«Cueva de la Serreta», sobre el abismo del Cañón de Almadenes |
Ya saben ustedes que me apasiona la naturaleza y, de vez en cuando, me gusta disfrutar del silencio y la soledad pacífica del monte. Ahora se está propagando ese mismo gusto, o parecido, a muchas personas, las cuales se van los domingos, en grupos o en pandillas, a subir y bajar montañas. Esto, que es muy sano y muy loable, lógicamente tiene que producir algún impacto ecológico, aunque no llegue a la barbaridad anual de la Romería en la Atalaya. (Ver el artículo «La tradición de la Romería»). Porque no es lo mismo que, de uvas a peras, algún montañero por deporte y amor a las alturas o alguna persona respetuosa y conocedora del medio natural, y sabiendo caminar y desenvolverse en los espacios agrestes, se atrevan a encumbrar por puro placer la cima del Almorchón, por poner un ejemplo, no es lo mismo –digo– que las constantes idas y venidas, subidas y bajadas de numerosos grupos de gente de hasta casi 15 o 20 personas pateando el terreno y dejando huella en la sensible flora de aquellos riscos.
Antes, hace muchos años, los montes de Cieza estaban «visitados» a diario por personas que vivían de ellos: leñadores, esparteros, pastores, etc. Éstas sometían y explotaban los recursos por pura subsistencia, por necesidad: el esparto, la madera, el carbón, los pastos... (ver el artículo «El monte animado»). Pero de unos cuarenta años hacia acá, con el cambio de la sociedad y de la vida, los montes se habían quedado solos y muchas de las especies vegetales, antes casi esquilmadas, se han desarrollado en todo su esplendor. Mas como apuntaba, otro tipo de «visitantes modernos» hemos puesto la atención en sitios de gran belleza de nuestro término municipal. ¡Ojo con convertir algunos lugares en «autopistas» de gente que va y viene al trote!, pues quizá su meta no es camino en sí ni la admiración de lo pequeño.
Este tiempo atrás, a finales de la primavera pasada, me fui un día al Cañón de Almadenes: el objetivo era tomar fotografías de las plantas que crecen al borde de éste. Sepan que existe toda una flora agarrada en las hendijas de las rocas que dan vista al abismo. (Ver algunas fotos sobre la flora del Cañón.)
Dejé el coche cerca del Salto, bajo unos pinos frondosos, pues antes, cuando no había tanta valla por todas partes, y el autobús del campo llegaba hasta la misma Central, podíamos bajar libremente hasta donde desaguan las turbinas y nace la Acequia de Don Gonzalo o, por unas escalericas, ascender hasta el partidor del agua, donde desemboca el túnel que trae el río de forma subterránea desde la Presa de la Mulata. (Ver el artículo «Los Almadenes».) Allí frente al embalse desde el cual se despeña la catarata de agua para generar kilovatios gratis por un tubo, nace el sendero que utiliza cada vez más la multitud de visitantes del Cañón.
Poco más arriba me desvié hacia la orilla vertiginosa y comencé a sacar fotografías de matojillos y arbustos con flores diminutas. Para bajar y subir por entre las rocas hay que hacerlo con cuidado, es decir, utilizando las manos y sabiendo poner los pies en sitio firme, sin hacer destrozo de la vegetación ni provocar resbalones en el terreno: que no se note que ha pasado ni pisado nadie en tan maravilloso lugar. Sin embargo, poco más lejos, por el sendero que curvea entre las atochas y barrancos, veía y oía excursionistas, caminando rápido y hablando fuerte.
Avanzaba por la margen derecha fijándome en la geología del terreno y preguntándome cuántos milenios habrá tardado el río Segura en labrar semejante tajo en la caliza de la montaña. Además sabiendo que a principios de los años veinte, cuadrillas de obreros, seguramente con escasos medios de seguridad, excavaron a pico y barreno el largo túnel del río bajo la roca viva donde me hallaba.
Cuando llegué frente a la «Cueva de la Serreta», me pude hacer una idea del magnífico refugio, inexpugnable, que esta suponía para sus moradores primitivos. En la actualidad, perfectamente acondicionada al turismo, se asoma a las profundidades del Cañón con un emocionante balcón de hierro y madera. Yo, aproximándome al máximo al borde, aunque sin pasar la línea de «no retorno» (sepan que he sido montañero, y quien tuvo, retuvo), me rocé con un jazminero silvestre, pleno de flores esparciendo fragancia. ¡Qué maravilla!
Luego, buscando huellas de mi padre, que una vez tuvo que numerar a la inversa, desde el Madroñal hasta el Cañón de Almadenes, los postes de madera de la línea de alta que iba de Cañaverosa al Solvente, bajé hasta una cornisa rocosa, poblada de enebros y sabinas, donde se halla todavía, carcomido por los años y la meteorología, el último punto antes de cruzar el río, el «284» (reconocí los números escritos a brocha y con pintura negra de hace cuarenta y tantos años; allí tres palos se sostienen todavía unidos por una cruceta de hierro con aisladores de cristal).
Mas como hacía mucha calor, no llegué a la Presa de la Mulata. Lo mismo que Moisés, solo vi de lejos la «tierra prometida». Al regreso, ya por el sendero trillado de la gente, me encontré con muchas personas, grupos incluso, que caminaban en una y otra dirección a toda prisa. Un fulano, y no es broma, iba cubierto tan sólo con un taparrabos, llevaba barba y rastas en el pelo hasta la cintura y, pásmense ustedes, ¡iba descalzo el tío!
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 22/10/2011 en el semanario de papel "El Mirador de Cieza")
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(Ver artículos anteriores de "El Pico de la Atalaya")
Magnífica entrada y precioso el reportaje fotográfico con el entrañable detalle de los postes del antiguo tendido eléctrico.
ResponderEliminarComo usted ha comentado en otras ocasiones, ¡Qué tiempos y qué hombres!
Un saludo.
Gracias por el comentario y por apreciar, en la ruinosa imagen de unos postes carcomidos por el abandono, el rastro del valor y del esfuerzo de aquellas personas que, como mi padre muchas veces, anduvieron por el monte para ganar el pan para los suyos.
ResponderEliminarSaludos.