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Pasando can |
Muchos volverán a decir: la Semana Santa ya no es lo que era. Y tienen toda la razón del mundo, pero en los cambios y en la adaptación a los nuevos tiempos está la garantía de supervivencia de las cosas. Es que antes había más respeto y más fe en las procesiones y en todos los actos, apostillan. Hombre, si están comparando los de ahora con los tiempos en que la Iglesia matrimonió con el régimen y la mitra y el sable entraban juntos, bajo palio, con toda solemnidad y gloria a los templos, aquello, más que respeto, era temor. Aquello era que pasaba el Cristo y no se atrevía a moverse ni Dios. Ni tampoco es ahora, está claro, como cuando venían los misioneros, cuyos sermones encendidos conmovían hasta las piedras. Hoy la cosa se vive de otra manera; hoy se nota un descreimiento general, sobre todo en los jóvenes, que se sientan por el suelo y no paran de hablar, de reír y de comer cascaruja ni delante de la Virgen. Y fe sí que hay, la fe no se pierde: se transforma (ahora, como les digo una cosa, les digo otra: en Cieza somos algo fríos para exteriorizar. Por ahí, yo me he fijado, la gente se pega unos rodillazos de miedo).
Pero como les contaba, esto de los santos y de las procesiones va tomado copero, y hasta salimos en la tele este año, que eso ya es un triunfo, mayormente para quienes se lo arroguen. Que sepan por ahí fuera de nuestros capiruchos y rataplanes y armaos haciendo la caracola y anderos deslomados echando el bofe mientras bailan el santo y túnicos panzudos de caramelos y manolas enjoyadas luciendo el tipo y manolos más pinchos que un sanluis y penitentes a mogollón hablando de sus cosas y dignísimas autoridades revestidas de imperio y público en general aguantando estoicamente que le den las diez, las once, las doce, la una y las dos, sin encontrar luego mesa en un bar, porque en Viernes Santo hay que abstenerse de la carne pero no del marisco y la cerveza, ¡joel! (que es un profeta menor). Pues eso, que se enteren que aquí también nos lo montamos bien, y que salen todos los tronos en reata y buena armonía, sin la rivalidad dual y fuera de tono de otros sitios, que no menciono porque para qué. Y que vean cómo les tocamos el himno nacional a los Santos, lo mismo que a Johan Muelegg en lo más alto del podio o que a los peloteros de Camacho o que al Rey cuando va a los toros, porque aquí (reminiscencias de la España profunda, dirán algunos), por encima de la aconfesionalidad proclamada en la ley, se mantiene una imbricación total de los poderes con lo sacro, que es aceptada sin pudor por cualesquiera de los grupos gobernantes, fueran del signo que fueren. De todas formas siempre habrá disconformes y contrarios al creciente, moderno y próspero semanasanterismo ciezano, bien arguyendo nostalgia: “aún recuerdo aquellas tardes de Viernes Santo, cuando íbamos paseando hasta la Fuente del Ojo, donde acudía también el tío de los chámbiles con su carrito de mano, y llenaban a rebosar las pilas del lavadero, y la gente se desparramaba en sana paz por aquellos aledaños de los Casones, exentos entonces de carreteras o autovías...” (hombre, les digo, más triste es que dejaran hundirse el edificio del lavadero público, donde otrora tantas mujeres gastaron sus huesos dobladas sobre la losa). O bien, otros, discrepando por vía de la objección religiosa: “yo –me contaba un sacerdote–, los domingos de Resurrección me marcho del pueblo; no aguanto que bailen los santos, ni que mezclen a Dios con el jolgorio.
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