INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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24/4/21

Memoria de una fábrica perdida

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Grupo de alumnos de 2º F de la ESO, del IES Diego Tortosa, rodeando con dificultad la base de la chimenea de ladrillo (fotografía de Manuela Caballero)

Si quieren que les diga la verdad, se me cae el alma al suelo cuando veo algunas cosas; cuando compruebo la dejadez, el abandono, la desidia, en la conservación de ciertos bienes de nuestro patrimonio histórico. Construcciones, vestigios, lugares, que podrían ser icónicos de nuestro pasado; que quizá tengan el valor definitorio para entender cómo era Cieza hace tan solo unas cuantas décadas; para comprender cuál era el modo de vida de su gente y de qué manera se ganaban el pan las mujeres y los hombres de este pueblo; restos de industrias que yacen hoy en el más absoluto olvido, las cuales en su día aglutinaron los afanes, las ilusiones, los proyectos y los sueños, de cientos de trabajadores de ambos sexos; Quedan, eso  sí, recuerdos de los viejos —ya casi convertidos en bienes inmateriales— sobre importantes empresas, cuyo marchamo traspasaba fronteras y era orgullo de una ciudad industrial donde las sirenas de los centros de trabajo llamaban en horas en punto a las masas obreras.

¿Por qué les digo esto? Porque el otro día pude ver con mis propios ojos el lamentable estado en que se encuentra el solar de la que fuera una gran industria ciezana: la «Fábrica de conservas de los Guiraos», en la Estación. Ya recordarán que esta firma del ramo de la conserva, «Guirao Hermanos», cuyo símbolo era «la campana», tenía dos enormes centros de trabajo: el del Camino de Madrid, cuya alta chimenea cayó como resultado de una sospechosa negligencia al excavar la cimentación para construir pisos (y no solo la chimenea, sino también un edificio lindante de seis plantas donde vivían doce familias; ¡al promotor le apodaban «Jomeini», y, encima, hizo negocio redondo con los damnificados!). Y el otro centro era la citada «fábrica de arriba», frente a la Estación del ferrocarril. Pero ahora allí no hay nada, y solo se yergue, resistiendo el embate de todos los vientos, su imponente chimenea octogonal de ladrillo macizo; y junto a ella, además de una escombrera con miles de toneladas de residuos de obras municipales, depositados con impunidad a lo largo de los años, además —digo— un inmundo vertedero incontrolado.

Pero les cuento: Pascual Santos, profesor de Tecnología del «IES Diego Tortosa», está llevando a cabo un interesante proyecto educativo de investigación con alumnos de 2º de la ESO, denominado «Ruta de Arqueología Industrial y Comercial de Cieza», con la importante finalidad de sacar a la luz una memoria en vías de extinción, u olvidada en muchos casos, sobre nuestra industria y el comercio de hace décadas en este pueblo; pero está haciendo algo más: está poniendo en estos chicos y chicas la semilla vital, que podría dar fruto en el mañana, para que de una vez por todas se invierta la tendencia de este mal endémico nuestro de dejar que se destruyan y se olviden los rasgos y vestigios de lo que fuimos. Es un proyecto ambicioso, pero necesario; laborioso, pero apasionante; difícil quizá, pero digno de tesón y, por supuesto, de elogio.

Así que por motivo de una visita del mentado profesor, en una de sus clases al aire libre, al lugar donde existió dicha «Fábrica de Conservas de Los Guiraos», es por lo que yo citaba el estado deplorable que presenta hoy el lugar. Pues dada la amistad que nos une y el interés de su proyecto, accedí encantado, cuando Pascual Santos me lo propuso, al encuentro con un grupo de alumnos y evocar por unos momentos aquellos recuerdos adolescentes y juveniles que perviven en mí.

