INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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23/3/09

La camarera de la fonda "El Tripa"


Portada de la revista La Puente, nº 1, en que publica su relato "La camarera de la Fonda "El Tripa".


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La Nina, según me contó una vez, a sus casi ochenta años no conocía aún el mar. Gruesa como una madona de Botero y medio inválida para desenvolverse, vivía sola en un modesto pisito que había logrado adquirir algún tiempo atrás ahorrando peseta a peseta durante toda su vida. A la Nina, cuya piel blanca de no darle nunca el sol se le había hecho con la edad tan delgada y transparente como el cristal, le azuleaban la cara sus finísimas venas que alimentaban el ocre encendido de sus mejillas.
La Nina, el día en que se llevaron con los pies para adelante a Doña Pascualita, algo así como diez o quince años atrás, y antes de que llegaran los sobrinos que vivían fuera para cobrar la herencia, recogió todo lo que era suyo: varios electrodomésticos, algún pequeño mueble, una máquina de coser a pedal Alfa, un televisor Ínter de veinte pulgadas, menaje de cocina, su ropa de ajuar que guardaba muy bien dentro de un arca antigua heredada de su madre, y demás enseres que había conseguido poco a poco con su exiguo salario de sirvienta (primero de la fonda y luego en el hogar de la dueña cuando ésta liquidó el negocio), y se marchó de aquella casa, donde habían transcurrido los últimos cincuenta años de su existencia.
A la Nina, que cuando alguna vez se caía la pobre de rodillas en el cuarto de baño, no tenía más remedio que suplicar la ayuda de la Virgen de los Dolores, de la cual llevaba siempre un escapulario con un imperdible en la pechera, le gustaba contar historias y referir de vez en cuando episodios de los tiempos en que era jovencita. Y, uno de aquellos días que yo la visitaba, bien para leerle una carta del banco, bien para ponerle un enchufe en la pared o bien para colgarle un cuadro, o, simplemente para darle conversación, de la que ella se encontraba algo necesitada, me reveló, quién sabe si el secreto mejor guardado de toda su vida.


Desde el interior de la gran cámara acorazada se sentía cada vez que pasaba el metro por arriba. No es que el metro pasara justo por encima, no, sino que el zurrido y el retemblor del metro provenían de un nivel superior a donde ellos se encontraban. Pues los trenes, a pesar de los terribles bombardeos que la ciudad sufría a diario, sobre todo por las noches, bajo una oscuridad agresiva de sirenas, mantenían cierta regularidad en su recorrido a través de la red de túneles y estaciones suburbanos, de modo que hasta los combatientes que defendían Madrid a la desesperada en los barrios de la periferia cuando el Gobierno huyó como alma que lleva el diablo, podían coger el metro para ir de casa a la lucha.
¿A qué profundidad estaremos?, preguntó el Torrao al sargento Lobo, mientras se limpiaba el sudor de la frente con el dorso de la mano, aún a sabiendas de que no obtendría respuesta, pues estaba prohibido preguntar nada.
Este es un servicio muy especial, de modo que nada de preguntas, nada de comentarios y nada de conclusiones personales, les había advertido el capitán Santolaria aquella misma mañana, cuando fueron trasladados en camiones del ejército desde la Casa de Campo hasta el centro de la ciudad.
Los sacaron de las trincheras cuando a aún soportaban el eco de las bombas de la noche antes en sus vísceras maltrechas (“¡tumbaos boca abajo con un palo apretado entre los dientes!” –les advertían los mandos al paso de los Junkers nazis poniendo huevos de muerte y destrucción), y les hicieron subir en cuatro camiones destartalados, cubiertos con lona verde de Intendencia. Luego, entrando por el Paseo de Extremadura a toda velocidad, atravesaron en zigzag un par de controles que había con parapetos de sacos terreros guardados por milicianos.
“¡Salud, camaradas! ¡Misión especial!”, decía el Capitán Santolaria, que iba sentado en la cabina del primer camión, sacando el puño cerrado por la ventanilla.
Seguidamente bordearon los jardines del Palacio Real y la Plaza de Oriente, donde había más parapetos y más milicianos de rostros casi imberbes, y tomaron por la calle Mayor hacia la Puerta del Sol, plagada de carteles de propaganda de guerra. Después continuaron sin detenerse por la de Alcalá hasta llegar allí. Nada más bajar de los camiones, el Torrao, que tenía el pobre un estrabismo en un ojo que hacía daño el mirarlo (“tú tienes ventaja para el combate –le decía a veces el Capitán Santolaria, quien poseía un humor cáustico–, ya que puedes apuntar con un ojo al enemigo y vigilar con el otro”), se fijó cómo habían cubierto la fuente de La Cibeles con toneladas de arena y bloques de piedra para librarla de los bombardeos dañinos de las “Pavas” alemanas. Luego, sin demora, entraron en el majestuoso edificio y por un vericueto de puertas de seguridad y pasillos llegaron hasta los ascensores.


