La Herrada. Una gran balsa de riego acumula agua para los regadíos por goteo |
Ni que decirse tiene que he leído el libro con interés y placer, y, a través de sus magníficas fotografías y sus descripciones de rutas senderistas y de lugares concretos de la geografía ciezana, he revivido los tiempos en que yo gozaba con la práctica de la espeleología como miembro del grupo GECA de la OJE.
Por otro lado, no sé si se han fijado ustedes que de unos años a esta parte tiene cada vez más auge la practica del senderismo. Mucha gente está redescubriendo la hermosura de salir al campo, observar espacios abiertos, recorrer caminos agrestes, ascender cumbres o bajar barrancos. Esto es bueno si se sabe apreciar y si se sabe respetar la naturaleza y emplear los cinco sentidos para disfrutar plenamente de ella: el contemplar la visión azul de montañas lejanas, el escuchar el silencio entre el canto de dos pájaros, el diferenciar los aromas de la ajedrea, del lentisco, del árnica o del tomillo; el sentir el tacto del musgo de las umbrías o del esparto en las solanas, y el saborear por fin un almuerzo sentado en una piedra.
En la actualidad, como signo de prosperidad social, la gente va al monte por sana actividad de ocio y por deporte; es por tanto que cada vez hay más personas en Cieza que hacen senderismo y se sienten gratificadas por lo mucho que la montaña les aporta y enriquece.
Mas haciendo una reflexión mientras leo el estupendo libro de que les hablaba al principio, pienso en la gran diferencia existente entre cómo se disfrutan y se admiran hoy en día los espacios naturales por parte de muchas personas y cuál era la visión general que la gente tenía de los montes hace cuarenta o cincuenta años. (La bruma de mis recuerdos comienza a datarse en la década de los sesenta).
Las montañas eran todavía medio de vida; lugar donde ganarse el pan cientos de hombres, mujeres y niños, por lo que al monte se iba para dejarse la piel trabajando y sacar algún provecho. La leña, con anterioridad a los infiernillos de petróleo y al uso del gas butano, era el combustible principal para calentarse en los hogares y cocinar en la lumbre; por lo que, además de los que hacían de ésta su profesión diaria, una marabunta de le-ñadores poblaba la Sierra del Oro todos los domingos (entonces se trabajaba seis días a la semana y se descansaba el sétimo, como Dios cuando creó el mundo).
Pero dejando para otro momento a los leñadores, o a los esparteros, que los pobres tenían que dormir incluso en el monte cuando la romana salía lejos del pueblo (en la Sierra de la Cabeza, en el Picarcho, en Benís, en el Almorchón…), y dejando a los que se dedicaban a cortar todo tipo de arbustos (sabinas, espinos, lentiscos, romeros, chaparras, enebros, etc.) para los hornos de las tejeras, repelando los montes como si hubiese pasado por ellos una plaga de langosta, les quiero hacer mención de los carboneros.
Cuando se efectuaban todos los años las cortas de pinos que subastaba el Ayuntamiento, muchas eran las personas que con gran penosidad prestaban su trabajo en la montaña: cortadores, peladores, arrieros, ajorradores, aguadores, hateros, pertigueros… Más entre todas las faenas estaba la de hacer carbón con el ramaje de los árboles talados.
Los carboneros trabajaban en familia. Por el mes de San Juan llegaban como una troupe de gitanos, metidos en la caja de un viejo camión de la empresa maderera. Con un enjambre de hijos, los carboneros venían de otros pueblos más deprimidos, lugares quizá de emigración y hambre perpetua. Entonces cargaban en el serón del burro sus tristes bártulos y sus escasos pertrechos y tomaban la senda de la montaña. Y arriba, en el mismo lugar de la corta, construían una choza, donde pasaban el estío en nulas condiciones que hoy en día tenemos por imprescindibles para el desarrollo de unos niños.
Los carboneros, desde el más grande hasta el más pequeño, sucios, llenas las piernas de bubas y heridas infectadas que no se podían curar, manejaban grandes hachas, con las que cortaban la leña para después apilarla y hacer las carboneras. Luego, una vez realizado el carbón, que debía arder en combustión casi anaeróbica bajo un manto de tierra, llenaban éste en grandes sacos para ser transportado mediante una recua de mulas hasta los cargaderos en el oripié de la sierra.
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