INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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8/10/11

La mujer de los pies descalzos

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Adelfas en el Barranco de los Grajos (Cieza)
Recuerdo que era un domingo cualquiera del mes de junio y el sol aún no había trepado hasta lo más alto del cielo, hasta su cénit azul y puro, que diría Juan Ramón Jiménez; por eso cuando me senté junto a unos baladres en flor, su sombra rosa y deshilachada todavía me daba a jirones en la cara. Un rato antes había dejado el coche arriba, al final de camino, y había descendido con precaución por la ladera de piedra, ¡peligrosa en algunos trechos!, hasta lo profundo del barranco.

Allí abajo la atmósfera era dulce, pacífica, y la vegetación lujuriosa, pues desde hacía años, cuando zagales nos aventurábamos a visitar el lugar, había colonizado hasta el último resquicio del terreno. Hallé jazmines de tallos colgantes, que esparcían su aroma con la brisa; higueras añosas y no obstante diminutas, encajadas de forma inverosímil en las hendijas de las paredes pétreas; acebuches de troncos reviejos, convertidos en bonsáis naturales; lirios de monte aquí y allá, azules, rosa y rojos; campanillas blancas de corregüela silvestre; ajedrea y tomillo, de los que siempre hemos utilizado para aderezar la oliva manzanilla cuando ésta se echaba en orzas de barro; y, por supuesto, en la parte más honda del barranco, donde algunas pozas y calderones contenían el agua de las últimas lluvias, contemplé con gusto las adelfas floridas (a mí éstas me recuerdan siempre el «Romance del Emplazado», de Federico García Lorca, cuando dice: «...El veinticinco de junio/ le dijeron a el Amargo:/ ya puedes cortar si gustas/ las adelfas de tu patio./ Pinta una cruz en tu puerta/ y pon tu nombre debajo,/ porque cicutas y ortigas/ nacerán en tu costado.»).

Hay lugares, pensé aquel día, que tienen hechizo; lugares donde se perciben las buenas vibraciones de las cosas; y aquél donde me encontraba, sin duda era uno de ellos. Reconocí algunos olores, montaraces y nostálgicos, aromas que tenía guardados en la memoria lejana de la niñez, y que quizá se hallen todavía prendidos en el alma de todos nosotros, de los que íbamos por allí a veces, furtivos y libres como los gorriones, en los días que no teníamos clase en el Instituto. Entonces —recordé—, nos escurríamos por mitad de las oliveras, pasábamos junto a la Balsa Redonda del Molinico de la Huerta y ascendíamos el terraplén de la vía no lejos de la Yesera del Pavo; luego, más allá del Cementerio y aproximándonos a las faldas peladas de la sierra, dejábamos atrás los últimos bancales de secano, que aún eran labrados con mulas para sembrar cebada, avena o centeno, y nos metíamos barranco arriba con la misma emoción de los descubridores legendarios. (Entre otros, recordé a mi amigo Manolo Balsalobre, entonces excelente compañero de clase y hoy poeta, estudioso, amante de la naturaleza, y capaz de hacer versos sencillos, tanto de la fugacidad de las aguas del río, como de la eternidad de las piedras del monte.)

Me fijé que un abejorrico, taladrando el silencio con su vuelo agudo, repasaba una a una todas las flores de una albaida encendida de amarillo; oí también, en las lomas cercanas al declive del barranco, una cotovía que cantaba entre las atochas; y, en la parte alta del precipicio, en cuyas grietas escondidas pude observar restos de nidos de caverneras, dos grajos defendían su territorio desde un saliente rocoso, deshaciendo la quietud del aire con sus graznidos, «¡cuac-cuac!, ¡cuac-cuac!», hoscos e impertinentes.

Yo, en cambio, me había hecho uno con el paisaje noble y permanecía allí sentado en una piedra bajo la sombra leve de las adelfas, sumido en cavilaciones y nostalgias. Entonces, mirando quizá más allá de las cosas, fue cuando la vi salir de la cueva, al otro lado de los arbustos.

La mujer, con los tufos a la cara y los dientes ennegrecidos, llevaba los pies descalzos, no obstante caminaba con agilidad de gato por la brusca superficie de las rocas. Contra su pecho mantenía el cuerpo menudo de un niño envuelto en andrajos. No había nadie más en el lugar; quizá, por la hora del día, los otros se habrían marchado a lograr algo de comida: frutas silvestres de las arboledas del valle, semillas recolectadas en los llanos de alubión que inundaba el río con sus crecidas o algún animal de la zona, cuya carne y piel proporcionarían sustento y vestido al clan.

La mujer avivó el fuego con leña recogida de la parte más alta de la sierra, poblada entonces de pinos añosos. A la entrada del abrigo natural, pude ver también, de un rojo vivo, el panel pictórico que identificaba a los hombres y mujeres que habían habitado aquel sitio desde muchas generaciones atrás: figuras humanas esquematizadas y dibujos de animales, que un artista incomprendido en su tiempo (nunca sabremos si hombre o mujere), con la convicción de que el mundo cambiaría alguna vez, había trazado en la pared caliza; pero que ellos, los del clan de la mujer descalza, mantenían religiosamente intacto, sin añadir ni quitar.

Luego, cuando pensé que ella se había percatado de mi presencia, quise hacerle un saludo de paz, pero comprendí en seguida que no podía ser, pues además de los baladres florecidos, nos separaba un cristal de diez mil años en el incesante girar del mundo, allí, en el Barranco de los Grajos, de la Sierra de Ascoy de Cieza.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 08/10/2011 en el semanario de papel "El Mirador de Cieza")
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(Ver artículos anteriores de "El Pico de la Atalaya")

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Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"