INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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28/12/08

Volver a la buganvilla



(Noveno relato del libro "Relatos Vulgares")


El Sota, desde que ella se acordara, había tenido siempre la cabeza ligera y el mirar vidrioso. Al Sota, en cuanto bebía un poco más de la cuenta, se le ponían los ojos que le echaban lumbre. Pero entonces, cuando aún no habían soplado recio los vientos del desencanto ni los del miedo ni los del odio, ella (me pidió que no sacara su nombre en los papeles) diluía en su ilusión juvenil el rastrojo amargo que dejaba en él la bebida y tamizaba el carácter agrio del Sota con la ceguera dulce del amor.

En el pasillo, las limpiadoras, que tenían frases para todo el mundo, charloteaban con el policía, el cual se resignaba a matar el tiempo haciendo dobleces con un folleto de instrucciones que había cogido del mostrador de las enfermeras.

–¿Cómo estás hoy, reina? –una de las limpiadoras, que era licenciada en Historia del Arte, pero que se conformaba con aquello a falta de otro trabajo más acorde con sus estudios, había entrado a por los “cachirulos” del baño–. ¡Venga, alegra esa cara que te vas a ir a tu casa enseguida! –Luego se remordió de haberlo dicho y cruzó un relámpago con los ojos del policía que doblaba y redoblaba el díptico.

Qué lejos quedaban ya aquellos tiempos en que ella, apenas cumplidos los dieciocho, se dejó seducir por la masculinidad rotunda del Sota y por sus palabras de amenaza halagadora (“si no me dices que me quieres ahora mismo le meto fuego a tu pueblo”, me contó que le había dicho un día). Y ella, a pesar de las razones sabias de su madre (“cuidao con lo que haces, hija, que lo que decidas ahora ha de ser pa toa la vida”), le creyó: ‘este chico es capaz de incendiar el mundo con el fuego de su corazón’, estaba segura entonces.

Lo conoció en la verbena, una tarde lejana, y lo primero que le atrajo del Sota fue su hombría arrolladora y sus ademanes resueltos. Aún no se había muerto Franco (por el setenta y cuatro sería), y habían venido aquel día muchos “camisas azules” para honrar la memoria –según decían ellos– de los dieciséis obispos asesinados durante la Guerra Civil, cuyo monumento, en piedra, se alzaba en una colina cercana. Luego, a la tarde, mientras los autobuses esperaban aparcados en la explanada de junto al río, ellos se unieron a la fiesta del pueblo, mezclándose en la bullanga y exhibiendo con chulería los uniformes.

–Había en el centro un pabellón octogonal para la orquesta...

–Lo han quitado –le interrumpí–. Han hecho una cosa horrible de cemento que sólo sirve para que se meen los gamberros.

Entonces había un pabellón muy bonito, en alto y con cubierta de madera, del cual salían, como radios multicolores, los hilos llenos de banderitas de papel que se ataban a los árboles, a las farolas o a los balcones de la plaza, cuya planta de ésta se asemejaba a un triángulo isósceles.

En primer término, alrededor del quiosco de la música, se concentraba, girando, la juventud, ávida de fiesta; y, más apartado, en mesas servidas por camareros con pajarita, colocadas en el lado de la base del triángulo, tomaban refrescos sosegadamente las personas mayores. Luego, en el ángulo opuesto, bajo una gran buganvilla, en unos muretes entarimados con losas de barro cocido, se arracimaban los chicos y chicas que se iban desgranando por la fuerza centrífuga del epicentro del baile.

Se oyó venir el médico y el policía se puso de pie. Era el mismo de hacía tres días: uno muy rubio y gordo a reventar. ‘Parece que coincidimos en las guardias’ –pensó el policía, y echó a la papelera la hoja llena de dobleces que tenía en las manos.

–¿Toma ya sólidos? –interrogó sin levantar la vista del historial.

–Semisólidos –indicó la enfermera, cuya actitud cambiaba en compañía del médico. Cuando entraba sola o con algún auxiliar, la enfermera, que llevaba bordada en el cuello una cicatriz, se la veía resuelta, habladora; la acariciaba, incluso: “vaya raja que t’han hecho, cariño”. Sin embargo, con el médico, se mantenía en silencio, distante, casi tras él.

–Que le den sólidos. Y que le quiten ya el drenaje –ordenó el médico, presionando a ambos lados de la gran cicatriz suturada con puntos de aproximación por fuera.

