INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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23/3/09

La mina del oro

Portada de la revista La Puente, nº 4, en la que publica su relato "La mina del oro."



¡Lo que son las cosas...! Nueve días antes tan sólo de que tuviésemos que sacarlo fiambre de la Balsa Honda, Perico Boceras, sentado en las últimas filas del Teatro Borrás, y al amparo de la oscuridad cómplice de una película de cine mudo, logró tocarle por primera vez las tetas a la Chata, y, como si en ese instante hubiese descendido en derredor suyo la Gloria de Dios Padre, el muchacho sintió su cuerpo flotar en el aire cual si llevara el esqueleto lleno de espuma.
Don Ovidio, de joven, era alto y seco, y solía fumar en pipa un tabaco de olor tan espeso que espantaba las moscas en pleno vuelo. A don Ovidio, cuyas zancadas por los caminos eran tan largas como las de un inglés, nada le apasionaba más en el mundo que la mineralogía; de modo que, con su macuto de explorador a la espalda y su bastón con contrera metálica en forma de pincho, subía por aquel tiempo todos los domingos del mundo a la Sierra del Lloro, pues así era como se llamaba entonces, en busca de indicios de metales, e incluso de fósiles de otras eras geológicas (antediluvianos se decía entonces). Llevaba siempre consigo un blocecico de octavo y un lápiz para hacer anotaciones, una piqueta de mango corto con qué arrancar o partir lajas de las peñas y una navaja cabritera de cachas negras para rayar los supuestos minerales.
A don Ovidio, pasados luego muchos años, y poco antes de morirse el hombre de viejo, con la casa llena de pedruscos de todas clases, formas y tamaños hasta no poder más y salírsele éstos por los alfeizares de las ventanas y por la puerta de la calle, le cupo al menos la ilusoria satisfacción de que el catalogado por los ingenieros geógrafos de Murcia “Monte nº 47”, pasara definitivamente a denominarse “Sierra del Oro” en todos los mapas, escala 1:50.000, del Instituto Geográfico y Catastral. Pero por aquel entonces, recién estrenada la Dictadura de don Miguel Primo de Rivera (pongamos finales de 1923, principios de 1924) don Ovidio y Perico Boceras habían trabado una amistad circunstancial, noble y desinteresada, la cual llegó a convertirse en verdadero pacto de silencio el día en que el pastorcillo le entregara al maestro de escuela aquel trozo minúsculo (al parecer, por los datos recopilados, no pasaría del tamaño de un garbanzo remojado) de calcopirita aurífera, como quien regala el más preciado de los tesoros.
Tom’usté, le dijo el muchacho en cuanto lo vio ascender aquella mañana por la senda larga del Collao del Portajo con su sombrero de jipijapa, sus lentes de montura gruesa y su bastón de pincho acerado, lo arranqué de la Cueva de las Pedrizas y lo he llevao toa la semana metío en el zurrón, le aseguró Perico mostrándoselo en la palma de su mano.
Perico Boceras, de cuerpo algo achaparrado, de manos anchas como paletas de pimpón, con todos los dedos iguales, de ojos zarcos, de mirar manso, de voz rasposa y de risa oxidada, quién por desgracia al poco tiempo de aquello le pudo el terrible sino del agua (contaron a toro pasado que de mantillas le había echado las tres cruces una gitana loca: “por la nariz te quedarás sin aire, por la boca sin habla y el corazón sin marcha”), no llegó a ser testigo de aquel conato de desorden público, de aquel peligroso inicio de “fiebre del oro” en el pueblo, que el alcalde, un joven señorito recién nombrado telegráficamente por el Directorio Militar de Madrid, en previsión de males mayores, mandó cortar por lo sano de la manera más drástica posible: ordenó amurallar la Cueva de las Pedrizas con enormes rocas y hacer estallar después un barreno ladera arriba, cuyo derrumbe de varias toneladas de escombro dejaría ésta sepultada para el olvido de las generaciones venideras.
Nacido en el mísero barrio de Los Casones, donde por muchos años se halló la mayor reserva de miseria y piojos del pueblo, Perico Boceras era el primogénito de once hermanos y no había asistido jamás a la escuela. A los ocho añicos, sin embargo, hecho un lambrijo, que parecía tener la solitaria, y con las comisuras de la boca plagadas de unas bubas incurables de tanto comer granadas verdes, higos o mandarinas robados por la huerta, su madre lo mandó de pastorcico para que le dieran al menos la comida por la servida; y desde entonces, hasta el día aciago en que lo hallaron flotando en la Balsa Honda, bocabajo e hinchado de agua como un odre, estuvo recorriendo a diario la entonces Sierra del Lloro por laderas, puntales y barrancos, sin más compañía que las sumisas ovejas y su perro “Tino”, un pastor alemán, atravesado con husky siberiano, más listo que hambre.
