El lenguaje, los idiomas, son algo vivo, es decir, que continuamente están en proceso de cambio; y es algo natural y consustancial con el uso de una lengua el hecho de que aparezcan palabras nuevas, mientras que otras caigan en desuso. Y las “autoridades” ligüísticas, aunque reticentes a veces, no tienen más que aceptar hechos consumados. Lo triste es cuando estos cambios se producen por ignorancia de quienes, teniendo cierta influencia social o ejerciendo en medios de comunicación, manejan la rica terminología de nuestro idioma, el español.
Al respecto, es destacable cómo se ha llegado a extender la denominación “violencia de género”. Oiga, ¿de qué género?, ¿del género humano, que sólo es uno y comprende ambos sexos? Pues si es así, cualquier tipo de violencia de las persona, hombres o mujeres, es “de género” (humano). ¿O se refiere al género masculino (gramatical por supuesto, porque los personas no tenemos género, sino sexo)? Pues mire usted, los géneros gramaticales (que son varios, incluidos el femenino y el masculino) son totalmente pacíficos. De modo que como todos sabemos que a lo que se refiere es a la violencia de pareja, a la que ejerce el hombre con la que cree “su” mujer, pues no hay que dar más vueltas.
Otra de las “perversiones” viene originada por lo pegadizo de las expresiones mitineras en las que un día se empezaron a utilizar, como si fuera imprescindible, los géneros gramaticales masculino y femenino para nombrar un mismo plural. De manera que hoy en día hasta en documentos escritos, ajenos al viciado ámbito del discurso político, se cree necesario decir: “amigos/as, estamos reunidos/as y contentos/as de ser los primeros/as en educar a nuestros hijos/as de manera distinta a como lo hicieron nuestros/as padres/madres...”
Pero ahora hay otra cosa que es nueva en esto de la memez de querer utilizar palabras “rebuscadas” sin saber su significado. No hace mucho, algún listo se ve que halló por casualidad el término “emancipación”, y dijo: “¡hombre!, con esto voy a dar el pego”. Y ya tienen ustedes propagándose de manera inadecuada el verbo “emancipar”, cuyo significado (sólo hay que molestarse un poco y mirar el diccionario) viene a ser: “liberarse de la patria potestad o la tutela”. Pero, ¿quienes se pueden liberar? Hombre pues los que están sujetos a ellas: los menores de edad. El joven que ha cumplido los dieciocho años, lo que le toca hacer es “independizarse” si quiere, o si puede, porque para emanciparse ya es tarde, amigo. Y si el mitinero de turno quiere curar del todo su ignorancia que mire el Título XI del Código Civil, donde se establece cómo, en qué momento y a través de quiénes, se llega a conseguir (para aquellos menores que la necesiten) la emancipación. Los que han cumplido la mayoría de edad tienen plena capacidad de obrar y pueden hacer de su capa un sayo cuando les dé la gana, aunque “dependan”, sobre todo económicamente, del hogar paterno.
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