INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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26/3/23

El autobús del campo

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Por primavera de 1969, la empresa López nos llevó, con su autobús nuevecico, a un grupo de alumnos del Instituto Laboral, «seleccionado» por notas, hasta los Chorros del Río Mundo.

Corría la década de los sesenta del siglo pasado cuando comenzó a funcionar aquella línea de autobús. Partía de ahí, de enfrente de las monjas Pastoras, donde en tiempos estuvo el «Garaje Inglés», ¿recuerdan?, y llegaba hasta el Salto de Almadenes. Aquello fue un gran avance en las comunicaciones, una revolución, sobre todo para las familias campesinas, pues con anterioridad todo era bastante precario: no había otro modo de desplazarse que no fuese a pie, con el carro, con la burra, en bicicleta o en la moto, quien la tuviera. Por entonces empezaban a venderse bastantes motos a los hombres que iban a trabajar a los campos o que vivían en los parajes apartados (Cobos, Albert, Matías, entre otros talleres del pueblo, tenían la concesión de las marcas del momento: Guzzi, Ossa, Montesa, Bultaco, Ducati…).

La carretera de Mula, que en los mapas venía como «Carretera de Mazarrón», la asfaltaron ya casi a mitad de los sesenta (bueno, le echaron lo que llamaban «riego asfáltico»: unos hombres embetunados, sucios de oficio, iban con unas mangueras y rociaban de alquitrán el firme, más o menos igualado, y a continuación esparcían al voleo gravilla encima con sus palas y pasaban la apisonadora). Antes de eso, como casi todas las carreteras secundarias de España, esta de Cieza a Mula era de piso de tierra, que los peones camineros reparaban diariamente, recogiendo los excrementos de las caballerías y manteniendo limpias las cunetas.

Los primos López, unos emprendedores en el transporte de personas, compraron un autobús de relance, un Pegaso blanco, creo, que al parecer había sido urbano en Palma de Mallorca, y comenzaron a cambiarle la vida a muchas personas de los parajes de las Lomas, la Herrada, el Ginete, la Torre, la Veredilla, los Losares, o del propio Salto de Almadenes, donde vivían las familias de los empleados de la central en una fila de casicas techeras, donde había una pequeña escuela para los hijos de éstos y a donde subía los domingos Don Antonio Salas, sotana al viento, en su «Moto Guzzi Hispania» colorada, de aquellas que llevaban la palanquita de los cambios en el lado derecho bajo el manillar, y decía misa.

El autobús echaba dos viajes: uno por la mañana, tempranico, de ida y vuelta, y otro al medio día para volver por la tarde. El autobús del campo no era escolar, no estaba pensado para recoger y llevar alumnos a los colegios, no, porque entonces aún existían las escuelas rurales: la del Maripinar, la de Perdiguera (junto a la Casa de la Campana), la del Ginete (al lado del Ventorrillo), la de la Torre, la de la Veredilla y la mentada escuelica del Salto, y hasta ellas se desplazaban por sus propios medios las maestras y los maestros para desasnar in situ a los zagales campestres. Tengan en cuenta que los campos de nuestro término municipal estaban entonces muy poblados por familias campesinas o huertanas; no como ahora, que sí bien es verdad que viven muchas personas en casas en el campo, se trata de gente urbana trasladada al medio rural, a donde se ha llevado sus modos y medios de vida urbanos; no, entonces era otra cosa muy distinta a lo que hay hoy en día.

Al tiempo que echaron aquella especie de asfalto a la Carretera de Mula, fueron cerrando las casillas de peones camineros: la del paraje Las Ermiticas, más arriba del Rincón de Mula y antes de llegar al Puente de Meco (en la actualidad ha desaparecido por completo y solo queda su aljibe de bóveda con brocal octogonal de sillería de piedra); la de la Fuente del Rey, al subir la Cuesta de la Herrada, que se está cayendo a cachos y la Dirección General de Carreteras de la Comunidad Autónoma la sacó a subasta hace unos años, pero se ve que nadie ha tirado de ella; una pena. Y por último, la Casilla del Pedrero, en pleno Cajitán, donde estuvo de peón caminero Miguel Quijada, un tío abuelo político mío, que iba y venía andandico, con su capacica a cuestas, cuando necesitaba comprar víveres del pueblo. Mas el autobús del campo, como hemos dicho, gran parte de su ruta la hacía por la Carretera del Pantano Alfonso XIII, que esa sería asfaltada algunos años después y aún se hallaba con firme pedregoso y acarrilado del paso de los carros.

