Musa Aretusa, que señoreba el centro de la piscina de los señores del Menjú, víctima de las acciones vandálicas. |
La balsa de madera con la que antes se cruzaba el río (en tiempos, según me dijeron, el acceso principal a aquel lugar con encanto era a través de ella) permanecía varada entre los carrizos, junto al anclaje de la maroma. De la casica del barquero ya habían arrancado las puertas y, medio hundido su tejado, se veía al aire el costillar de las maderas del techo. (Me fijé que frente a ésta, flanqueando la entrada al otrora cuidado vergel, había unas brencas de piedra, en las cuales, por lo visto, encajaban tablones cuando el río bajaba crecido para evitar que se inundaran los jardines).
El canal principal, a punto de ser comido por las cañas y las higueras salvajes, sólo llevaba cuatro palmos de agua, pues las compuertas de madera hacía años que se habían enlodado de cieno y estaban colonizadas por la maleza. No obstante, pasados el puente de tablas rotas y las rejillas metálicas del rastrillo, donde en otra época el rastrillador sacaba a los ahogados que desaparecían río arriba, el agua caía con estruendo por los sótanos del viejo edificio y atravesaba sin provecho alguno el salto donde estuvo la primitiva turbina, instalada un siglo atrás, cuya producción de energía dio lugar al primer alumbrado público eléctrico de las calles de Cieza; suministro este de corriente que, junto con la que producía también la pequeña fábrica de electricidad “Santo Cristo”, instalada en el Cauce, bajo la Ermita, estuvo abasteciendo al pueblo durante varias décadas. Bien es verdad que las necesidades eran muy pocas entonces: a penas alumbrarse con alguna bombillica de 125 voltios, pues no se habían inventado los electrodomésticos y el modo de calentarse era con leña y con braseros de picón; aunque a veces se sobrecargaba la red, o el río bajaba con poco caudal, y la luz que daban las peras brillaba un tanto mortecina.
Pero el Menjú no era sólo la central eléctrica con los maravillosos jardines que la rodeaban, sino que en aquel privilegiado entorno del término municipal de Cieza, lindante ya con el de Abarán, había una finca de cultivo cuidada con esmero, con su casa de recreo para los señoritos, casa de los trabajadores y un gran almacén agrícola. Pues aprovechando parte de la energía que producía el salto, instalaron una bomba, justo en el lugar en que muere la acequia Andelma, y desde allí elevaban el agua del río hasta lo más alto de los bancales, por donde discurría una reguera principal para el riego de la finca y para llenar las balsas.
Aquel otoño de que les hablo aún existía en el Mejú la hermosa huerta de mandarinos y demás clase de árboles frutales, que un mediero trabajaba con dedicación. Entonces me fijé que había hormas de piedra perfectamente trabajada y senderos flanqueados de cipreses que conducían hasta dos miradores: el de oriente y el de occidente. El segundo era circular, todo de azulejos de filigrana y con una cúpula de herrajes ornamentales y enredaderas; desde allí, y a través de unos frondosos pinos, se veía el curso del río y, más a lo lejos, el pueblo. Sin embargo, en el de oriente, a mayor altura y en el linde con la montaña, pude contemplar el paisaje completo de la finca, con la arboleda que rodeaba la central a la orilla del Segura.
Mas cuando comprendí sin ninguna duda que aquel hombre, allá en la primera mitad del siglo pasado, había tenido un sueño fue cuando ascendí hasta el estanque para el baño que había junto a un pequeño oratorio. Entonces aún estaba lleno de agua, con algunas ovas flotantes, y la ninfa Aretusa, esculpida a tamaño natural en mármol por un tal Antonio Marco, hermoseaba sobre su pedestal en el centro de éste.
Hace poco he vuelto por el Menjú (la compañía electrica ha renunciado a la posibilidad de reutilizar las infraestructuras y volver a producir kilovatios limpios). Ahora han devastado los edificios de la central y saqueado hasta el último palmo de hilo de cobre. Los jardines, llenos de árboles truncados, están selváticos y atacados por incendios malintencionados; la finca está perdida, las casas destrozadas, los miradores rotos, las tuberías quebradas y a la ninfa Aretusa, seco el estanque que constituía su reino, le han partido los brazos y piernas y, por hacer daño, le han arrancado la cabeza a martillazos torpes. ¿Cabe más necedad y peor instinto de barbarie? ¡Me avergüenzo de ser conciudadano de genares de esta ralea!
Menos mal que el hombre que tuvo un sueño no puede recibir ya noticia de esta desidia, pues hace unos pocos años, por casualidad, leí la esquela en un periódico, por la que supe que había fallecido a los casi cien años de edad Joaquín Payá, propietario del Menjú.
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©Joaquín Gómez Carrillo
Joaquín, que tus sueños sean algo más que eso, que sean además escritura, literatura.
ResponderEliminarFeliz NAvidad.