INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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28/12/08

La flor del níspero

(Cuarto relato del libro "Relatos Vulgares")


Solían merodear por el parque al atardecer. Desde hacía ya mucho tiempo, al menos una a la semana y repetidas veces a finales del mes, merodeaban por el sector del parque donde la arboleda, descuidada de años, se hacía protectora y confidente con las parejas ávidas de amor, o, simplemente, con las personas que andaban en el mercadeo de los gozos.

Él, con su pierna renqueante por la artrosis y por aquel lejano accidente que tuvo en el extranjero, con su mirada verde libidinosa del ojo sano y su espalda tiesa –enhiesto insolente para su edad–, caminaba varios pasos atrás, firme en la retaguardia que otorgan los años. Ella, sobre unos imposibles en forma de tacones, inequívocamente ribacera, y bamboleando, tristona, su prematuramente gastada sensualidad, marchaba siempre delante con sus andares llamativos de reclamo antiguo. Sin embargo, ella no era una mujer mayor, a lo sumo, no llegaría más allá de los veinticinco o treinta años de edad, cuando él, bien poco le faltaría para cumplir los setenta y cinco, si no los había cumplido ya.

Así que, desde bastante tiempo atrás, él y ella se veían (es una forma de hablar); y lo hacían ya –lo de verse, digo– por costumbre o por necesidad mundana, por simbiosis malavenida, por no saber qué hacer –que también es un problema la vaciedad ociosa que tanto desasosiega a los seres humanos– o por darle sentido a la soledad tirana. Se veían también, quizá, por justificar la indolencia, por dignificar su derrota o por alentar la vida. Aunque quién sabe si, al fin y al cabo, sólo se veían por vicio; por ese vicio fácil que llena vacíos, que calma inquietudes y ensombrece conciencias que luego hay que limpiar, perdonar (perdonarse uno mismo es el perdón más verdadero) y reconstruir nuevamente; por el vicio oscuro, al fin, que deja rodar el tiempo que todo lo gasta y todo lo iguala. Y cuando el tiempo rodado va gastando esa formalidad cultural que nos cubre más allá de los vestidos, aparece la impudicia antigua, pervertida y descarnada.
Él, siempre, luego de todo, despreciativo en la despedida y con la arrogancia del náufrago, ofrecía, sin más, el pago ominoso, cuya vileza del dinero empareja las dictaduras del cuerpo con las miserias del alma. Ella, en un acto de afirmación huera, de libertad malentendida, de mujer autosuficiente, dominadora de hombres, a vuelta de escarnios y humillaciones, casi le arrebataba de la mano el precio exiguo de su maltrecha intimidad.

Él se llamaba Eusebio, Eusebio Porras, “El Cojo Franchú”, y, antes de ser el viejo que era ahora, Eusebio –cuando aún no era ni cojo ni le decían “Franchú”– había sido un hombre íntegro, fiel a sus convicciones, un trabajador nato apreciado por sus amigos y respetado en su ámbito. De niño, el Cojo Franchú, estuvo un tiempo en los hiladores (en aquellos años, en el pueblo, la espartera era la industria predominante) dándole a la rueda, es decir, fue “meneaor” –que se decía entonces–; luego ascendió a “hilaor” en su juventud, aunque también fue estraperlista en ocasiones (cuando el racionamiento en los tiempos del hambre), peón mal pagado en la construcción de pantanos de Franco, espartero accidental, guarda de noche en las “tendidas” del esparto, marchante de bestias por poco tiempo, cazador de matute con hurones (una vez tuvo que correr varios kilómetros por colinas y quebradas huyendo de los “guardiaciviles de a caballo” hasta cruzar el río a nado, porque eso estaba muy perseguido); también fue emigrante en la España de la miseria y leñador todos los domingos de una época pasada.

Ella era la Choni, sin más, o, al menos, así la llamaban quienes la conocían en el pueblo –y la conocían con la mala fama que se conoce a las mujeres que se dedican a eso–; pero podría haberse llamado Maritornes, Cándida o Erendira o Dios sabe. Su historia era de lo más simple: la Choni nació de la vida y a la vida se daba –pero a la mala, como se suele decir.

La Choni no era de allí (del mismo sitio que el Cojo Franchú). Apareció un día de feria, hacía ya bastantes años, entre los feriantes que van de pueblo en pueblo y de lugar en lugar; llegó en ese tumulto de semivagabundos que se dejan rodar con la inercia cíclica de las fiestas pueblerinas. Se presentó –ruidosa ella, cual luciérnaga que atrae los instintos– conquistando a los muchachos, deseosos de su aventura primeriza. Ya entonces, a la Choni, no se le podía echar la edad, aunque posiblemente guardara todavía signos visibles de su adolescencia fugaz; pero en aquella época, ella, sólo se limitaba, entre los limoneros y los olivares, a alegrarles la pajarita a los zagales más machotes del pueblo por unos pocos duros (el periplo más grande es el que puede recorrerse a través de los sentidos).

