INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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28/11/20

Cosas de viejos...

 

Guillermo del Madroñal (fotografía de Fernando Galindo)

El camino de la vida, ya saben ustedes a dónde va a parar; pero en el mejor de los casos atraviesa por el paisaje, a veces fructífero, a veces feliz y a veces desértico, de la vejez. Escribo esto escuchando a ese «viejo» maravilloso que perdimos hace algunos años: Leonard Cohen. Pero ese era un caso aislado, especial; la mayoría no sabemos envejecer y vamos un poco a trompicones, perdiendo facultades y dejando que las nostalgias se tornen en resignación, los proyectos en renuncia y los achaques en rendición.

Yo me fijo en las diferentes maneras de envejecer que tienen las personas. Las hay que se rebelan constantemente, que siempre van a remolque de la acción del tiempo y de la edad, intentando borrar las huellas de los días y los años; y a veces lo consiguen, en mayor medida las mujeres por razones obvias: coloración del cabello, cuidados de la piel, elección de prendas de vestir alegres, etc. Sin embargo, hay un momento en que todo se descubre; es como si al prestidigitador se le cayeran las cartas al suelo en el más difícil de sus trucos; es el momento en que nada puede tapar el engaño y aparecen de pronto juntos todos los años, que no pasan en balde, de la edad; y la persona ya no se reconoce en los espejos y solo le valen las fotos antiguas, rejuvenecidas por el olvido, que halla quizá en los cajones de sus recuerdos.

Hay otros hombres o mujeres que, a una edad mediana, tienen un cambio físico grande, suben de golpe varios escalones en la carrera aparente del tiempo, y entonces ahí se detienen; y pasan años y décadas con un mismo aspecto. Me decía un científico y deportista que conocí hace un par de años en la Cueva del Puerto, que él envejeció a los cuarenta; yo no sé la edad que ya contaría el hombre cuando esto, pero se mantenía en ese mismo escalón de la vida ganado hacía varias décadas, ¡sorprendente! A esas personas, en realidad es difícil calcularles la edad, pues pueden llegar a los setenta y a los ochenta con una imagen y una vitalidad que «congelaron» un día a los cuarenta. Normalmente son personas de físico mediano, de peso ágil y llenas de proyectos vitales irrenunciables; claro, eso siempre que no les pille por medio el hacha de una enfermedad.

Existe otro modo de caminar la senda de los viejos, que es el de esas otras personas por las que, sencillamente, no pasan los años. Son casos especiales: siempre están igual; parece que hubieran hecho un pacto con el diablo (es lo que se dice de forma malévola). Sin embargo, un día, cuando ya nos habíamos acostumbrado a verlas «eternamente» con la misma imagen: el mismo cabello, la misma sonrisa, los mismos andares, la misma jovialidad, ¡zas!, cae sobre ellas el rigor de los años de golpe, como llovido del cielo: la calvicie (en los hombres), la incipiente chepa, la mengua de la estatura, la sombra alargada de la cara o la torpeza de los pasos. Es ley implacable (no se escapa ni el gato).

Pero, en fin, lo más normal es que la vejez aparezca en la vida a golpes, lentos quizá pero constantes, a capuzones, como decimos por aquí; pasas un duelo de un familiar: un capuzón; pasas una gripe: un capuzón; te vas a la playa unos días: un capuzón cuando vuelves; te operan de alguna cosucha: un capuzón. Y así vas recorriendo el camino inexorable, a fuerza de capuzones, y dándote cuenta de la merma de tus posibilidades. Es ley también, si tu meta es llegar a la ancianidad, claro; y, desde luego, lo ideal es alcanzarla en condiciones aceptables (porque eres tú quien las ha de aceptar, ¡ojo!).

Otros lo llevan muy mal. (¿Se acuerdan de Camilo Sesto? ¿Qué se haría el fulano en la cara, que parecía una muñeca barbie? Esos, normalmente no llegan a muy viejos, pues no aceptan el empuje avanzado de la vida; desearían poder «vender su alma» al diablo por mantenerse jóvenes; cosa que no es posible. Nadie puede vivir contra natura, sino que hay que aceptar lo efímero, lo pasajero, los cambios hacia el deterioro físico y, en muchos casos, mental. El Universo también tiende al caos; está en movimiento sin retorno: los planetas y las estrellas jamás regresan al mismo punto. Todo es viajero, como los ríos y como el viento; incluso los árboles, que pueden dar fruto tras mil años de existencia, un día son pasto del gusano del tiempo.

