Como está haciendo un otoño benigno, es una delicia ir a caminar por la orilla del río, por el Paseo Ribereño, percibiendo los aromas de la huerta y viendo cómo empieza a formarse el amarillor en los árboles de hoja caduca. Creo que ya les he hablado de ello en otras ocasiones, pues soy de los que piensan que los ciezanos no sabemos apreciar bien lo que tenemos aquí. Y, desde luego, de entre las muchas cosas maravillosas que posee este pueblo, una ellas es el río, cuyas aguas todavía pasan por Cieza sin contaminar, o casi (¿se acuerdan muchos de ustedes de cuando íbamos a bañarnos al río y podíamos beber en él al mismo tiempo? Entonces aún no se veía tanto desprecio por el medio ambiente como ahora, que ya no hay rincón natural, por alejado que esté, donde no se hallen plásticos y basuras).
Al respecto, les cuento un caso significativo: No hace mucho tiempo estuve en la Cueva de la Serreta, al borde del impresionante Cañón de Almadenes, prodigio de la naturaleza, donde el río Segura, a lo largo de millones de años, ha ido lamiendo la piedra viva hasta partir en dos la montaña; entonces, agarrándome a unos acebuches que habían crecido en las hendijas de la roca, descendí un poco por la pared del cañón hasta unas pequeñas cuevas o abrigos que miran al mediodía, refugio en otros tiempos de pastores, de cazadores o de Dios sabe quién. Sin duda, lugares a donde no es fácil que llegue cualquiera (uno, si me permiten, fue montañero y quien tuvo, retuvo). Mas, ¿saben ustedes lo que pude ver tras apartar las ramas de un gran lentisco?, pues unos tetrabriks vacíos y unas botellas de plástico de esas bebidas supuestamente energéticas. ¿Se imaginan ustedes? ¿Qué personas pueden llegar hasta esos sitios y dejar constancia de su falta de respeto por la naturaleza?
Pero les hablaba del Paseo Ribereño, ese excelente espacio público donde todos podemos ir a andar disfrutando de la vista de los parajes de la Hoya, el Estrecho y el Argaz, y del Pico de la Atalaya, ¡imponente! Hace bastantes años no existían por allí caminos, sólo sendas de pescadores por entre las cañas; incluso el acceso al Molino Cebolla era a través del carrilico ese que da una arrodea por los bancales, no por la orilla del río, donde sólo había un atajo estrecho, apenas para el paso de una bestia. Luego abrieron un tosco camino hasta el Puente de Alambre, por donde ya empezábamos a pasear “de puente a puente”. Y a finales del siglo pasado (somos gente a caballo entre dos siglos, como mi abuela, que tuvo una infancia decimonónica) fue cuando a algunos dirigentes municipales se les encendió una lucecita y se dijeron: “expropiemos algunas fincas –pues éstas lindaban todas con el río– y hagamos un paseo”. Hoy en día aún está a medio terminar, pero quizá ahí es donde reside su mayor encanto: cuando la obra del hombre tiene límites borrosos con la acción de la naturaleza.
Sin embargo, estos años atrás alguien se empeñó en dejar como un erial las márgenes del río y ordenó que las fumigaran repetidamente con un pesticida venenoso para matar toda planta viviente, todo vestigio vegetal. Entonces un día, alarmado por que nadie abría la boca ante tal agresión, le dije a uno de aquellos que supuestamente defendían con uñas y dientes el medio natural, y que paraban las máquinas cuando la Confederación ordenó colocar peñones en la orilla: “¡Pero es que no veis lo que está ocurriendo!” Y éste argumentó entonces que estaba de acuerdo (¡pásmense ustedes, estaba de acuerdo!), que se habían propuesto eliminar los cañares para plantar después baladres o no sé qué matujas. Pero menos mal que con la naturaleza no hay quien pueda y, tras gastarse un dineral en productos químicos y jornales, ahí están las cañas, exuberantes como el primer día.
Ahora están acondicionando algunos lugares del río como playas fluviales. ¡Estupendo!, si lo saben hacer bien. Es más, estoy seguro que el día de su inauguración, estas “playas” estarán más bonicas que un San Luis. Pero mi duda, conociendo el paño, es la siguiente: ¿Una vez terminadas tales obras, que habrán supuesto un coste de recursos económicos, existirá una vigilancia y un mantenimiento de las mismas a lo largo del tiempo, o quedarán a merced de los “elementos” y se convertirán estos maravillosos lugares en territorio de botelloneros y gente irrespetuosa, desplazando de su disfrute natural a las personas de bien? Ustedes me entienden, ¿verdad?
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