Uno de los primos era el que conducía normalmente, y el otro, con su bolso colgado a la bandolera, el que se ocupaba de cortar los billetitos y cobrar los pasajes; no había paradas fijas establecidas: los viajeros, ya conocidos por la empresa, podían subir en cualquier punto del trayecto y apearse donde mejor les viniese. Encima del autobús había una gran baca corrida a la que se accedía por una escalerilla metálica, y donde podían echarse bultos de los usuarios. El vehículo llevaba unas barras en el techo con unas correas de cuero colgantes, de las cuales, no habiendo asientos desocupados, podía uno agarrarse e ir de pie cual en un bus urbano (que al parecer aquél lo había sido); los asientos, de madera, iban forrados con relleno de estopa, la cual asomaba por algunos rotos que se habían hecho del uso. Huelga decir que en el coche, como sus dueños lo llamaban, sin aire acondicionado en verano y atestado de seres sin cuarto de baño ni desodorante, cuando regresaban del pueblo con sus bártulos y viandas, habitaba un aire espeso y no solo del humo de los cigarros de los hombres o del pescado envuelto en papel de estraza. Pero tengan en cuenta que aquellos era otra vida, otra cultura, otros olores; aquel era otro tiempo.

Cuando los miércoles hacían el mercado en la Plaza de España y calles adyacentes, acudía numerosa clientela de los campos para realizar la compra de la semana, que transportaba después en el autobús, ¡hasta la bandera de viajeros y de equipajes!, tanto en el interior, como en la baca del techo. Pero andando el tiempo, visto el éxito de dicho transporte, los primos López, con su trabajo, su simpatía y su honradez, medraron algo en el negocio y adquirieron otro autobús nuevecico, en el que los hombres y las mujeres del campo se sentían como si fueran ricos al subir a él, ¡qué modernidad, qué confort, qué a gusto se iba en aquellos asientos! (en aquel autobús fui en mi primera excursión del Instituto a los Chorros del río Mundo; si me acordaré…).

Pero entonces los López, al contar ya con dos transportes, los miércoles iban con el nuevo, curveando por la Fuente del Rey, hasta el Campo de Ricote (las Caras, los Castellanos, la Bermeja…) y se traían un montón de ricoteños y ricoteñas, felices de montar en aquel autobús tan bonico, para que hicieran el mercado en Cieza, que para ellos era, ¡madre mía!, como venir a la capital.
©Joaquín Gómez Carrillo 

18/3/23

Sobre mi novela «La patria que nos queda»

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Mi novela evoca, y al mismo tiempo propone como la mejor patria de cada uno, aquel tiempo de la niñez y primera adolescencia, precisamente en una época que el viento se llevó

Recuerdo cuando empecé a escribir el libro «La patria que nos queda»; mi intención era tan solo hacer un corto relato sobre cómo se vivía la enseñanza en aquellas escuelas rurales de antes, donde había clases multigrado y por la ventanas se veían, afanosos, pasar los hombres con las burras y las borregas, o las mujeres, cargadas con líos de ropa, que iban a lavar a los entradores de las acequias. Pretendía tan solo hacer una narración breve —pensaba yo, y lo explico en el prólogo—, pero hay cosas que se nos escapan a veces de las manos, y el relato creció, tomó cuerpo y se hizo novela. Los personajes empujaban en mi cabeza, como empuja una vida nueva desde el útero de la madre. Hubo entonces una explosión imaginativa que surgía casi de forma autónoma, y la ficción, como el universo real de los astros, que giran encarrilados en sus órbitas, empezó a expandirse y a ocupar cada vez más páginas, más páginas. La ficción también es una rama de la realidad, la más moldeable, la más sensible, la más etérea quizá, o la más pura, pero es la que hace al escritor sentirse como un dios en su sexto día de la creación.