Por el contrario, hay personas que, sin ocultar ni disimular su edad, viven siempre jóvenes, hasta el final. Pues la edad es la suma de los años, pero el ser joven es una actitud, ¡nada que ver con la edad!, y algunos hombres y mujeres poseen de natural ese valor: el de la juventud; y, aunque se aproxime el momento inexorable de la tormenta postrera, cuando en el ser humano «todo llegue a ser nada», estos van por la vida llevando en la frente, en las manos y en las comisuras de la boca su eterna actitud juvenil. Son los jóvenes perfectos.

Sin embargo, de todos, todos, me gustan los que se hacen viejos con la dignidad esculpida en el rostro (caso de Cohen, que mentaba al principio); estas son las que poseen el don de las «buenas personas» (aquellas otras, en cambio, que llevan retestinado el espíritu por dentro les aflora en la cara el signo malo de su propia penitencia). Es, la de la gente buena, la vejez más elegante. A algunas de estas personas se les aprecia en torno a los labios las marcas de las sonrisas bellas como los anillos añosos de los troncos talados de los árboles. Normalmente, tienen ojos de mirar profundo, pues es lo más valioso que se adquiere con los años bien llevados: la visión pacífica del rodar del mundo.

Pero, resumiendo, la vejez es como una carrera de obstáculos, que hay que ganarla con limpieza, tesón y deportividad. Y en esa carrera ves quizás a otras personas, algunas muy amadas, que salen de forma accidental, sin poder cubrir los últimos tramos, la recta final de la meta. Y no puedes hacer otra cosa que seguir, y dejar en una curva del camino al ser que caminaba junto a ti, y que no podrá alcanzar la tierra prometida de la vejez, que es el paso más seguro para ganar el fin último de esta vida: la muerte. Esa es la ley del mundo, de este mundo.

©Joaquín Gómez Carrillo

 

21/11/20

¿Cómo andamos en inmigración?

 

Cedro de 1880, Luchón (Francia). Este aún nos enterrará a todos


Es una tragedia. Esto no tiene comparación con las migraciones que realizaban nuestros padres y abuelos para buscarse la vida en Francia o en Alemania; o aquellas otras migraciones de españoles que embarcaban rumbo a la Argentina o a Venezuela anhelando un mundo mejor. No. Nuestros emigrantes de entonces, aquellos de la canción de Juanito Valderrama que tantas lágrimas hacía derramar, no se echaban a un mar o a un océano a vida o muerte; no tenían que venderlo todo y ponerse en manos de traficantes de seres humanos para correr el riesgo de que los dejaran tirados en mitad de una travesía y perecieran como «mercancía» de poco valor. Es verdad que el hambre (aquí en nuestro solar ibérico y en los tiempos injustos de la España pobre) daba muchas «cornás» (eso decía el Cordobés, aquel muchacho desgreñado que agarraba los toros por los cuernos y cuyas ovaciones grabadas servían para adornar los discursos de Franco). Es verdad que eran tiempos grises, deprimidos, de paro y miseria, y muchos hombres, bien solos, bien con la esposa y los hijos, se subían a un tren llevando en la mano una maleta de cartón y atravesaban la frontera por Portbou en busca de horizontes nuevos. Pero aquello era distinto a lo que está ocurriendo ahora. Esto es otra cosa, otro tipo de migración.

¿Tiene Europa solución y respuesta a estos flujos migratorios a la desesperada? ¿Elaboran los países europeos planes para estas avalanchas de seres humanos que huyen no solo de las «cornás» del hambre, sino de las que dan las guerras, las enfermedades, las injusticias, el miedo y la inseguridad. ¿Tiene España, en concreto, una política seria de inmigración? ¿Qué objetivos se plantean los gobernantes españoles al respecto de los miles y miles de personas que llegan maltrechas a nuestras costas, y eso cuando no pierden la vida en el intento? ¿Nos estamos insensibilizando ante este sufrimiento, esta tragedia humana?