La tarde que lo conoció, ella tenía el aspecto tan frágil como un tallo de hierba y llevaba puesto un vestido blanco que pesaba menos que el aire (su madre le había dicho: “hija, si pareces la pluma caída de un ángel que pasara por el mundo”). El Sota se le acercó. Era moreno fuerte; llevaba las mangas de la camisa arremangadas por encima de los bíceps y la boina roja doblada y sujeta en la hombrera; llevaba una cruz de Jerusalén bordada en rojo carmesí en el lado del corazón y una cadena de oro asomando por la pechera semiabierta. El Sota, bajo la buganvilla en flor, le mostró su sonrisa blanca y le dijo que él conocía los secretos de la vida; luego la llevó hasta el oleaje central del baile y, al tomar el ritmo de los compases, asió su talle con ambas manos como cuando el cura agarra el copón en la misa. Ella flotó entonces (las sensaciones aún flotaban en su memoria, noté) y, en su recuerdo, permanecería ya indeleble para siempre la canción Aquarius de la opera Hair, que en son pueblerino se derramaba entonces sobre sus cabezas.

Cuando al Sota se le enturbiaba la razón y se le ponían los ojos de vidrio, no había un dios que lo detuviera. Las cuatro hijas habían sufrido también desde la infancia los ademanes bruscos, el temperamento irritable y las noches de mal vino de su padre. Ella, sin embargo, hasta algunos años atrás lo había ocultado. Lo ocultó como un secreto de alcoba hasta que ya no pudo más, hasta que rebosó la desolación en su alma y no le cupieron en el corazón más lágrimas tragadas. Luego, aunque intentó liberarse física y psíquicamente, nunca jamás halló recompuesta su dignidad como mujer ni como persona. Pues para entonces se había sentido humillada tantas veces que no encontró otra salida, ni en el Cielo ni en la Tierra, que el asesinato; el cual urdió en las noches en vela con los cabos sueltos de la desesperación; lo pensó con el cerebro extraviado en la niebla negra del asedio constante; y lo juró en la antesala de urgencias, con su pequeña entre la vida y la muerte a causa de los golpes agresivos del Sota.

–Te vamos a quitar el drenaje –el auxiliar, no es que fuera calvo, es que iba afeitado de cráneo completo, pero tenía un tacto de ángel con los enfermos–. Vas a sentir un tironcillo de nada, ¿eh? –le dijo en un tono dulce.

El policía husmeó profesionalmente, pero el chico cerró la puerta.

El tubito salía justo por encima del pubis, del que los vellos rasurados de cinco días pugnaban ya por crecer como púas.

–No es nada, ¿eh? –y apretaba con una gasa impregnada de betadine al tiempo que tiraba suavemente.

Desde la boca del estómago hasta el bajo vientre notó como si le arrastraran un pez vivo bajo las carnes. No era dolor. Dolor fue cuando la trasladaron a urgencias con los intestinos perforados por el óxido. No, lo del tubo era una sensación indescriptible y tan desagradable, que por un instante notó como si le aplicaran los bornes de una pila en la cepa de la lengua.

Al principio no quería dar la razón a la pobre de su madre (“ese muchacho no es de todo comer; mira bien lo que haces, hija” –le repetía). Ella, con su cabeza poblada de pájaros juveniles –legítimo baluarte de sueños, con el que cabe la posibilidad de cambiar el mundo–, se había empeñado en casarse a los dos años de conocerlo (‘es mi vida y quiero vivirla ya’ –se cerró en la idea).

–Yo no conocía aún la gracia de Dios y quería saber lo que era eso –me dijo.

Y durante un tiempo de seda caminaron en la pasión y recorrieron deslumbrados la senda de los encantos y de lo nuevo. Pero cuando el Sota, más tarde, le fue comiendo el terreno, la fue aislando poco a poco, haciendo estériles sus ilusiones, y le fue minando su libertad personal, ella disimulaba de puertas a fuera, procuraba que no se enterara nadie del rastro de espinas secas que crecía en su matrimonio.

–Antes, de jovencita, mi alma tenía alas como las mariposas en primavera –me confió atormentada, cuando nada tenía ya remedio.El Sota, primero vació de afectos su círculo vital y alejó de ella el arropo de la amistad, luego le destrozó sus sensibilidades, y más tarde le sembró de carcoma su autoestima. Pero todo fue de manera sutil, taimada e insidiosa, como si fuera lo más normal del mundo, como si se tratara de la condición que debía aceptar por ser su esposa. El Sota acabó en ella con los versos de los poetas andaluces, cuyos libros de soltera, perfumados página a página de pétalos de rosa, se negó a aceptar en su casa; y la condenó al desamparo de la existencia huera, a la aridez de los días sumados y a la vida agria, sin que nadie reconociera en él al verdugo de su felicidad.
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(Continúa)

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Cuentos del Rincón

Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"