Miren, allí trabajé tres veranos (era costumbre ganar unas perricas para la economía familiar al terminar los exámenes finales en el instituto), y algunas de las mujeres y los hombres con los que coincidí ya han muerto. El tiempo es implacable. La chica, bella como las golondrinas, con la que hice amistad el primer año en la máquina de los calibres, ya se fue al otro barrio; Lucas, el encargado, moreno y con bigote a lo Fernando Sancho, que me hablaba siempre con respeto, tiempo ha que se marchó a «los cipreses»; y la novia mía (eso fue en el tercer verano), que yo vislumbraba llegar por el Camino de la Estación, con su vestido amarillo, entre cientos de mujeres, y que me amó después cuarenta años, ya no está en esta vida.

Ahora es difícil ubicar los espacios de la fábrica. Manuela Caballero, interesada siempre en el rescate del pasado, estuvo haciendo fotografías durante la visita a los pocos detalles que quedan aquí y allá: unos adoquines en el suelo, un bordillo de piedra, un girón de pared que desafía la gravedad y la gran chimenea, exenta en el erial desangelado. Yo señalé los matorrales para indicar dónde descargaban a brazo las cajas de fruta de los camiones (entonces no había palés ni carretillas elevadoras); bajo toneladas de escombro, supuse que habrían estado las máquinas de calibrar el albaricoque o las cintas donde las mujeres lo partían y sacaban los huesos. (Por un momento vi la muchedumbre, desperdigada, que con tan solo una hora para comer, busca asiento en el suelo con sus viandas o hacía cola en la cantina de la Estación para comprar un refresco.)

A duras penas esquivamos el vertedero indecente de basuras (¿cómo puede ser que esa práctica perversa desde hace muchos años en Cieza no se corrija y constantemente surjan basureros en cualquier parte?) y llegamos a la base de la gran chimenea; estas construcciones de ladrillo las solía realizar un experto maestro en el oficio, un artesano perteneciente, bien a la «escuela valenciana», bien a la «escuela murciana»; en nuestro caso en concreto de esta chimenea, parece ser que está hecha según la valenciana, pues era la que realizaba los fustes octogonales, mientras que la murciana los hacía redondos. En ambos casos, se construían por dentro, con su plomada y ladrillico a ladrillico, y todo el izado de materiales, mediante poleas, se llevaba a cabo igualmente por el interior. (Se supone que en nuestra chimenea seguirán colocados por dentro los peldaños metálicos para subir hasta la corona).

El profesor en prácticas Manuel Piñera acompañaba al grupo; los chicos y chicas, alegres por ley de vida, se situaron junto a la sobria construcción, una joya arquitectónica que hoy corre peligro de ser devorada por la peor de las carcomas: la del abandono; pues hay que tener en cuenta que está edificada al borde de un considerable desnivel del terreno, entre lo que era la planta de envasado de la conserva (arriba) y la sala de calderas (zona inferior); y hay que reseñar también que una vez demolida la fábrica y sus cubiertas, todas las aguas pluviales, obviamente, se filtran en el terreno circundante, y ya se aprecian dos líneas de hendijas en la base de la chimenea.
 
Apenas eran trece alumnos, los del curso 2º F: Alba, María, Pilar, Silvia, Jorge, que sorteaban con cuidado los escombros puntiagudos con trozos de pavimentos y pedazos de antiguas conducciones del alcantarillado arrancados de las calles. Observamos que abajo se mantiene milagrosamente en pie la «sala de calderas»; de allí sube una galería o conducto de ladrillo, desportillado en algunos puntos, hasta la base de la chimenea, donde entronca junto al «cenicero» de esta: era el conducto de los gases, que al tener un tiro tan potente por la altura de la chimenea, favorecía el poder calorífico en la combustión. Ismael, Marcos, Javier, Toñi, se hicieron a un lado para tener mejor perspectiva y descubrir la línea de argollas con aisladores por las que descendía el cable del pararrayos (alguien lo arrancaría para llevarse el cobre, al igual que la placa de toma de tierra). Maricarmen, Andrea, Desiré y Alfonso, completaban un inusual auditorio, al que, para terminar, referí los versos de aquella canción que las mujeres entonaban en su defensa cuando el abuso de la «chorrá» era insoportable al final de la jornada. («…Sufre corazón, sufre y aguanta la carga; sufre que tienes por qué. …/… Sufre corazón “que ya se han pasao de la raya”.»)
 
