.
El día en que por fin acabó la maldita Guerra, nos acordamos de ti. Aquella mañana de primavera estábamos haciendo leña en el “Barranco del Carcelero” y de pronto, sorprendidos, oímos el din-dán lejano de las campanas de la iglesia.
¡Fíjate –me dijo en voz baja el Seco, poniéndose de pie con el serrucho en la mano–, estoy sintiendo las campanas del pueblo!–. Pues éstas llevaban casi tres años sin tañer, y por eso nos quedamos los dos inmóviles, aguzando el oído, aguantando incluso la respiración, mientras percibíamos, a bamboleadas tenues en el viento, aquel son extraño de la paz.
Y entonces fue cuando nos viniste tú a la cabeza y pensamos dónde estarías a esas horas; si habrías salido indemne de las últimas, desesperadas y perdidas batallas; si habrías escapado vivo del avance imparable y exterminador de las tropas rebeldes; si no te habrían capturado en los numerosos controles que dificultaban el sálvese quien pueda de los frentes republicanos, si no te habrían metido en algún campo de concentración o en alguna cárcel siniestra, o en alguna plaza de toros, donde encerraban a todo dios que oliera a combatiente de la República con el fin de aplicar una depuración exhaustiva; y, si en definitiva, volverías alguna vez a la Sierra del Oro con nosotros. Porque a nuestros dieciséis años de edad (ten presente que tú eras un poco más mayor, un par de años apenas), no habíamos conocido otros afanes ni otras glorias que trabajar en el esparto y hacer leña por aquellos montes de Dios; de modo que echábamos mucho de menos tu compañía, tus conocimientos de la montaña y la naturaleza, tu buen humor en las adversidades, que no eran pocas, y tu sagacidad innata para burlar la vigilancia de los omnipresentes guardas del monte. Porque a diferencia de nosotros dos, que nos habíamos criado haciendo lía en una cuesta de la orilla de la acequia y que cambiamos demasiado pronto el pupitre de una escuela para pobres por el penoso trabajo de darle a la rueda en las “carreras” de los “hilaores”, tú eras un muchacho del campo, que habías nacido en aquella casona de labor, que habías mudado los dientes pastoreando los ganados por bancales y montañas y que habías crecido doblando el espinazo para arrancar los exiguos frutos a la tierra ingrata de los señoritos.
Te conocíamos muy bien: eras el menor de cinco hermanos y te habías quedado huérfano de padre cuando no eras más que un zagalico lleno de mocos que apenas servía para pacer los pavos; y habías visto a tu madre, cuyo primogénito estaba entonces en la penosa Guerra de África, ponerse el luto para siempre. Y te dabas cuenta de cómo tus hermanas, que quedarían las pobres analfabetas de por vida, iban superando la adolescencia tumultuosa y pasando de puntillas por una juventud entre penurias y escaseces, en aquella casa grande y desangelada donde vivíais, la cual, entre otras carencias, no tenía luz eléctrica ni agua corriente ni retrete siquiera donde poder hacer las necesidades. Y habías admirado más tarde la entereza de tu hermano mayor, cuando volvió de Melilla, después de tres largos años luchando contra las “cabilas” rebeldes de Abd-el-Krim, y se hizo cargo de la familia y del cultivo de la hacienda del Señorito. Y tú, que día a día, y ante los ojos esperanzados de tu madre, te convertías en un adolescente espigado, empuñando el arado y segando la mies con la hoz.
Mas fueron tiempos injustos, aquellos de nuestra juventud, de esfuerzos baldíos y salarios míseros, en los que el trabajo extenuante no daba ni para comer. Por eso teníamos que hacer leña en la sierra, arrancar esparto en los montes cuando “salía la romana”, sacar bultos a cuestas de las balsas, empapándonos el cuerpo con aquella agua putrefacta y maloliente del esparto cocido, cuya pestilencia se nos quedaba incrustada por largo tiempo en los poros de la piel; y, sobre todo, desde temprana edad, habíamos aprendido a luchar sin tregua para mantener alejado el cerco del hambre.
..........................................................
(Continúa)
No hay comentarios:
Publicar un comentario