«La patria que nos queda» alcanza una extensión considerable: algo más de 600 páginas, pero no es un tocho, no es de esas novelas con efecto ladrillo que cueste trabajo leer, no, ya que está estructurada en capítulos no muy largos: son en total 67 capítulos y un epílogo final (hay un muerto, ya lo advierto; ¿no dicen que en toda buena obra de teatro tiene que aparecer una pistola?; pues también en toda novela que se precie ha de haber al menos un muertecico). Cada uno de los capítulos está dedicado a un pequeño tema de interés, a unos hechos particulares o a un pasaje singular o divertido. (¡Ojo!, la novela en su conjunto, y exceptuando su dosis de tragedia, que haberla la hay, es divertida, y no porque el autor, o sea, yo, haya buscado especialmente el humor, sino porque en ella no se narra otra cosa que la vida misma, y, sin lugar a dudas, la vida siempre tiene una parte alegre, divertida; solo hay que saber sacársela, como el buen tallador de diamantes sabe encontrar las facies de éstos cuando no son más que meros pedruscos sacados de la tierra.)

El tiempo en que se desarrolla la acción pertenece a la década de los sesenta del siglo XX; concretamente, se centra en el curso 1965-1966, y el marco geográfico son los parajes donde habita una sociedad rural, campesina o huertana, de labradores u hortelanos, y una escuela. Una escuela de aquellas que había por los campos, situada en un lugar cualquiera de un pueblo cualquiera (los nombres y los topónimos son todos inventados, producto de mi invención, así como los nombres de todos y cada uno de los personajes). El libro en su conjunto es ficticio, nacido de la imaginación de su creador, que es un servidor de ustedes, pero basado en hechos reales; en más de un noventa por ciento de todo lo que ocurre en el relato de ficción, ha ocurrido de verdad, por muy rocambolesco, gracioso o funesto, que parezca. Aquellos eran otros tiempos; era otra realidad, que el viento de los cambios se llevó, y es la que encontramos leyendo «La patria que nos queda».

En la década de los sesenta, y en el ambiente campesino, el atraso aún era bastante patente, aunque no mucho en relación con la sociedad urbana de los pueblos, en cuyas casas apenas existían los electrodomésticos, cundía el analfabetismo en las personas mayores y en casi ninguna vivienda había cuarto de baño. Mas en los campos, ¡ay!, a todo lo anterior, se sumaba el aislamiento, la carencia de electricidad y agua corriente, el corsé de las viejas tradiciones en los modos de vida y el sistema, casi servil, de la explotación de la tierra, basado en señoritos y medieros: los primeros poseían las fincas y los segundos las trabajaban en régimen de aparcería en los esquilmos.

En mi novela «La patria que nos queda», el desarrollo de los hechos tiene como eje central la citada escuela rural, en un paraje inventado de un pueblo inventado, aunque se intuye por alusiones que nos hallamos en nuestro término municipal, en nuestra Cieza (alguna balsa de cocer esparto aparece), donde un maestro, humilde por sabio, se esfuerza en preparar a los muchachos y muchachas como mejor puede, en vista a los cambios sociales que se vislumbran. Cambios que muchos de los padres y madres no ven aproximarse; que mandan a los hijos a la escuela para que aprendan a leer y escribir y las cuatro reglas, y eso siendo varones, que siendo chicas, con que aprendieran a ser «mujeres de su casa» iban bien servidas; para que al día de mañana fueran esposas sumisas de un hombre bueno y trabajador, que supieran llevar para adelante las riendas de un hogar, que criaran hijos y que trabajaran en las tareas del campo hombro con hombro con su marido. Ese era el horizonte todavía para muchas familias.

Pero llegó la década de los sesenta y muchas cosas empezaron a tambalearse. En  la novela «La patria que nos queda» se va reflejando el seísmo social que pondrá todo patas arriba en muy pocos años. Y el sistema educativo cambiará; se construirá un gran colegio comarcal en el pueblo y los niños del campo serán llevados a él en autobús. Los docentes, maestras y maestros, dejarán de desplazarse por sus medios y a través de carreteruchas y caminos de tierra a las escuelas rurales, y éstas serán cerradas. El gobierno decretará programas de «igualdad de oportunidades» y empezarán a acudir a los institutos y aun llegar más tarde a las aulas de las universidades los hijos de los simples braceros y de las familias humildes del campo; se pondrán en marcha las famosas «becas salario», con las cuales los hijos de las familias humildes, no solo cubrirán los costes de los estudios, sino que otra parte de la cuantía recibida vendrá a paliar esa merma de ingresos familiares por la ausencia del hijo o hija estudiante.