Por favor, no dejen que se pierdan valiosos elementos de nuestro patrimonio histórico. Luego sólo caben las lamentaciones.
©Joaquín Gómez Carrillo

 

18/4/21

Hablar y escribir II

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Vista desde la Sierra de Ascoy. Allá a lo lejos, Cieza; tras ella el monte de la Atalaya, y, como telón de fondo la Sierra del Oro

Decíamos ayer —que dicen que dijera el belmonteño Fray Luis de León a su retorno a las aulas de la universidad salmantina tras un proceso inquisitorial, con encarcelamiento incluido— que no es nada extraño (lo decía yo en el artículo de la semana pasada), el que gente titulada y ocupando puestos en la política o en la administración, no sepa hablar y escribir con la corrección exigida. Pero es lo que hay: las carreras universitarias también se aprueban copiando, además de por otros atajos. Miren que me conozco el paño: Había en clase de una de mis hijas un chico (esto hace ya bastantes años y, por supuesto, son asuntos prescritos, y además no voy a dar nombres ni pistas), cuyo padre, que usaba maletín, echaba viajicos a hablar con los profesores. ¡Pásmense, el chico era mayor de edad: un universitario! Y los profesores, exigentes con el resto del alumnado, le aprobaban las asignaturas. En los exámenes, por ejemplo, si una pregunta era sobre «Quevedo», y había que desarrollar todo lo relativo a este escritor, los cuatro a cinco folios no te los quitaba nadie. Sin embargo este chico escribía con letras grandes medio folio, de verdades como puños, eso sí; ponía: «¡…Quevedo es maravilloso!». «Quevedo es importantísimo!» «¡Quevedo es único!», etc. Y si algún compañero se quejaba luego del agravio comparativo, porque el profesor lo había dejado para setiembre, el docente le respondía que es que el otro «no daba para más». ¡Oño!, digo yo, pero podría haber sido quizá un buen trabajador manual, un buen artesano, un buen empleado de servicios, o, en última instancia, un buen arrancador de lechugas, que es uno de los trabajos más dignos y necesarios, ¿o es que no nos gusta a todos ir al súper y encontrar lechugas dispuestas para echar al carrito? Pero no, a fuerza de viajes paternos, maletín en mano —y no digo que en el maletín llevara otra cosa que un bocadillo—, al zagalón le dieron su título, y puede que esté colocado como docente en algún centro privado.

Miren, aquí hay gente que sabe hablar y escribir muy bien, cosa que admiro de verdad, pero, como decía Cela: «…siempre son los mismos». (El de Iria Flavia rajaba alguna vez afirmando que «¡…en España se hacía el amor mucho y bien, pero siempre lo hacían los mismos!» ¡Qué bruto era, pero qué culto al mismo tiempo!)

Una de las cosas, creo yo,  que ha maleado la expresión escrita en documentos, a veces oficiales, es precisamente la facilidad que otorga el ordenador. Las prestaciones y el uso de las nuevas tecnologías, por un lado ayudan y te marcan las faltas de ortografía y de concordancia a la hora de redactar un texto, pero por otro lado te permiten algo viciosamente sencillo y útil: «el copia y pega». El copia y pega es maravilloso, como decía aquél, pero tiene un problema: si la frase, el párrafo o el escrito, que copiamos para crear un nuevo documento lleva alguna falta, pues ahí la tienen repitiéndose una y otra vez. Miren, como uno ya ha visto mucho, les cuento una anécdota al respecto: En relación con la obtención de la tarjeta de estacionamiento para personas con discapacidad, el IMAS debe emitir un sencillo informe en el que haga constar que la persona solicitante reúne los requisitos. El requisito único, y sin entrar en detalles, es afirmar que presenta el grado mínimo de discapacidad exigido. En el papel, después de una serie de consideraciones y alusiones legales, se concluye con: «No presenta» (no tiene derecho), o «Sí presenta» (tiene derecho). Pero en el copia y pega de cientos y cientos de informes, alguien en un primer momento escribió (mal) «Si presenta» ¿Se dan ustedes cuenta?: Si presenta, ¿qué? Pues no es lo mismo decir «sí» (afirmando, con tilde), que decir «si» (condicional): si esto, si lo otro, si lo de más allá. De modo que este tipo de errores en documentos oficiales se pueden repetir y durar más que el conejo de las pilas.

