INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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5/5/09

Fragmento de la novela "En un lugar de la memoria"

Capítulo uno: El cerezo


Junto al laurel viejo, donde solían anidar los mirlos por primavera, estaba el cerezo. No había otro en toda la hacienda de la Casa Grande, pero era tan enorme que podíamos subir a él y pasar de una rama a otra como por una región del mundo pendiente de conquistar. El cerezo sin embargo era añero, es decir, que daba frutos año sí y dos no, a diferencia del caqui, que también había sólo uno en aquella huerta prodigiosa de nuestra infancia, pero que sin embargo éste echaba caquis por castigo, y hasta se le quedaban muchos sin madurar aún después de haber tirado la hoja por el mes de Todos los Santos, y con las heladas prematuras del invierno se le ponían entonces tan duros como la piedra.

Había por aquel tiempo tantos árboles y de tan variadas especies, que pasados los años casi ni nos acordamos ya. Pero así a vuelapluma, podríamos citar los albaricoqueros moniquises y de hueso dulce, cuyo ramazón tenía diámetro de plaza de toros, el membrillero de los membrillos amarillos de olor, la gran higuera verdal (anteriormente había dos higueras gigantescas, pero la otra, tocada por el mal de la raíz, se vino abajo un Domingo de Resurrección a las doce de la mañana, sin ni siquiera un soplo de viento), el nispolero, los nogales, tan altos que sus copas eran territorio de águilas, los limoneros ponciles, el peral de manteca, el almendro gigante, donde se posaban las abubillas con su “cu-cu” matutino de reloj de cucú, los olivos centenarios de troncos desgajados, los ciruelos de ciruelas pasas y de manga de fraile, el madroño (cuando bastantes años después, anciana la mano que lo cuidaba, aquel vergel de frutales se perdió sin remedio, un responsable del ayuntamiento ordenó salvar de la desidia la vieja madroñera, pues no existía otro árbol igual en toda la comarca), los mandarinos de mandarinas clementinas, el eucalipto, cuyo tronco mudaba la corteza todos los años por el mes de agosto, la carrasca, de generosas bellotas, fruto noble que inspirara a Don Quijote su gloriosa arenga a los cabreros, los pinos donceles, con sus piñas granadas repletas de piñones, el pomelo, los manzanos, las parras de uvas blancas, negras y moradas, cuyos racimos había que poner a salvo de las avispas mediante bolsas de papel, los nispereros, que eran pródigos por naturaleza, y mil plantas más que formaban aquel oasis de verdor encajado entre los secanos, donde se cultivaban surco a surco los cereales del pan, y la raya forestal de las pinadas agrestes de pino común de la Sierra del Doblón.

Pero el cerezo, que otros años había tenido las cerezas contadas, cargó aquél sin embargo y, cuando empezaron a colorear, se le veían más que hojas. Entonces el Sano, para que no las picaran los gorriones, pues acudían a bandadas, llevados por el dulce amarillor de los nísperos que había en los aledaños, tomó una caña licera de poco más de media braza de larga, sacó la navaja del bolsillo del chaleco, y, con su maestría innata para realizar inventos, se puso a construir una molineta. Nosotros mirábamos embelesados, pues él cortaba por aquí, rebajaba por allá o perforaba por acullá con una habilidad pasmosa. Al final, y sólo habiendo utilizado una caña gruesa por materia prima y por herramienta aquella navaja del “ancla” con cachas negras que siempre llevaba en el bolsillo de su chaleco de pana, confeccionó un artilugio extraño y desgarbado, el cual a primera vista parecía incapaz de poder funcionar.

Entonces se desplazó hasta la esquina de la casa que daba al saliente, y, cuando por encima de los geranios, siempre en flor, expuso el invento al solano (viento de levante que soplaba con furia por las tardes y que servía en la época de la trilla para aventar la parva en la era), comprobamos todos boquiabiertos que aquello se puso a dar vueltas como un demonio, y con un ruido tan sospechosamente frágil como si fuera a hacerse trizas de un momento a otro.

Luego, el Sano, trepó con agilidad felina hasta la copa del cerezo, y con un cordelillo de esparto ató la caña base de la molineta a una de las ramas centrales del árbol, para que ésta sobresaliera por encima como una libélula gigante, la cual giraba y se orientaba sola cara al viento gracias a su cola de girándula confeccionada con una hojalata de bote de conserva. De manera que desde aquel día, la molineta de caña, visible en lo más alto del cerezo, daba vueltas y más vueltas sin descanso ante cualquier soplo de brisa. Pero aún así, los bandidos de los gorriones, que habían colonizado los tejados de la Casa Grande con su piar estruendoso y no se amedrentaban jamás con nada, continuaron día tras día picoteando las cerezas, rojas y brillantes como labios rojos de mujer.