Por aquel tiempo, la Choni, hasta llegó a romper algunos corazones adolescentes, pues sus ojos negros de mora, con un punto fúlgido de chispa eléctrica, encendieron pasiones virginales en algunas almas románticas que la veían princesa de un solo amor. Pero ella, con una tendencia innata y natural, se mostraba pródiga: era una jovencita pródiga con vocación de mujer pródiga.

Mientras tanto, casi una generación de chavales del pueblo, por aquel entonces, se confidenciaban a voces, con el orgullo del guerrero, haber pasado por las manos –expertas, como no podía ser de otra manera (por las manos era más que suficiente)– de la Choni. Y el que no, no conocía los intríngulis de la vida; el que no, quedaba fuera de las medias risas de la complicidad, de las frases irónicas, del liderazgo sobrentendido en el juego de hacerse mayor por un atajo y sin pasar por la formación normal de los cánones establecidos. El que no, no era merecedor de conocer el secreto de la mujeres (quienes poseían las fuentes del placer). El que no, en definitiva, era relegado al estado impúber y al limbo de la inocencia.

Luego, un día, la Choni desapareció, se fue del pueblo sin dejar rastro, lo mismo que había venido, y solamente el olvido, que creció rápidamente como la mala yerba, ocupó todo el hueco donde pudiera alojarse algún recuerdo de ella.

Eusebio Porras, el Cojo Franchú, en cambio, producto sociológico de una etapa de la historia de España en que, entre otras cosas, la discriminación sexual, institucionalizada, se enseñaba en las escuelas públicas, se impartía en la moral nacional y se recogía en las leyes, tenía un pasado convencional, más o menos común y corriente.

Cabeza de familia a la antigua usanza, fue padre de seis hijos, a los que crió como entonces se criaba a los hijos; además, éstos fueron creciendo sin que él se diera cuenta, como crecen los hijos. El Cojo Franchú se marchaba al trabajo muy temprano, de madrugada, y volvía tarde, por la noche (a veces de la taberna, pues era cosa de hombres ir por las noches a la taberna), todos los días; de manera que no pudo advertir el crecimiento de los hijos, hasta que llegó el momento –el que suele llegar cuando pasa eso–, en que empezó a sentirse extraño ante extraños.

En cambio, la Chata la Colorá, su mujer de toda su vida, se había sabido adaptar mucho mejor a los cambios de los nuevos tiempos. Ella había crecido en comprensión mientras los hijos lo hacían en edad y las estructuras sociales se movían sísmicamente (hay momentos en que las sociedades cambian como de la noche a la mañana, y los valores morales y los conceptos se trastocan de golpe, y a las generaciones que les pilla con el paso cambiado –¡a dónde vamos a llegar!– les sobreviene el cataclismo de la incomprensión). La Chata la Colorá, en eso, le había llevado ventaja al Cojo Franchú (que aún no le decían ese mote, sino que fue a raíz de su vuelta del extranjero), pues las sociedades discriminatorias, desigualitarias y sexistas –como la que se mantenía en este país hasta casi la entrada del último cuarto del siglo XX–, lo mismo que relegan y marginan a unas personas en unas cosas, les dan ventaja en otras.

El sistema de corsés sociales, a ella, a la Chata la Colorá, le había asignado los status de madre y de mujer de su casa, lo cual le hacía sentir plenamente su rol, asumido desde siempre (¿qué problema hay, una vez asumido cada uno su rol? ¿No era la base del sistema de Un Mundo Feliz?). Y por tanto, aquel día en que el Cojo Franchú empezó a sentirse extraño, se dio cuenta también, él mismo, que en su casa había dos bandos (lo de los bandos, por si fuera poco, estaba aún dolorosamente arraigado en el corazón de los españoles); entonces montó en cólera y echó mano de la violencia verbal, y de la otra (no era la primera vez), con el fin de imponer el orden que su vieja cultura, caduca de necesidad, establecía. Pero lejos de restablecerse la armonía deseada, hizo su aparición el cisma, el temido cisma familiar (¿qué había sido la sociedad española durante decenios, sino una realidad cismática?). Y entonces, los otros, la Chata la Colorá y los seis hijos, temieron que su tren, el del Cojo Franchú, hubiera partido ya (los trenes no esperan nunca, parten y te quedas solo en el andén, mirando hacia la lejanía informe, semioculta por la bruma).
La Choni, otro día cualquiera, después de algunos años –no sé, diez o quince–, volvió al pueblo. Por el mismo camino que se marchara posiblemente una tarde (es más lógico que las partidas sean por la tarde), apareció otra vez. Pero maltratada por la vida y escopeteada –en el sentido metafórico y en el real, pues había recibido también una perdigonada en el culo– de los hombres, ya no tenía nada de aquella zagalucha descarada que otrora anduviera por estos pagos desvelando misterios a los colegiales de instituto. La Choni regresaba, quién sabe si, como don Quijote de la playa de Barcinos, derrotada.
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(Continúa)

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Cuentos del Rincón

Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"