Creo que dada la enorme importancia que supone la constante llegada de migrantes a nuestro país, debería existir un «ministerio de Inmigración» con verdaderas políticas de estado, como el de Exteriores, sin veleidades partidistas del momento, que son a veces como fuegos de artificio de cara a los medios de comunicación, y luego nada. ¿Recuerdan el recibimiento  mediático del barco Aquarius en el puerto de Valencia, en junio de 2018? Un campanazo publicitario de lo buen samaritano que era el gobierno gobernante español. Desembarcaron 630 inmigrantes, atendidos por legión de sanitarios y todo tipo de medios (aunque días después se olvidaran de ellos o se los endilgaran a Cáritas, que la Iglesia tiene espalda ancha); pero miren, ese fin de semana, al tiempo del famoso desembarco, portada en todos los noticieros, habían llegado 1.200 personas en pateras a las costas andaluzas, sin cámaras, sin publicidad y, lo peor: como siempre sin saber qué hacer con ellas; y así día tras día.

Actualmente los flujos migratorios llegan a diario a las costas españolas, a Andalucía, a Murcia y, últimamente, en mayor cantidad a Canarias. ¿Hay un plan inmigratorio al respecto o se va «capeando el temporal» con la misma política de siempre? Hacinarlos en recintos sin condiciones medianamente aceptables, meterlos donde sea, mantenerlos encerrados en cualquier lugar, incluso en hoteles, para luego ¿qué? ¿Dejarlos ir a la buena de dios, o de alá, y que se busquen la vida? ¿Devolverlos en la medida que se pueda o que lo acepten terceros países africanos a cambio de dinero? (Marruecos cobraba una pasta gansa por aceptar devoluciones; los dejaban allí en «tierra de nadie» un tiempo y luego, pues ya organizaban los pobres migrantes nuevos asaltos, cada vez más virulentos, a las vallas de Ceuta y Melilla).

Es una patata muy caliente para las autoridades españolas, y la Unión Europea no parece querer mojarse mucho en este asunto. Creo que es necesario un cambio de visión. La inmigración no es un «mal» que algunos países de la U.E. tengan que soportar, entre ellos España. Creo que es cuestión de enfoque, de concepto. Pero hay que tener las cosas muy claras sobre lo que se debería hacer y cómo hacer. Pues ya ve usted, señor presidente: «…se nos llenó de pobres el recibidor», que diría el bueno de Serrat. 
 
Necesariamente hay que preparar infraestructuras adecuadas, y dinero, mucho dinero. La inmigración puede ser «un bien» si nuestros mandatarios, incluidos los de la Unión Europea, elaboran planes adecuados para integrarla en nuestras sociedades, para hacer que esas personas formen parte de nuestra población (al fin y al cabo, la demografía española está mermada de juventud, ya que no se incentivan los nacimientos y, por el contrario, se impiden nacer en torno a cien mil niños cada año). De modo que tenemos que ver la inmigración como un «activo» poblacional. Sin embargo, eso requiere una gran actuación. Lo primero, es obvio, esos millares de personas requieren atenciones sanitarias de calidad, o sea, se necesitan más centros y más profesionales de la sanidad; lo segundo, es la manutención alimentaria y una solución habitacional digna. Después hay que atender a esas personas en el plano educacional: alfabetizarlas en nuestro idioma y en nuestra grafía latina; enseñarles las costumbres y el modo de vida del país que les acoge (es necesario que conozcan nuestra sociedad), y siempre sin perder de vista la presencia de delincuentes o fanáticos religiosos. Después, claro, esas personas no van a estar subsidiadas y mantenidas siempre; habrá, pues, que integrarlas en nuestro mundo laboral. Todo eso supone mucho dinero, pero es una obligación moral y un beneficio social el contar con ellos, con los inmigrantes.
©Joaquín Gómez Carrillo

 

14/11/20

La ruta de la sal

 

Al almacén lo llamaban el «alfolí». Sustentado por dos enormes arcos, a duras penas soporta ya el maderamen con parte del espinazo partido

El otro día fuimos a ver las Salinas de la Ramona. Mi amigo Manolo Balsalobre, poeta ciezano de los pinos y los olivos, caminaba despacio, observando las vetas de las rocas, por el ramblizo de colores a través del que se derrama un venero de agua limpia, transparente y salada como la salmuera. Yo, en tanto, hacía fotos con la Canon bajo los acueductos de madera derruidos, sobre los muros de las enormes balsas «cocederos» y contra las luces de un sol caricioso que hacía brillar las formaciones salinas en los chinarros de las charcas transparentes.