Por mi trabajo he leído documentos importantes; se supone que escritos por gente más o menos preparada. No me refiero a panfletos en los que alguien poco ilustrado pone «@» para hacer alusión a ambos sexos, cosa que es una tontez como un catre, además de una incorrección gramatical. No, me refiero a edictos de notarios, de registradores de la propiedad o de juzgados, o a resoluciones o sentencias de jueces (obviamente, redactados por secretarios o secretarias). Pues aquí también se practica mucho el copia y pega, y, como antes he dicho, llega un primer indocumentado y escribe, por ejemplo, la fecha empezando con mayúscula el mes (¡muy mal!, los meses, en español, son siempre con minúscula). De forma que he visto cientos y cientos de documentos oficiales fechados con el mes comenzando por mayúscula. Y no creo que sea por influencia del inglés, que en ese idioma sí se escriben con mayúscula los meses del año y los días de la semana; no creo que sea por eso, sino que un primer tonto lo hizo mal y una legión de administrativos copian y pegan a ojos cerrados, hasta el infinito y más allá.

Pues no, miren, en español van en minúscula los títulos, grados o cargos de las personas, desde el rey para abajo. Se escribe el «rey Felipe», la «reina consorte Leticia», «el presidente Pedro Sánchez», el capitán general fulano, la alcaldesa mengana, el alcalde zutano o el arzobispo perengano, y, por supuesto, el «papa Francisco». No así el nombre del órgano, como por ejemplo: «la Corona», «la Presidencia del Gobierno», «el Ministerio de Trabajo», «la Dirección General del Mar Menor», «la Unidad Militar de Emergencias», «la Consejería de Educación» o «la Concejalía de Medio Ambiente». Por supuesto, con mayúscula también son las asignaturas de un curso. ¿Y los días de la semana? Siempre en minúscula, salvo los de la Semana Santa: Domingo de Ramos, Lunes Santo, Martes Santo..., hasta Sábado Santo y Domingo de Resurrección.

©Joaquín Gómez Carrillo

 

10/4/21

Hablar y escribir

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Cima del monte La Serreta; al fondo la Sierra del Oro y el gran almendral de la Herrada (fotografía de mi amigo Pascual Santos)

Estos días atrás le han corregido un texto a la nueva consejera de Educación de la Región de Murcia (¡…pa mear y no echar gota!), y, por lo que corre a través de las redes sociales, que las carga el diablo, la mujer no sabe muy bien escribir. Yo doy por supuesto que está bien corregido y que la dirigente política no es capaz de expresarse con demasiado éxito gramatical, cosa que no me extraña nada. Bueno, obviamente, le han corregido el texto con la intención de afeárselo en público por ser quien es, o sea, por tener la ideología que tiene; a los otros políticos de primera fila no les corrigen textos, pues es muy cansado (¡anda y que se los corrijan sus asesores, si es que saben!).

Lo cierto y verdad es que vamos justicos de cultura, y no importan los estudios o los títulos que una persona tenga para que sepa hablar, leer y escribir como dios manda (se habrán dado cuenta que yo, en estos casos, pongo siempre «dios» con minúscula, pues son frases hechas, y además ya lo dice el segundo mandamiento: «No dirás el nombre de Dios en vano».

