No sé si ya les he comentado en otra ocasión que de vez en cuando me cuelgo la cámara al hombro y salgo por ahí a hacer fotografías. Por gusto nada más. Luego, la que me parece interesante la subo a mi página web (si quieren, y se manejan ustedes en internet, pueden entrar a verla, aunque de momento está en construcción y la tengo un poco manga por hombro; se llama “Cieza tiene que ver” y se trata de un proyecto personal, cuyo objetivo es mostrar al mundo estampas de nuestro pueblo).
Escuela rural de La Parra |
De modo que el otro día estuve haciéndoles fotos a las que fueron las escuelas rurales, que la mayoría de ellas aún siguen en pie y deberían ser objeto de algún tipo de protección, al menos para nuestra memoria social, ya que por la senda del olvido y el desconocimiento se puede llegar al inaprecio de las cosas.
Las escuelas de los campos constituían otra forma de enseñanza que dejó de existir en Cieza hace casi cuarenta años. En ellas los maestros y maestras rurales, con más amor que medios, y mucha vocación, se esforzaban día a día en desasnar a unos zagales sin que éstos tuvieran que abandonar su ambiente vital. Todo hasta principios de la década de los setenta. Pues a partir de entonces se empezó a meter a los niños en autobuses para ser trasladados diariamente a un gran centro educativo urbano: el Colegio del Parque, donde también algunos de aquellos maestros y maestras, acostumbrados a ejercer su noble profesión de aquella manera abnegada, tuvieron que adaptarse a una nueva forma de enseñar.
En las escuelas rurales, todos los alumnos: hombres y mujeres, grandes y pequeños, estaban en una misma aula, y el profesor, o la profesora, porque en su mayoría eran maestras las titulares, debían prodigarse y repartir su atención en la medida que cada cual requería. Bien es verdad que era un sistema educativo sencillo; tampoco se demandaba mucho más, y las familias de las casas de los campos, por regla general, no albergaban grandes pretensiones para el futuro de sus hijos: los hombres, que supieran para su gasto, en la idea de que al día de mañana continuarían la tradición del cultivo de la tierra; y las hijas, lo importante es que aprendieran a ser mujeres de su casa, con eso bastaba. Por otro lado, la costumbre campesina era utilizar a los hijos como mano de obra familiar gratis: conforme iban sirviendo para algo, se les ponía en la rueda de las tareas agrícolas y el cuidado de los animales, lo cual era causa de un absentismo escolar que nadie echaba al ver. Y todo hasta que la sociedad diera el vuelco definitivo y ya nada volvería a ser lo que fue.
Al principio, cuando la educación no tenía ley, cuentan que la figura del maestro en el medio rural de Cieza se resumía en un hombre que iba por los caminos, de casa en casa, “dando lección” a los zagales: enseñaba a leer y escribir y las cuatro reglas (sumar, restar, multiplicar y dividir). Entonces, el analfabetismo pesaba como una losa sobre la población, pero estos maestros ambulantes ni siquiera demandaban un salario por sus servicios, sino que se conformaban con recibir cualquier cosa que sirviera para comer: patatas, aceite, trigo, huevos, legumbres u hortalizas.
Luego empezaron a construirse algunas escuelas en los campos. Una de las más antiguas de nuestro término municipal estaba en la Ramblilla, cercana a las casas de Perdiguera, y cuyo maestro se desplazaba todos los días en bicicleta desde Abarán. También, en algunos parajes, bajo los gobiernos de la República, se alquilaron casas para improvisar escuelas, como la de Los Prados, que sería destruida una noche de julio de 1937, cuando un camión de bombas chocó con el tren Correo en el paso a nivel.
Mas tarde, y tras la Guerra Civil, surgieron otras escuelas rurales, como la de Bolvax, acondicionada ahora como vivienda; la de Los Casones y la de Barratera (ambas borradas del mapa en la actualidad); la del Canadillo, cercana a la Casa de la Molineta; y la del Horno. Eso por la parte izquierda del río. Mientras que por la margen derecha, se construían al mismo tiempo: la de la Casa de la Campana, que se halla bastante deteriorada; la de las Casas del Ginete, en la cual daba clase Doña Gloria, una mujer tan admirada como querida por todos los de aquella vecindad; y la de La Torre. Además existía otra escuela en las mismas casas del Salto de Almadenes para los hijos de los empleados y algunos críos de Los Losares.
Y ya a finales de los cincuenta e inicios de la década de los sesenta, se añadían a las anteriores, por el lado izquierdo del río, la del Salto de Progreso y la de La Parra, cuya maestra de esta última era Doña Josefina Salmerón. Mientras que por la margen derecha se construyó la de La Veredilla, ahora abandonada y fantasmal, donde estuvo de maestra Doña Soledad Garro (todos los días se desplazaba con su Erreocho por aquella carretera del Pantano de Alfonso XIII, entonces llena de piedras y sin asfaltar); y la escuela del Maripinar (la mejor conservada; de 1961), cuya maestra era Doña Maricarmen Lucas, a quien debo parte de lo que soy.
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