Al Loco de los Patos le aficionaba algo la pintura. Sobre todo por las mañanas, se sacaba una sillica con el asiento de anea y se ponía al sol a retocar sus cuadros; y, algunas mujeres que iban a por el pan, o venían de por el pan, del horno de Cagancho (desgraciadamente, poco tiempo después y hasta pasado el año cincuenta, la mayoría de las veces que las mujeres iban a por el pan volvían sin él, pues llegaron a ser los tiempos duros del hambre y del “¡no hay pan!”), cuando lo veían sentado y con los patos bullendo a su alrededor, le decían al hombre que si es que no bañaba lo patos.
¿Es que no bañas los patos hoy?, le preguntaban, por oírlo nada más.
Y él, invariablemente, respondía que sí, que los iba a llevar a la Fuente del Ojo.
Sí, los voy a llevar a la Fuente pa que se bañen, decía el Loco de los Patos. Cosa muy improbable, pues el hombre y sus patos lo más que recorrían juntos era la distancia de un extremo a otro del “Callejón del Loco”, que otras veces llamaban también “de los Frailes” por estar junto al viejo convento franciscano (nombres, por otra parte, que perdurarían de generación en generación hasta muchos años después), de modo que a nadie del pueblo le cupo nunca en la cabeza que el Loco de los Patos fuera a llevar los animales hasta la Fuente del Ojo, que era el lavadero público, distante no menos de kilómetro y medio, en mitad de un extenso olivar, donde muchas mujeres, madres de familia y trabajadoras en las fábricas de esparto, tenían que ir por entonces a lavar, ya de día, ya de noche, con sus líos de ropa y sus barreños de cinc cargados a la cabeza.


La Nina con catorce años cumplidos ya era una mujer. No es que la Nina en su temprana juventud hubiera conocido varón, no (“lo del Chato, sin embargo –me contó pesarosa sesenta y pico años después–, no fue más que un refilón de amor”), que a buen seguro, la Nina, como el mar, no conoció nunca, sino que por su desarrollo físico tenía hechuras y signos más que evidentes de ser núbil a esa edad.
Doña Pascualita había ordenado a la Nina aquella mañana que fuera al Palacio del Vino a encargar cuatro arrobas para la clientela.
Anda en un santiamén a ca Peperre, le dijo, a ver si ha llegao ya el carro de La Mancha, y deja aviso de que nos traigan cuatro garrafas de vino a la Fonda.
Cuando la Nina pasó aquella mañana de octubre, ligera como una corza, camino de la Taberna de Peperre a llevar el recado de su ama, el Loco de los Patos rescató los ojos del extremo del pincel, y al inclinarlos hacia ella, pensó: ‘vaya cuerpos de mujer que tienen hoy en día algunas zagalas’. Después, durante unos segundos, contempló serenado cómo los patos se movían de acá para allá con sus andares torpones, y picoteaban por el suelo de tierra del callejón briznas de pitanza.


No se sabía cuándo ni quiénes las habían depositado allí, pero había en unos sótanos superiores a la cámara acorazada cientos, miles, de pequeñas cajas de madera, todas de parecido tamaño, que llevaban puesto el sello y la marca de la Subsecretaría Nacional de Armamento, y, escrito con letras de molde, el nombre de la mercancía que habrían de llevar en su interior y también el de la fábrica de munición de procedencia: balas de fusil, bombas de mano, proyectiles de mortero, balas de antiaérea, espoletas de obús de artillería, granadas de carro de combate, minas antitanque, etc., de las Industrias Santa Bárbara de Bilbao, de Barcelona, de Trubia en Asturias o de Madrid.
El Capitán Santolaria, que era el depositario de la extraña orden procedente del Ministerio de Hacienda, a cuya cabeza estaba entonces el doctor Negrín, indicó al sargento Lobo, hombre fornido, muy moreno y ojos vivarachos, que fueran bajando las cajas y llenándolas, pues estaban todas vacías.La cámara acorazada, estrenada hacía poco tiempo, era bastante grande y segura; decían que era de las más grandes y más seguras del mundo, y que habían trabajado durante dos años y medio hasta 160 obreros, en tres turnos diarios, para construirla. Pero los cincuenta soldados, a causa de la mala aireación del lugar, de las horas que llevaban allí abajo y de la dura tarea encomendada, se encontraban sofocados por la calor.


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(Continúa)


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Cuentos del Rincón

Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"