En «La patria que nos queda» ocurren cosas; hechos enmarcados en aquella época pasada, aunque no tan lejana, pues la vida ha cambiado con mucha celeridad (en la prehistoria, de la piedra tallada a la piedra pulimentada hubieron de pasar miles de años, más del teléfono inventado, o patentado, por Graham Bell a los móviles de quinta generación ha pasado un suspiro). En la novela, los niños y niñas de la escuela, las respectivas familias de éstos, y el propio maestro nacional que los desasna, forman un entorno semejante a un agujero del tiempo, una ventanita a aquella época que el viento se llevó. No dejen de leerla; recordarán su propia patria que les quedó de aquella niñez tierna y querida, tan lejana ya en nuestras vidas cuando nos hacemos mayores y tan metida siempre en el corazón. 

©Joaquín Gómez Carrillo

12/3/23

Paisajes urbanos de Cieza, XXXVI

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Acera izquierda de la Cuesta de la Villa, donde podemos ver las casicas cerradas que fueran de los Losa y de la Francisca la «Ricoteña»; a continuación la que fuera de la María la Alta, y el edificio grande y antiguo de La Cochera, que tiene mirador arriba.

La Cuesta de la Villa se llamaba entonces Calle República del Ecuador, y, al final, donde se junta con la Cuesta del Río, había una de las varias fuentes públicas del agua del pueblo, a la cual iban las mujeres a llenar sus cántaras y botijos para beber, y sus calderos para el fregote (aunque en muchas casas había tinajeros: una tinaja de barro embutida en la obra, con su poyo de azulejos para posar los botijos de barro con tapeticos de ganchillo). Cerquica de la fuente, a la derecha según se bajaba, estaba la casa del Sastre el Pintor, y, en la acera izquierda, bajando también, en la última casa estaba, pegado a su fachada, un letrero antiguo de chapa que ponía «CIEZA» ¿Y eso por qué? Pues porque cuando no existía la Calle Doña Carmen Camacho Trigueros, hoy Cuesta del Molino (esta señora fue la que donó los terrenos para abrir dicha calle), la entrada al pueblo, viniendo de Calasparra (y aún de Madrid en tiempos más antiguos), era por ahí, por el actual Camino del Molino (entonces, obviamente, se llamaba Carretera de Calasparra), bordeando el quijero de la Acequia del Fatego, la cual nace frente al Molino de la Capdevila con la cola de la Acequia de los Charcos; de manera que los foráneos, al llegar a la encrucijada de las dos mentadas cuestas: la del Río y la de la Villa, con su fuente publica del agua, como ya he dicho, supieran que habían llegado a nuestra ciudad, a Cieza.

Ni que decir tiene que la Cuesta de la Villa, como otras cuestas del pueblo, era de firme de tierra; incluso la Calle Juego de Bolos, hasta que por los sesenta asfaltaran la Carretera de Mula (llamada en los mapas antiguos «Carretera de Mazarrón», también era de tierra, que las mujeres barrían con sus escobas de palma y rociaban con un caldero de cinc, aspergiendo el agua con sus manos. (La Carretera de Mula nace justo en la esquinica de la Calle Ramón y Cajal, frente a las Monjas Pastoras, por lo que correspondía al Ministerio de Obras Públicas su asfaltado.) Lo de rociar la calle era una técnica adquirida de las mujeres: aspergían el agua con la mano, ¡y con mucho brío!, humedeciendo el firme de la parte barrida. Los barrenderos pasaban también, y recogían los excrementos de las caballerías, basura que luego aprovechaban para el cultivo de plantas.

Uno de los edificios más antiguos de la Cuesta de la Villa, que todavía está en pie, y lo que te rondaré morena, es «La Cochera». Está en la acera de la izquierda, bajando, y ahí tuvo puesto de lías y comercio «Antoñico de la Cochera», pero de eso hace mucho; fíjense que su hija, la Antoñica de Balsalobre, que era mi amiga y forofa de leer mis artículos todas las semanas, ya se marchó de este mundo, con noventa y largos años; ¡ay, el tiempo, que no perdona,,,! Ignacio Balsalobre, por cierto, era socio propietario de la agencia de Transportes Ciezanos, que estuvo en los bajos de la Torre de la Plaza de España; él era un trabajador más, cargando y descargando los camiones. Ignacio Balsalobre, un hombre amable y correcto donde los hubiera, fue concejal con el alcalde Francisco Lucas Navarro. En la parte de arriba de la Cochera, que tenía suelo de tablas y daba a la Calle Juego de Bolos, guardaban a San Pedro.