Al bajarnos de los coches ya se notaba esa tranquilidad, esa paz, que da el silencio puro del monte y de los campos deshabitados y desiertos. El silencio es reconfortante para el cerebro y para el alma (¿o son estos una misma cosa…?); yo siempre he valorado esa noble sensación, ya en la sierra, donde se puede percibir, aquí o allá, la leve presencia de los pájaros, ya en lo profundo de las cavernas, donde aguantando la respiración, se llega a oír la marcha rítmica, vital, del propio corazón.

Un cartel, puesto con buenas intenciones, nos indica que pisamos tierra salada; mas ante nosotros se muestra la desolación, el abandono, la vuelta al caos, que es el sino constante de toda obra humana. La casa del salinero se deshace arriba, sobre el lomazo de esparto; sus vigas de madera hace tiempo que se percharon y empezaron a crujir y a desprenderse de los revoltones de yeso del techo; el tejado de teja de cañón se desmenuza a causa de las impiedades de la meteorología y por la ausencia de mano humana que, piadosa, lo repare; los muros se inclinan rendidos y barruntan que todo será escombro en un tiempo no lejano. A nosotros también nos llevará el viento un día, el mismo viento que agita las ramas de los árboles que nos vieron nacer y que nos sobrevivirán mucho tiempo después.

Mi amigo y yo, curiosos y admirados, avanzamos a contra corriente del chorrito de salmuera que serpentea las margas arcillosas, a trechos blancas de cristales de yeso, a trechos rojas por los óxidos de hierro que impregnan los estratos. A través del objetivo de mi cámara, cuento hasta cinco grandes «cocederos». Debió ser esta una industria importante dentro de la «ruta de la sal» del interior de la Región de Murcia. Cada cocedero o balsa alimentaba un conjunto de «eras» rectangulares, con el piso empedrado, y divididas unas de otras por gruesas tablas de madera machihembradas de no más de un palmo de altura. Primero la salmuera depositada en las balsas ya empezaba a aumentar su concentración salina por la evaporación constante; luego esa agua doblemente salada era canalizada y vertida en las «eras», donde en plena canícula el sol hacía de las suyas y, en algo más de veinte días, el líquido se iba al cielo (o al viento), quedando depositada la sal en el piso, la cual recogían con rastros de madera y almacenaban en sacos de arpillera para su venta.

Al almacén le llamaban el «alfolí» (palabra de origen moruno). Se trata de una nave cuyo tejado de tejavana, semiderruido, deja pasar la luz por entre el espinazo de los maderos carcomados y los cañizos rotos. Nosotros, cautelosos, pero llenos de curiosidad, nos asomamos al interior (el portón, grande para encular los carros que cargaban la sal, tiene dos hojas de madera gruesa, colgadas de fuertes pernios, y abiertas de par en par). Nada atestigua allí adentro el comercio que se ejerciera durante muchas décadas (llegó a ser la segunda industria en importancia de Calasparra); solo algunos apuntes hechos a lápiz en la pared indican las sumas de las pesadas de la báscula. Miramos hacia arriba; dos grandes arcos de medio punto aguantan el maderamen de la techumbre (o lo aguantaban, antes de que el tiempo fuera devastándolo a mordiscos y reduciendo todo a polvo como es ley natural).

Barranco arriba, y conforme nos acercamos al origen del agüilla, que ahora discurre libre, desperdiciándose, mientras proliferan matujas en las «eras» de evaporación y se garcean los tablones separadores, observamos en los testeros la verticalidad de los estratos, que en otro tiempo estuvieron en el fondo marino, de aquel mar llamado de «Tetis» en el que estaba sumergida parte de nuestra península cuando aún se estaba formando el mundo. Las balsas, construidas con gruesos muros de mampostería (piedra bolera del lugar y cal) y muy bien enlucidas en su interior con cal grasa, quedan a un lado y a otro de la ramblilla salobre. Restos de canales de madera, esculpidas en troncos de pino o ciprés, cuelgan por los terraplenes. Lo que fuera sin duda un complejo salino, una industria que daba de comer a varias familias y respetaba el medio ambiente, se halla abandonado porque a lo mejor, y a la luz de nuestro concepto actual de beneficio económico empresarial, dejó de ser «rentable». Es la vida; antes se vivía con muy poco; apenas existían necesidades, y con cuatro duros se iba tirando para adelante; y en las familias, todos sus miembros aportaban manos de obra. El capital era la mula; los bienes, el carro y los arreos; la educación de los hijos, seguir la tradición; la carrera, continuar el oficio.

