El cura Don Antonio Salas (fotografía de Fernando Galindo) |
Él me había dado la primera comunión en aquel humilde almacén de la Avenida Juan XXIII, donde provisionalmente estaba instalada la Parroquia, pues aún se hallaba en construcción la Iglesia de San Juan Bosco, cuyo Santo fue el fundador de los Salesianos (Orden que había empezado a levantar entre las oliveras lo que iba a ser un gran colegio religioso de «Artes y Oficios» y luego se quedó en Instituto público). Años después tuve la fortuna de tenerlo por profesor en dicho centro; y más tarde, por hache o por be, nunca he perdido las buenas relaciones con el cura Salas.
Pero de aquellos años de instituto, cuya memoria de entonces ha adquirido ya para cada uno de nosotros el estatus de un tesoro, me gustaría traer a colación algunos aspectos. Va por usted, Don Antonio.
Pongamos un curso, el 1968-69 por ejemplo. El director era Don Jesús Pinilla, que tenía un Seat «milquinientos» (solo había dos coches en el instituto: el del director y el del cura Salas, quien poseía un Seat «seiscientos»). El Jefe de Estudios era el Señor Mendoza, el cual, a toque de silbato de Susarte, nos hacía formar ante la puerta principal los sábados para bajar bandera y los lunes para izarla, cantando «Si madrugan los arqueros» del Frente de Juventudes. Al Señor Mendoza, goce de Dios, lo teníamos de profesor todos los cursos, pues impartía «FEN» (Formación del Espíritu Nacional, que obviamente iba de adoctrinamiento político), pero era tan buena persona que no nos formamos casi nadie en tal espíritu y cada cual salimos luego con nuestras ideas propias. Como la democracia era por entonces palabra tabú y su uso ajeno a la vida, el Señor Mendoza «otorgaba» mensualmente el cargo de delegado de clase a la nota media más alta, y durante aquel curso lo fuimos alternativamente Fernando Almela, que era hijo del Alcalde, y un servidor de ustedes).
Don Antonio Salas, mientras tanto, nos desasnaba en lo tocante a la fe cristiana y los asuntos de la Iglesia Católica, a la vez que nos daba su toque humanista sobre otras materias profanas o sobre las incógnitas que se nos planteaban en la adolescencia. Pero un día a la semana juntaba los dos primeros cursos de bachillerato (el A y el B, exactamente 84 alumnos) y, por aquel pasillo largo de junto a Talleres, donde estaban siempre Don Silvestre y Don Emilio con sus batas azules, nos llevaba hasta el Salón de Actos, y allí nos leía un librillo de aventuras llamado «Boliche, Curruquete y Don Tilín», cuyas andanzas de los personajes se desenvolvían por regiones fantásticas.
La Parroquia de San Juan Bosco y el Instituto formaban entonces un mundo bipolar para la mayoría de los alumnos, pues Don Antonio supo ganarse la confianza de muchos aun fuera del plano religioso (aunque los había muy comprometidos, que estaban siempre en misa, los cuales el cura nos los ponía a los demás como ejemplo); así que al salir de clase, además de visitar asiduamente la Casetica del Salva, seguíamos pegando balonazos en el atrio, en la sacristía, o en los patios de la iglesia que eran entonces inmensos y muy adecuados para jugar, ya fuese con alguna blanda reprimenda, ya con la aquiescencia del pobre Don Antonio.
Durante aquel curso también, preocupado por nuestra formación espiritual, el cura Salas llevó a cabo un experimento emocionante para nosotros: todos los lunes organizaba en clase una especie de «referéndum» en el que cada uno debía manifestar su cumplimiento dominical con el mandamiento católico de oír misa. Había que escribir en la «papeleta» «SÍ», «NO» o «SÍ y comulgué», después doblarla muy bien y echarla en una «bolsa-urna» (no sé si de aquello estaba enterado el Señor Mendoza). Después, aunque se suponía que era secreto, cual un sufragio, durante el «escrutinio» de los resultados, con cada papel que Don Antonio desdoblaba parsimoniosamente y leía en voz alta, además de acogerlo todos con expectación, presumíamos jocosamente conocer al «votante». Aquello, sin embargo, duró hasta que algunos, abusando de la impunidad del sistema, escribieron alguna que otra inconveniencia; entonces Don Antonio, que tenía su genio ¡como Dios manda!, sacando de la cartera aquella regla de madera que llevaba para reconducir situaciones, dio un golpe seco sobre la mesa y anunció el final del citado experimento.
© Joaquín Gómez Carrillo
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