En la Cuesta de la Villa, frente a la casa del Tío Martín y la casa de la Tía Francesa (de esta decían que practicaba ciencias ocultas con ayuda de su esposo Mariano: cartomancia, quiromancia, espiritismo, o no sé qué más), vivía la familia Losa, que tenía negocio ambulantes de pipas y caramelos con un carrito de madera; el padre, Paco Losa (pariente de mi madre por parte de mi abuelo materno), vendía radios a pilas por los campos; les hablo de la época en que se acababa de inventar el transistor y ya se podía escuchar la radio en las casas sin electrificar de los lugares apartados. El hombre iba con una motico por los caminos y visitaba a los campesinos para anunciarle la buena nueva del advenimiento de la era de los electrodomésticos. A veces le costaba echar varios viajes a la misma casa, pues la gente no veía en la radio ninguna utilidad, ni mucho menos una necesidad; pero al fin, con su labia y su buen humor, Paco Losa convencía y hacía la venta, y el cliente firmaba unas cuantas letras para ir pagando poco a poco. Las radios eran de la tienda de Chuchubeo y Paco Losa se llevaba una comisión en el negocio.

«El Gordo» era recovero; vivía bajando la Cuesta de la Villa, a la derecha. El hombre tenía un motocarro, que lo aparcaba un poquico más abajo de la casa de la «María la Alta» (la casa de la María la Alta y su marido Pozas, lindaba con la Cochera). El Gordo ejercía la recova por los campos; iba con su motocarro y compraba animales de corral y vendía telas y baratijas. Un día, al motocarro del Gordo se le rompieron los frenos y bajó desenfrenado hasta la fuente del agua, pero no pasó nada. La Margarita, que vivía dos casicas más arriba de la familia Losa, y la María la Alta fuero picadoras de esparto en su juventud; picaron incluso en una fábrica de mazos que hubo en el Menjú, e iban andando hasta allí y cruzaban la barca con el barquero.

Guillermo del Madroñal compró la casa del Tío Martín (al lado vivía su hijo, Pepe Martín, que enviudó y se fue de la Cuesta de la Villa). La Margarita y la María la Alta eran de un tiempo, y también se marcharon al otro barrio con noventa y largos, pero muy lúcidas hasta el final de sus vidas. Guillermo del Madroñal va en los cien años y lee todo lo que pilla (yo le suministro libros y otras publicaciones; hoy mismo, mi última novela «La patria que nos queda»). La Paquita de los Cuadros comenzó su negocio de enmarcaciones en la Cuesta de la Villa, enfrentico de la casa de Guillermo y de la Paca del Madroñal, mi madre, que también se fue al cielo de las mujeres buenas y trabajadoras de antes. (La casica de la Paquita de los cuadros tenía una plantica baja tan pequeña, que para dar la vuelta a las piezas de madera de cortar los marcos Ricardo y ella tenían que salirse a la calle.) Allí bajaba a veces Hipólito molina a venderle obras de pintores, como Párraga, a los que él prestaba marchantía. A Hipólito Molina, persona culta donde las hubiera, le encantaban las obras de arte y tenía las paredes de su casa en la Calle Diego Tortosa, de suelo a techo, llenas de cuadros.

Más abajico de la casa de la Tía Francesa, en la Cuesta de la Villa, vivían Andrés y la Remedios, y un hermano solterón de ella: el «Chache». Al Chache le gustaba jugar al ajedrez y le encantaban las novelicas del Oeste, de Marcial Lafuente Estefanía, que mi amigo Antonio (su sobrino) y yo íbamos a cambiárselas a la Casetica del Coque, en la Calle La Tercia, junto a la carpintería de los Cocos; el Coque cobraba entonces un durico por el cambio de cada novela del Oeste. Y la vida pasaba.

©Joaquín Gómez Carrillo 

 

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Cuentos del Rincón

Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"