La maleza ha crecido en los ejidos de la casa del salinero. Cuando nos acercamos a su puerta, mi amigo observa una pequeña sierpe que toma el sol pacíficamente entre los aljezones de su fachada en ruinas; le hago una fotografía alargando al máximo el zoom para no molestarla. Desde el zaguán se pueden ver, al fondo, las escaleras que subían al segundo piso, colmatadas ya de escombros;  a la izquierda, una salita que tuviera aspecto adecentado, con signos de pintura azul en la pared; y, a la mano derecha, lo que fue el hogar, con su chimenea y restos de una cantarera de madera y una losa incrustada en la pared, donde posar el botijo; dos alacenas con malla metálica, para que el gato no se llevara el tocino, todavía resisten la amenaza de la ruina. Allí habitaron familias que trabajaron, amaron, tuvieron sueños, y hasta —nos aventuramos a pensar— serían felices.

A través del barranquillo llegamos al fin hasta donde están las bocaminas del manantial. Por allí hay restos de tubos, los más primitivos de barro; y pedazos de canales, también de barro cocido. Pues la historia de este aprovechamiento natural para extracción de sal data varios siglos atrás. ¡De los romanos pudiera ser! Luego del rey, y finalmente de particulares; hasta quedar hoy en día a merced de caos. No deberían dejar que todo se destruyese del todo. ¿Qué será de nosotros si se nos borra parte de nuestra historia antropológica? 
©Joaquín Gómez Carrillo

 

 

8/11/20

Como si no pasara nada

 .

Fachada principal de la Iglesia de la Asunción de María


Miren lo que les digo, esto, en muchos aspectos (me estoy refiriendo mayormente a cierto número de personas de nuestra sociedad en relación con la pandemia del Covid-19), se parece un poco a la orquesta del Titánic en la película de James Cameron, que no paraba de tocar mientras el barco se estaba inclinando para irse al fondo del mar sin remedio («¡sigan, sigan, tocando!», y los músicos interpretaban valses para que los viajeros ricos continuaran disfrutando de la bonita velada en el lujoso salón de baile como si nada estuviera ocurriendo).

Desde este sábado, día 7 de noviembre, han ordenado cerrar los bares y restaurantes, en cuanto al uso de barras y terrazas se refiere; podrán preparar —dicen— comidas, tapas y bebidas para llevar a domicilio («póngam’usté unos calamares a la plancha y un butano pa llevárnoslos a casa»; aunque no sé cómo se recogerán esos «pedidos», si por una ventana o los entregará el camarero en la puerta o los transportará un mandaero o un repartidor como el de las pizzas). Pero miren, esto se veía venir; no había más que fijarse en las terrazas, llenas de mesas y las mesas llenas de gente, la mayoría sin mascarillas. («Oiga, es que si llevo la mascarilla, ¿cómo me como la tostada o me tomo el café?» —argumentaban, respondones, algunos—. Pos mir’usté, mu sencillo: con una mano coge la tostadica o el vasico y con la otra se aparta la mascarilla sacándosela de una oreja, le da el bocaíco o el sorbo al asunto, e inmediatamente se ajusta su mascarilla de nuevo en la oreja; es fácil, ¿no?; y de esa manera puede seguir charlando con los compañeros de mesa sin lanzarles a su nariz, a su boca o a sus ojos, sus micropartículas salivares o sus jodíos «aerosoles», que son como una neblina invisible que sale de nuestro aliento y flota en el aire cargadita con lo que tengamos encima: carro, trancazo, gripe o coronavirus; y lo más importante: de haber cumplido esas reglas, no hubiera hecho falta el cierre de bares).