Bueno, a lo que íbamos, que personas que deberían tener mayores conocimientos para ocupar ciertos puestos en la administración y el gobierno, resulta que apenas saben hacer un cero con un canuto de caña. Pero no se asusten ustedes, esto es la esencia de la democracia: el pueblo gobernado por el pueblo. Los partidos confeccionan listas (de personas, algunas no muy listas) y el pueblo soberano vota, y lo que sale de la urna es sacrosanto. Miren lo que les digo, si un partido con arraigo mete en las primeras posiciones de una lista a un cretino, pues sale elegido el cretino y ahí le tienen triunfando. No se piden estudios, títulos, currículum, ni mucho menos un examen de expresión oral y escrita, para pertenecer a una lista de un partido. Esa es una servidumbre de la democracia, que todo no va a ser un caminito de rosas, oiga. De modo que vayan, vayan, corrigiendo textos y expresiones; gastarán muchos bolis rojos, les prevengo.

Pero hay una cosa mucho más sangrante, y son los errores orales de los comunicadores profesionales, pues los políticos, políticos son; pero los comunicadores…, ¡anda con dios! Yo oigo mucho la radio, Radio Nacional, y gente que se supone que ha estudiado periodismo y a lo mejor hasta ha tenido que superar una oposición para entrar a un medio público, y que no sepa hablar con corrección, ¡manda narices! Dicen que en el Reino Unido de la Gran Bretaña no hay real academia de la lengua, del inglés, y que se tienen como modelos de la correcta expresión a los locutores de la BBC. El cómo se expresen los locutores de la BBC va a misa (anglicana, por supuesto). Pero aquí sueltan discordancias de género y número, o hace mal uso del verbo haber, bastante a menudo; y además, algunos fallos se han extendido y los repiten todos (¡almóndigas para todos!).

El primero de los errores es no saber manejar el numeral «uno»; la unidad ha de concordar con el sustantivo que hace de sujeto, cosa que pasan por alto muchos locutores: no se puede decir «veintiún mujeres», pues la unidad que sobrepasa de veinte, de treinta, de cuarenta, de ciento, de mil, etc., ha de concordar en género con el sustantivo. De modo que lo correcto es decir «veintiuna mujeres» y «veintiún hombres»; «treinta y una gallinas» y «cuarenta y un pavos». A la pregunta: ¿cuántos coches y motos hay en el aparcamiento?, la respuesta: «sesenta y uno y treinta y una, respectivamente». Así de sencillo: el «un», el «uno» y la «una», se colocan según sea el sustantivo al que acompaña. Si se aprende a hablar bien, eso sale solo, no hay que estar pensándolo.

Otro de los errores muy comunes viene a ser más o menos lo mismo: no tener claro cuál es el sujeto de la oración. Si decimos que hay «cientos», «miles» o «millones», de abejas que han perecido por la cusa que sea (y quien dice abejas, dice otro sustantivo del género femenino), pues el sujeto no son las abejas: son los cientos, los miles o los millones (que tienen género masculino); de modo que diremos: «…han aparecido muertos varios cientos de miles de abejas». O también tenemos que observar la concordancia en número, así que diremos: «…con motivo de la huelga se ha manifestado un millón de trabajadores». «Frente al Palacio del Congreso se ha mantenido parado y en silencio, durante una hora, un millar de mujeres maltratadas». «La mayoría de las personas que trabajan en el campo es de origen inmigrante» (el sujeto es «la mayoría»). Y así podríamos precisar muchos más ejemplos de concordancia de género y número del verbo con el sujeto. A lo mejor, acostumbrados como estamos a no hacer esas observaciones en el habla, no lo echamos al ver, pero cuando estos errores los comete un locutor de Radio Nacional, ¡clama al cielo!

¡Ay, el verbo haber…! A ver, una regla, grosso modo, sería: Si va solo, se usan las formas singulares: «hay», «había», «hubo», «habrá», «habría», y no hay más tutía. Si va con otro verbo, entonces se hace concordar con el sujeto. Ejemplos correctos: «…había muchos pájaros que hubieron venido volando». «Habría unas cien personas allí, aunque habrían acudido muchas más si no hubiera sido por la lluvia.» «Habrá muchos niños haciendo deporte por gusto, mientras que a otros los habrán tenido que obligar.»