LA TARDE ANTES de que ocurra la desgracia, el Sano está despuntando el cerezo y le coge seis platones para llevar al día siguiente al mercado del pueblo. Encaramado en las alturas como un arborícola, va echando las cerezas, unidas siempre de dos en dos por sus pedúnculos, en un cesto de pleita fina, de los que él hace junto al hogar durante las noches de invierno, y que lleva colgado del brazo izquierdo. Luego, como en el centro del árbol ha colocado una vieja polea de madera, de las que usaron antiguamente los mineros cuando perseguían filones de cuprita en el Barranco Azul de la montaña, con una soga fina de esparto verde, hace descender el cesto, repleto de frutos recolectados. Entonces, la Alta, que ha dejado sobre una manta extendida en el suelo a la Tutuvi, vacía las cerezas en los platones de madera, arreglados con papel de seda y almohadillados con lastón, y vuelve a atar después el cesto vacío en la punta de la soguilla haciendo una seña para que el Sano lo ice de nuevo. Y mientras sube y baja el cesto del cerezo (sube vacío y baja lleno), en el silencio abierto de la calina, oímos que el eje oxidado de la polea, la cual lleva más de medio siglo en desuso, no para de quejarse con un chirrido agudo, intermitente y destemplado.

Mientras esto ocurre, el Negrito y la Caperucita, bulléndoles por las venas la sangre de la infancia, no paran de corretear de un lado para otro; ríen, gritan y juegan sin hartura; se entretienen observando los pajarillos que vuelan de uno a otro árbol o defienden su territorio con ahínco; comen por placer de otros frutos de la huerta, que el Negrito coge trepando a las ramas. Y ambos no obstante, entre juego y juego, realizan aquellas pequeñas tareas que sus padres les encargan hacer.

A solo unos pasos de la manta extendida en el suelo está el Kiki, tumbado y recibiendo el frescor de la tierra recién cavada. El Kiki, creyéndose en su duermevela can velazquiano en las Meninas, vigila los movimientos frágiles de la Tutuvi, quien babosea una cortecilla de pan, estrujándola con sus encías rosa, hinchadas por la dentición.

El Kiki, perro fiel donde los hubiera, siente una extraña veneración por la Tutuvi, aquel ser diminuto que, con la entrada del buen tiempo, ha empezado a gatear y a balbucir una jerga inaprensible por mente humana. Cuando la Tutuvi llega a la casa ocho o diez meses antes, envuelta en faldones, ombligueras y mantillas blancas, él no alcanza a ver bien la bola rubia de su cabecita, que tiene un gracioso remolino en lo alto de la crisma, pero el Kiki se acostumbra enseguida a su aroma dulce de bebé, que impregna todos los rincones del aire, y a comerse, como si fueran manjares de ambrosía, los desechos de su cuerpecillo diminuto.

¡Kiki!

Y él, que conoce en el tono de la voz la necesidad o el mandato de la Alta, acude con presteza al interior de la casa. A veces es una cosita de nada desprendida del pañal o dejada con libertad en el suelo; otras veces la cosa está extendida sobre el enladrillado áspero: puede ser leche de la cabra, papilla de arroz remojado y picado en el almirez, gachas de harina de trigo tostada, burujos de alguna fruta o grumos de no sabemos qué, y todo rehogado con los juguitos gástricos de la Tutuvi, que a él, eso ni que decirse tiene, le saben a gloria. Entonces le basta su lengua grande como la palma de una mano para dejar el piso en revista en un santiamén. Después la Alta repica en el suelo las tenazas de la lumbre, y es ésta la señal sonora que indica el fin del servicio y la salida inmediata a la calle.El Kiki, cuando muere de viejo algunos años después, aunque mal perro guardián en vida, pues a los leñadores, que pasan hacia el monte al amanecer o que regresan a mediodía cargados con sus haces de leña, les mueve la cola en signo de amistad, ante los viandantes comunes amaga las orejas como señal de sumisión, y a cualesquiera extraños que llegan a la casa (pastores, cazadores, traperos, excursionistas, recoveros, lañadores, ajorradores, pertigueros, cortapinos, carboneros, guardalíneas u otras gentes sin oficio o condición) les mira con indiferencia canina sin decir ni chau, recibe sepultura no obstante, el Kiki, al pie de un retorcido y viejo almendro que hay en un carasol poblado de corchos de colmenas, bajo el signo (a todas luces impropio para un perro, pensamos) de la cruz, que el Sano graba con una gubia en el tronco carcomido de éste.
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Cuentos del Rincón

Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"