Pero la cosa es que una parte de la población, a pesar de estar súper informada de todo eso y a pesar de ser consciente —creo yo— de la conveniencia de guardar estrictamente las normas y las recomendaciones sanitarias; a pesar de ser conocedora del peligro de los contagios, que no cesan, ¡que anda que Cieza está bonica!, y que se van llenando los hospitales y las UCI; y a pesar de que entre los contagiados, de todas las edades, los hay que se van yendo al otro barrio por la puerta de atrás; a pesar de todo —digo—, esa parte de la población, díscola, bien por indolencia o pasotismo, o bien porque prefiere seguir bailando el peligroso vals del naufragio del Titánic, se  comporta socialmente como si no pasara nada. ¡Nada! Por eso los gobernantes no pueden dejar de tomar medidas más o menos drásticas o restrictivas, como esta de cerrar los bares. Y eso se veía venir. Ahora el sector pondrá el grito en el cielo; normal, hay muchas familias que viven de eso. Pero si el Titánic se hunde, y ya los naufragados, en lo que va de pandemia, se cuentan por decenas de millares, de nada vale que la orquesta siga tocando como si no pasara nada.

En el mercadillo semanal (antes había controles a las entradas y a las salidas, ¿se acuerdan?, con toma de temperatura y con fufú para las manos, pero eso era antes, cuando la primera ola), ahora el público, las mujeres y los hombres, con sus carritos, con sus bolsas, haciendo las compras, que los mercaderes también tienen que vivir, oiga; mas los veo como si no pasara nada: las personas arracimadas en los puestos, juntitas todas como las ovejas. Un mercader (yo paso por la acera de enfrente, ligero, poniendo distancia con el personal, y me fijo en algunos) con la mascarilla en el cuello, que eso debe de ser muy bueno para las paperas, animando a las compradoras: «¡dos pares, un euro, guapa!».

Así que vamos derechos al confinamiento domiciliario; no habrá más solución, y pagaremos justos por pecadores; aunque por hache o por be, la gente seguirá saliendo a la calle, ya sea por necesidades de trabajo, ya para ir de compras o ya para sacar los perros a pasear, que también tienen derecho los animalicos. De modo que el invierno va a ser largo. Y la economía se tendrá que resentir otra vez, aunque suban los impuestos para sacar perras hasta de debajo de las piedras, que hay que pagar mucho sueldo a mucha gente que vive a cuerpo de rey. ¿No vieron el festorro ese del periódico digital de Pedro J. Ramírez? A él le interesaba la publicidad con peces gordos en las mesas, y a ellos (a los peces gordos), como les gusta chupar cámara más que a un tonto un lápiz, pues ya está: se juntó el hambre con las ganicas de comer; y además, muchos se quitaron sus mascarillas, ¡un día es un día!, para salir bien guapos.

Peor parado sale el personal sanitario, cuando se le duplica y triplica y cuadruplica el trabajo, y corre el riesgo de enfermar y de morir. ¿Ustedes han entrado alguna vez a una UCI? No digo como enfermos, no, que el Señor nos libre, sino como familiar. Yo sí (debidamente equipado). Les aseguro que es un lugar preocupante. Miren, una cosa que encoge el alma es el silencio; en las UCI hay un silencio extraño, grave, y en ese silencio se oye el siseo de los respiradores, el ruidillo de las valvulitas electrónicas de las bombas de los goteros o el «pi-pi-pi» de los electrocardiógrafos; y también se oyen, aguzando más el oído, los pasos atentos de las enfermeras y los enfermeros, de las doctoras y los doctores, que se mueven entre las camas de los enfermos, que están allí desnudos, con los cuerpos llenos de cables y de tubos; y el personal sanitario, cual seres de otra galaxia, como ángeles cuidadores, van con sus EPI de pies a cabeza, arriesgando su salud para estar al lado de los enfermos, que yacen solitarios, silenciosos, ante el virus maligno, en esa frontera desierta y frágil que hay entre la vida y la muerte. Pero afuera, la sociedad que ignora ese purgatorio, continúa a su bola, bailando con la música de la orquesta del Titánic, como si no pasara nada; como si no existieran los contagios, el confinamiento forzoso, la enfermedad, el sufrimiento y la muerte. ¡Nada! Como si no pasara nada.
©Joaquín Gómez Carrillo 

 

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LOS DIEZ ARTÍCULOS MÁS LEÍDOS EN LOS ÚLTIMOS TREINTA DÍAS

Cuentos del Rincón

Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"