Otra cosa, y termino por hoy, con la que se hacen los locutores «la lía un picho» es con las dichosas palabricas que son del género femenino y empiezan por vocal tónica, ya saben: «agua», «hacha», «águila», etc. Con estas palabras, que no dejan nunca de ser de género femenino, la regla es cambiar el artículo al masculino, ¡solo el artículo! (determinado o indeterminado); pero nunca, ¡ojo!, el adjetivo o el pronombre, ¡nunca! No se puede decir «se bebió todo el agua del vaso», y, sobre todo, no se puede decir jamás «de este agua no beberé», porque está mal dicho, ya que «agua» es femenino. Lo correcto es decir «de esta agua no beberé». ¿Son difíciles estas cosas? No sé qué estudian algunos periodistas en la universidad. Así que no me extraña nada que la consejera de Educación no esté «adecuadamente educada».
©Joaquín Gómez Carrillo

 

2/4/21

Semana Santa de ayer, quién la vivió y no la recuerda

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Reconstrucción del lavadero público de la Fuente del Ojo, constaba de dos pilas largas y una más corta transversal: el «aclarador». El edificio original  estaba soportado por 18 pilares de ladrillo macizo, y sobre estos se apoyaba una estructura de madera que sostenía el tejado de tejavana; del maderamen del techo colgaban una bombillas de 125 v. como alumbrado nocturno, ya que muchas mujeres que cumplían jornada diurna como picadoras en la industria del esparto, tenían que ir a lavar de noche. Hace unos años, para salir del paso, hicieron esta especie de chambao metálico, ¡y gracias!, porque durante décadas el lavadero estuvo enterrado (literalmente) en el olvido.

Mi abuelo entonces me llevaba de la mano a ver a su madre, la «Roja del Madroñal». La «abuelica Roja» vivía con su hija Manuela en la misma esquinica de la calle Padre Salmerón con la calle Reyes Católicos (enfrente, en la acera de la vieja taberna del Bullas, tenía su casa Antonio Pastor, el «Nene de los Coches», y, en los bajos metía tres autobuses: dos medianos y uno más pequeño). Mi bisabuela entonces me ponía su mano anciana, casi centenaria, sobre mi cabeza y me acariciaba con unción. Mi chacha Manuela solía preguntarme si ya tenía novia, pero como yo consideraba retórica su pregunta, no respondía; y ella, al no poder arrancarme respuesta alguna, me llamaba «mudico»: «Ya está aquí el mudico» —decía con cariño.

Mi abuelo Joaquín tomaba de la casa de su hermana Manuela dos sillicas de anea para ver la procesión de Viernes Santo en la mañana por la Calle Mesones, en la esquina del Bazar Aniorte (entonces no se había ampliado todavía el circuito procesional por el Paseo de los Mártires, la calle General Mola y la calle Virgen del Buen Suceso). Al poco rato llegaba la abuela, que se había retrasado poniendo a saltear los caracoles serranos en un pucherico de barro al sol, ya que era el menú corriente en Viernes Santo: arroz en sartén con caracoles, y, si acaso, con un puñao de collejas, pues era día de ayuno y abstinencia y no se podía comer carne; solo los señoritos podían hacerlo pagando una bula a la iglesia (¡cuatrocientos y pico años antes, Lutero ya se había rebelado ante el comercio de indulgencias!). Por entonces mi abuela Josefica empezaba a caminar con ayes: «¡ay, ay, ay!», pues se le habían engurruñado los dedos de los pies y sufría enormemente con los callos, por lo que tenía que hacerles agujeros por encima a los alpargates para poder andar con alivio.

Los «Armaos», a veces, hacían «la caracola» delante de Las Claras y del estanco de Quiles, donde mi abuelo solía comprarse sus paqueticos de «Ideales» cuando ya había dejado el uso de la petaca y el librillo de papel «Bambú». (Delante del Convento de las Clarisas todavía se mantenía en pie un enorme caserón destartalado y cerrado a calicanto: era la que llamaban la «Posá de las Monjas», que luego la tirarían y harían un cine de verano los Hoyeros: el Cine Avenida.) A mi abuelo le gustaba ver pasar a Pilatos, de pie en su carrito romano, con la capa imperial desparramada sobre el carro, bajo la cual se escondía un capacico de pleita, un recogedor de hojalata y un escobón, pues el caballo no se privaba de soltar sus «cajonás» delante del sursuncorda.

