INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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31/12/08

El paso de la Samaritana

Portada de la revista "La Cortesía", nº 2, en que publica su relato "El Paso de la Samaritana.
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El primer recuerdo que tenía el Lazarico de la procesión del Miércoles Santo por la noche, que lo atesoraba en su memoria con la emoción pura de la infancia, estaba ligado a aquella habitación alquilada que tenía su abuela cerca del Rincón de los Pinos para cuando necesitaba pasar unos días en el pueblo.

La abuela del Lazarico poseía gracia para curar males, pero en su sencillez jamás utilizaba el don con extraños. Sin embargo, cuando alguno de los nietecillos se hallaba con dolor de panza, se había caído un porrazo o se le había metido el sol en la cabeza, ella ponía en las yemas de sus dedos y en las palmas de sus manos toda la bondad de su corazón.

–Mama, dal'usté unas pasaícas al nene –le pedía la madre del Lazarico–, que parece que l’han hecho daño los abercoques y tiene algo de calentura.

Entonces ella se remangaba los brazos hasta el codo como cuando en tiempos amasaba el pan en la artesa, untaba su dedo pulgar en el aceite del candil y, musitando en sus labios una oración misteriosa que nadie comprendió jamás, empezaba a dibujar cruces y signos indescifrables sobre su barriga; hasta que el crío, desterrando de su carita el gesto umbrío de la enfermedad, se sentía como nuevo y se levantaba de la cama y echaba a correr.

La abuela del Lazarico fue creyente firme de las Ánimas Benditas desde que tuvo uso de razón. Aprendió luego a rezar el rosario junto a la radio, cuando la técnica comenzó a formar parte de nuestras vidas. Y se mantuvo siempre devota fiel de un cristo personal que guardaba en su alcoba, al que cubría con un paño de seda y rezaba una oración distinta todas las noches antes de acostarse.

Ella, que había conocido durante su larga vida una regencia, dos reinados, dos dictaduras, una república y una guerra, llegó a cumplir muchos años antes de alcanzar la muerte; más como la pobre era analfabeta profunda, para entonces ya tenía perdida la cuenta exacta de la edad y sólo se acordaba con lucidez de que había vivido nueve años en el siglo anterior. La abuela, en su prolongada ancianidad, sobrepasó con creces las torpes profecías de los médicos; y al final, tras permanecer en su lecho varios meses semidormida en estado de paz, un día abrió los ojos hacia el cristo, agitó su cuerpo con aleteo de pájaro, y, simplemente, dejó de respirar.


Luego, cuando transcurrieran las décadas y llegara el momento en que nada sería igual a lo que fue, el Lazarico aún conservaría en un rinconcito de la memoria los recuerdos más lejanos de su abuela querida. Y entre aquellas tiernas vivencias, estaban las del tiempo en que ella aún poseía aquel cuarto alquilado en una casa grande de la calle Bajada al Muro, cerca de la fuente del agua; y durante la Semana Santa acudían allí por las noches para ver las procesiones, sentados en unas sillas que sacaban a la Calle de la Parra.

–Anda nene, asómate a ver si se ve venir ya la Samaritana –le decía su abuela al Lazarico; y éste, que no levantaba ni cuatro palmos del suelo, iba corriendo hasta la esquina de la Calle del Cid para mirar entre el gentío–. ¡Aún no viene, madre! ¡Aún no viene la procesión! –aseguraba el chito a la vuelta.

El cuarto de la abuela tenía una terracilla que daba vista al monte de la Atalaya, al río y a la hermosura de los huertos del Fatego, entonces perfectamente cavados y cultivados por los medieros de los señoritos, los cuales entretenían su ocio en el casino. Era una habitación grande de la primera planta con el cielo raso de palos de pino y olor a alcanfor, donde ella tenía dos camas, un cofre, una cómoda, un armario ropero, un lavabo de madera con zafa de porcelana y el crucifijo grande de madera con el cristo de su devoción colgado en la pared principal. En aquella casa, aún hoy en pie, pero cerrada y ruinosa, vivían entonces, como era habitual en el pueblo, otras familias, cuyos espacios comunes para compartir no eran sino el retrete y un sitio junto al fuego.

Por aquellos años, su abuela aún conservaba la fortaleza de las mujeres de antes; viuda, con una pensión de hambre (por un día cotizado en la Fábrica de Conservas de Los Guiraos) y sin morada propia, se pasaba un mes natural en la casa de cada uno de sus hijos, los cuales vivía alejados el uno del otro en los cuatro puntos cardinales del término municipal. Y así iba rotando de familia en familia, que todas eran la suya, llena de felicidad, llevando en su boca de forma permanente los nombres queridos de todos sus nietos.

El día primero del mes que le tocaba en casa del Lazarico, su madre del crío, impaciente y preocupada, se dejaba los ojos intentando verla aparecer por el camino largo. Al principio sólo era un puntito oscuro en la lejanía, que iba aumentando poco a poco hasta permitirles reconocer su figura.

