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Me enteré hace poco de que habían editado un libro en la Parroquia de San Juan Bosco con motivo del cincuenta aniversario de su existencia. Ni que decirse tiene que lo he comprado y leído con atención, y, como todo lo que es interesante, ¡ay!, me ha sabido a poco. Entiéndanme, San Juan Bosco, en mi humilde consideración, ha sido todo un mundo, y un mundo es difícil de encerrar en unas páginas. De modo que, si me permiten, añadiré aquí algunas pinceladas, según mi visión de testigo directo de aquel tiempo pasado que, sólo por ser el de nuestra adolescencia y primera juventud, a todas luces fue mejor.
Un curso: 1968/69. Una clase: 1º-A. Pues en mi recuerdo se amalgaman la parroquia y el instituto como si fueran una misma cosa. Ya que el humilde templo, anexado al vasto recinto del centro educativo, era tomado entonces por muchos alumnos como una prolongación de los espacios estudiantiles. El conjunto arquitectónico se hallaba situado en el arrabal de un barrio a medio urbanizar, en el culo del pueblo: más allá sólo estaba el reino de las oliveras y las carreras de hiladores, los cuales se pasaban todo el día andando del revés. Mas en aquel extremo en que las calles aún eran de polvo y barro y había que hacerse camino al andar, la acera del instituto, enlosada, cual vía que lleva a Roma, iba a desembocar en la casetica del Salva y en el atrio, a medio embastar, de San Juan Bosco.
Aún me sé de memoria los nombres y apellidos de la lista de 1º-A. Doña Alicia entonces se sabía los números de algunos: “¡A ver, 28, salga usted a la pizarra!”, me decía. Cuando Doña Alicia Montes entraba en clase, de pie todos, el silencio se podía cortar con una navaja. Otros profesores permitían, sin embargo, algo de relajación, como el Señor Mendoza, que era el Jefe de Estudios y nos daba Gimnasia y FEN. Entonces se evaluaba mensualmente y éste nos entregaba los boletines, cuya nota media más alta determinaba cual sería el delegado de la clase (mi amigo Fernando Almela y yo, décimas arriba, décimas abajo, alternábamos en el “cargo” por designación digital del Señor Mendoza).
Pero teníamos un profesor, el de Religión, que conducía su clase con rigor y tolerancia a la vez; con seriedad y llaneza al mismo tiempo; con severidad (llevaba una regla de madera en su cartera negra con la que, cuando se hacía preciso, ponía orden por las bravas) y con psicología; con genio y con confianza; con exigencia y con comprensión. Así era Don Antonio Salas. La clave de que muchos hiciésemos nuestros los espacios eclesiales de la Parroquia de San Juan Bosco no era sino él mismo. Pues sus correcciones, siempre oportunas, las agradecíamos en el fondo; sus reprimendas ocasionales no nos molestaban; y sus castigos in extremis, pues por separado éramos todos buenos, pero juntos los habíamos de la cáscara amarga, no nos dolían (una vez me puso de rodillas, pero me lo dijo de tal forma que en modo alguno me supuso un trago humillante, sino una penitencia justa). Por el contrario, siempre que lo abordábamos con cualquier pregunta o problema, obteníamos la respuesta amable o el consejo acertado. Pocos profesores gozaban de ese don y él lo tenía.
Un día a la semana nos juntaba a los dos primeros, el A y el B, y nos llevaba tras él por aquel pasillo largo, pasando frente a la cantina del Mocho, frente a los laboratorios de física y química, frente al aula de dibujo, territorio de Don Antonio Fernández; y frente a la gran cristalera que daba a Talleres, donde impartían sus clases con batas azules Don Silvestre, Don Emilio y Don Isidoro; y llegábamos al Salón de Actos, vetusto, según el proyecto original de los curas Salesianos, y entonces Don Antonio Salas nos leía un trozo del libro “Boliche, Corruquete y don Tilín”.
De aquel curso 1º-A conservo la amistad imperecedera de todos los compañeros que fuimos, salvo de algunos que ya se han llevado los vientos de la vida. Pero sólo mentaré dos: mi amigo sentido José Luis Marín Bernal, compañero de la mesa de al lado en clase; y mi amigo Lorenzo Guirao Sánchez, en cuya casa, cercana a la de mi abuela, donde yo vivía aquel curso, me encontraba como en la mía. Por mi relación con ambos, que ya eran asiduos de la sacristía de San Juan Bosco, y con otros muchos, comencé a visitar aquella casa de todos, cuyas puertas el cura mantenía siempre abiertas de par en par.
Del aspecto del barrio entonces podría llenar muchas páginas, aunque sólo mentaré que la Avenida de Italia y la Plaza de San Juan Bosco no eran sino un erial, por el que Don Antonio, a veces con sotana, a veces de seglar, transitaba en su Vespa, o en su Seiscientos recién estrenado; la Avenida Juan XXIII no tenía continuación ni por arriba ni por abajo y frente al instituto estaba el matadero de los Hoyeros, del que salían los gruñidos de los chinos en su terrible agonía. En la calle Nicolás de las Peñas (hoy Salzillo), con aspecto de bancal de patatas cuando llovía, había varios solarones donde amontonaban hierros, hacían lía las viejas o los chitos jugaban al caliche; y subiendo por la calle José Planes estaba la Pensión París, en cuya fachada había un cartel que, en un alarde de modernidad, ponía: “on parle française.”
(Continuará)
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