Cuando pasaba el último pito de la banda municipal, en la cola de la procesión, y la gente se enmarañaba y tiraba cada mochuelo para su olivo, mi abuelo devolvía las sillas a mi tía-abuela Manuela, que de nuevo me decía: «¡el mudico!», pues yo no pensaba responder a su pregunta monotemática de «si tenía o no tenía novia». Entonces nos íbamos para la casa, que estaba por el final de la calle Calderón de la Barca, cerca ya de «Los Salesianos», y atravesábamos el «pasadizo del Bullas», tan estrecho como para caber justo una burra con serón, pues aún quedaban por hundir las últimas casas para ensamblar por completo el «pueblo nuevo» al «casco viejo». (El plan general urbano de 1924, llevado a cabo por el ingeniero Diego Templado, hizo crecer Cieza de forma ordenada y con un acoplamiento perfecto del «ensanche» al urbanismo existente, con la excepción de que hubieron de hundirse una serie de casas de las calles Padre Salmerón, Santa Gertrudis y General Prim, para abrir, rectas, las nuevas calles Virgen del Buen Suceso y Reyes Católicos).

Aquella tarde, mi abuelo me llevaría a la Fuente del Ojo, entre el gentío de todas las edades que iba por el caminico de Manufacturas Mecánicas de Esparto. Pues como estaba el «Señor muerto», y no había nada abierto y en la radio solo ponían música sacra y gregoriano (la tele no existía), todo el mundo buscaba algo de esparcimiento; era como una especie de romería civil: el ir a la Fuente a ver saltar el agua por encima de las losas del lavadero. Ni que decir tiene que, buscando algo de negocio, acudían también el tío del carrito del helado, vendiendo polos, cortes y chambis; el del carrito de las pipas, que las llevaba a granel y las vendía en cucuruchos improvisados de papel de estraza; el de las rajas de coco, el de las manzanas de caramelo rojo pinchadas en un palo, el del arrope calabazate y el hombre de las milhojas («¡a peseta!», las voceaba), que las llevaba en una cesta grande de mimbre que colgaba del brazo. Era un día extraño en la Cieza industrial: cesaban su estruendo los mazos de picar esparto, estaban desiertas las carreras de hiladores, guardaban silencio los pitos de las fábricas, se mantenían en reposo las campanas y, para que no lavasen en Viernes Santo las mujeres, el guarda del lavadero taponaba las pilas y el agua se desbordaba inundándolo todo.

La procesión de la noche era la más solemne. La Guardia Civil desfilaba de guante blanco, con los tricornios echados atrás y colgados del barboquejo, y los mosquetones al hombro con el cañón para el suelo. Los tronos no cargaban con baterías para su iluminación como ahora, sino que estos se enchufaban con largas mangueras a los cuadros eléctricos que había a lo largo de la carrera; de forma que mientras unos tendían el cable arrastrando por delante, los otros iban recogiendo en madeja por detrás (un recuerdo aquí para el Largo, el Rojico y el Pascualón). De forma que, tanto los santos, como las reatas de túnicos, enlazados por los cables eléctricos, presentaban una iluminación grandiosa a base de lámparas de corriente alterna.

Está claro también que la gente veía las imágenes con devoción, o se esforzaba en parecerlo: se guardaba silencio absoluto, no se fumaba, no se comía pipas, se descubrían los hombres y se persignaban las mujeres; por otra parte era impensable el estar los jóvenes, chicas y chicos, sentados por el suelo comiendo pizzas, bebiendo en latas y a su rollo.
©Joaquín Gómez Carrillo   

 

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LOS DIEZ ARTÍCULOS MÁS LEÍDOS EN LOS ÚLTIMOS TREINTA DÍAS

Cuentos del Rincón

Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"