé, que llevará el de Mari, mi mujer, por cuya muerte estos meses atrás él me había expresado su más sincero pesar, ofreciéndose en lo que pudiera para mi consuelo. Gracias por todo, Don Antonio.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 20/10/2012 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
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