–¡Ya viene la madre!, ¡ya viene! –gritaban todos con aire de fiesta. Entonces aparejaban la burra con las aguaderas nuevas y una manta del Niño de Mula y salían a su encuentro. A veces llevaba en la capacica alguna cosilla para los pequeños: caramelos, peladillas, garbanzos torrados…; otras veces, sólo besos.

Entonces, con su presencia en la casa, la vida se hacía más agradable y sencilla. Su hija le había preparado con amor el dormitorio en una cámara de arriba, junto al troje[i] del centeno. Allí había un arca antigua, un cocio[ii] de barro, una zafra del aceite, unas rastras de panochas morunas y, en un rincón, las botellas del tomate en conserva. Al otro lado estaba la cama, de hierro, alta como un perigallo, con cuatro bolas doradas de latón en las cuatro esquinas, a las que ella había sacado brillo el día antes frotándoles con Sidol y papel de estraza.

A lo largo del día la abuela del Lazarico no cesaba de trajinar desde que echaba los pies al suelo por las mañanas. Traía agua del aljibe, hacía hierba para los conejos, segaba alfalfa para el marrano, cortaba leña para la lumbre, ordeñaba la cabra, alimentaba las lluecas, baleaba[iii] el trigo en la era o abrazaba a los nietos y les contaba historias… Y por la noche junto a la lumbre, con esparto verde que el padre del Lazarico había arrancado de matute al oscurecer, hacía madejas de guita, la cual era utilizada después para los vencejos[iv], para hacer gavillas de monte[v], o para atar los bultos[vi] en las tendidas del esparto.

Así transcurrió durante unos años la rueda pacífica de su vida, hasta que la sombra alargada de la pobreza obligó a su hija más querida a emigrar con los suyos al extranjero. Entonces la abuela se pasaría todo el año pendiente siempre de aquellas cartas que no llegaban nunca, en cuyos sobres venía timbrado: “Republique Française”, y que ella pedía al Lazarico que se las leyese una y otra vez hasta sabérselas de memoria.


Luego, el tiempo, que cualquier cosa cura, allana y transforma, traería un atisbo de prosperidad para todos. Los emigrantes volverían cada año por Navidad con un coche de segunda mano y, como signos de que existía otra sociedad más justa y avanzada, traerían café, confituras y objetos que en el pueblo aún se extrañaban, y también palabras afranchutadas que hacía gracia el oírlas. Los estamentos locales de ricos y pobres comenzarían a diluirse. El sistema antiguo de señoritos, dueños de la tierra, y medieros estaba llamado a desaparecer, y el casino comenzaría a entrar en decadencia.

Cuando la abuela del Lazarico, que jamás comprendería el misterio de la televisión ni aceptaría la llegada del hombre a la Luna, dejó el cuarto alquilado, cercano al Muro, y se instaló definitivamente con un hijo que había adquirido casa propia, quedaron atrás para ella muchos recuerdos de su azarosa existencia, cuyo primer hogar de recién casada fue un casón[vii] en un barranco lejano, donde perdió a su primogénita antes de cumplir los dos añicos por causa del garrotillo[viii], y cuya única posesión al final de su vida sería la tierra justa y definitiva donde yacer muerta.

Pero en la memoria del nieto, por años que pasaran, perduraría intacta aquella emoción primigenia de columbrar por fin el paso de la Samaritana encabezando el desfile procesional, cuando asomaba por la esquina de la Calle La Parra, con su olivera verde, con su Pozo de Jacob y con Jesús pidiendo de beber a la mujer de Samaria. Y luego, el silencio reverente de las personas santiguándose, los hombres con la gorra en la mano y el cigarro apagado; y la admiración y el respeto de todo el mundo (no como ahora, que sentados por los suelos, los chitos grandes comen pipas si parar y escupen las cáscaras como los hámsteres).

Y la maravilla de la gran iluminación con corriente alterna de los tronos y de las reatas de nazarenos, pues los empleados del Ayuntamiento (el Largo, el Rojico, el Pascualón….) iban entonces, con sus túnicas ceñidas, portando unos cables largos, los cuales extendían y recogían cuidadosamente junto al bordillo de las aceras, enchufando y desenchufando en los diversos cuadros eléctricos que habían colocado a lo largo de la carrera.

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[i] Troje. Lugar donde se guarda el grano.
[ii] Cócio o cocior. Vasija grande de barro, en forma de maceta, de aprox. 1 m. de altura y 60 ó 70 cm. de diámetro, que se utilizaba para escaldar la ropa con agua hirviendo.
[iii] Balear. Barrer con un escobón la superficie del montón del grano para ir apartando las granzas.
[iv] Vencejo. Fragmento de cuerda de esparto, de aprox. 1’50 m., que se utilizaba para atar los haces de la mies durante la siega.
[v] Monte. Matorral: romeros, lentiscos, sabinas, chaparras, enebros…, que se arrancaban para quemar en los hornos de las tejeras.
[vi] Bulto. Conjunto de manadas de esparto, una vez seco, que se ataba para su transporte a las balsas de cocer o a la industria de transformación.
[vii] Casón. Cueva excavada donde se habitaba.
[viii] Garrotillo. Difteria maligna que causaba gran mortandad infantil.


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Cuentos del Rincón

Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"