Algunos domingos, y siempre antes del hallazgo fortuito de la calcopirita aurífera, don Ovidio y Perico Boceras se encontraban por el monte y, sentados ambos en una peña cualquiera o sobre una mullida atocha, esbozaban algo de conversación, la cual, por parte del maestro, redundaba siempre en las bondades de la naturaleza, en el valor intrínseco de la soledad y en su petera irrenunciable por encontrar rastros de minerales en aquellos montes de Dios.
No tiene sentido que se llame a ésta “Sierra del Lloro”, decía (aunque al parecer sí que había una torpe leyenda casi olvidada sobre una cristiana cautiva en brazos de un sarraceno camino de Granada). Debe de ser “del Oro”, sospechaba don Ovidio, más que nada por simple naturaleza fonética. (“¡...del Oro!”, le gustaba repetirse en voz alta a sí mismo, pues encontraba en la palabra una sonoridad brillante y especial).
La primera vez que se toparon los dos, fue por primavera florida, en una solanilla cercana al llamado “Casón de Matías”, donde abundaban los asperones, la sabina, el enebro y la ajedrea; y, después de preguntarle al muchacho su nombre de pila (“me llamo Perico, pa servirle a Dios y a usté”, le contestó el pastorcillo; lo de Boceras no consideró apropiado traerlo a colación en aquel momento), el maestro, con el fin de romper el hielo, le espetó una adivinanza elogiosa para el oficio:
A ver, Perico, “¿qué ha visto un pastor en la montaña que no puede ver el Rey de España?” Y, tras un cachete amistoso en el occipucio, pasó a darle la explicación:
Usted, le dijo, puede ver en la montaña lo que no puede ver jamás el Rey de España. Ya que puede gozar del encuentro con otro pastor que pastoree su ganado en estos mismos montes, pero un rey no podría encontrarse jamás de forma amistosa con otro rey que reinase en el mismo país.
Otro día, siendo época solsticial y estando sentados ambos junto a un manantial de agua fresca, bajo la sombra de enormes y frondosos pinos, don Ovidio puso en las manos del pastorcillo lo que éste identificó en seguida como un “caracol de piedra”, pero el maestro le corrigió con paciencia docente:
Es un amonites, Perico; y obsérvelo usted bien, porque a través de él “cuatrocientos millones de años le contemplan”. Cosa que el muchacho no llegó a captar el alcance histórico de la frase.
A pesar de que Perico Boceras había superado con creces la pubertad (es posible que rondara los dieciséis, o los diecisiete si nos apuran), don Ovidio, sabedor de su analfabetismo profundo, le daba en ese aspecto el trato condescendiente de un párvulo. Mas en aquellos encuentros, luego de hablar los dos un buen rato, como si el destino les obligase a tomar rumbos contrarios, deshacían la magia de la compañía y el lazo encantado de las palabras para dar paso de nuevo a la soledad montuna. No obstante, el maestro se despedía siempre con el mismo ruego de que le guardase alguna piedra sospechosa que encontrara por los cerros.
Si halla usted alguna roca de esta forma y de ésta, o que tenga esto y lo otro, le encargaba don Ovidio al muchacho, me la guarda hasta el domingo que viene.
A Perico Boceras le hacía gracia que le llamase de usted don Ovidio. Al zagal, que tenía conciencia plena de ser la persona más humilde del mundo, le chocaba que el maestro, con su porte de aristócrata, le tratase como si fuera él una persona mayor, o como si fuera un señorito (¡qué barbaridad, un señorito Perico Boceras!). Pero no, lo que ocurría es que el hombre lo tenía por norma de urbanidad. Él, en su escuela, le decía de usted a todo el mundo, hasta a los parvulitos, que iban llenos de mocos y andaban todavía anclados en la primera página del silabario; incluso a los desaplicados o revoltosos, que nunca se sabían la lección, y él, exento de palmeta (“la letra, con paciencia entra”, era su lema), con el mayor de los respetos, como si fuesen infantes de la realeza en lugar de hijos de hiladores, de esparteros o de picadoras, los mandaba sentarse al final de la clase en dos pupitres separados del resto, a los que, en un latinajo inescrutable para aquellos chitos de la orilla de la acequia, cuyo futuro inmediato no era otro que el de “darle a la rueda”, don Ovidio llamaba la “Insula asnaria”.Usted Pascualín, decía el maestro, y usted Antoñico, tengan la bondad de marcharse ipso facto a la Insula Asnaria; y añadía después: tráiganme sabidas para mañana las tablas. Así de correcto era don Ovidio en su noble magisterio.


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(Continúa)

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Cuentos del Rincón

Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"