INTRODUCCIÓN

______________________________________________________________________________________________________
JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

Buscador por frases o palabras

Buscador por fechas de publicación

Traductor de esta página a más de 50 idiomas

28/12/08

El año del caqui

(Primer relato del libro "Relatos Vulgares"


A la memoria de don José Cano,
que estará hoy en el Cielo de los Curas.


Cuando Juan Simón conoció a don Generoso, fue una tarde tórrida de verano a la hora de la siesta, y éste, agobiado por el sopor, se encontraba en cayumbos y sentado a horcajadas en una silla vuelta del revés en el balcón de la casa parroquial. Aquella tarde (el muchacho se acordaba muy bien) hacía una calor tremenda y pegajosa, una calor de esas como para asfixiarse los pájaros, y don Generoso, el cura párroco de Alcanzor de las Ñoras, que era gordo como un tonel, estaba con su torso de ballenato desnudo, a pesar de su condición, intentando pillar algo de aire que llevarse a los pulmones.

Por aquel entonces, Juan Simón era vendedor de biblias a comisión (su primer trabajo, y único, antes de que se lo llevaran a la mili), y unas gentes descaradas del pueblo le habían recomendado que fuera a vendérselas al cura: “anda y véndeselas al cura, ¡pijo!”, le dijeron. Así que él, ni corto ni perezoso, anduvo calle adelante, que no era ni más ni menos que la carretera que atravesaba el pueblo, con su pesada carpeta debajo del brazo, y, al llegar a la plaza principal, donde estaba la iglesia, preguntó a dos viejas que sesteaban en un banco, a la sombra de una acacia, que dónde vivía el cura, y ellas, con locuacidad inusual para su edad, le respondieron que el cura era aquél de allí que estaba en calzones, y señalaron directamente con el brazo hacia la casa parroquial.

Juan Simón no conocía Alcanzor de las Ñoras, pues aunque era uno de los pueblos de su misma provincia, resultaba estar apartado de las rutas principales; de forma que era un lugar de esos por los que nadie pasa nunca, a no ser que vaya allí expresamente. Y como en la empresa hicieron un plan de trabajo, resultó aquel pueblo uno de los que a él le tocaba “peinar”.

La casa parroquial, cuyo balcón se veía desde la plaza, era un anexo de la iglesia, aunque su arquitectura, posterior y mucho más pobre, en nada tenía que ver con la del templo. Por su aspecto deteriorado, sin embargo, se notaba que tenía ya muchos años y que no se habían gastado un duro en adecentarla desde no se sabía el tiempo.

La vivienda del cura estaba situada en la primera planta, encima de un bajo mugriento que se abría a la plaza en dos arcadas, donde había varias mesas de futbolines y una de billar, a cuyo cuidado estaba un hombre con una pata de palo, y donde solían acudir por las tardes muchos de los zagales del pueblo, malhablados y peor educados, a pegar el tabarrazo con las bolas y con sus gritos y palabrotas.

Juan Simón, cargado con su carpeta voluminosa, dónde llevaba de muestra un ejemplar de la Biblia que vendía, ascendió por la escalera angosta y empinada de la casa del párroco. Ésta, cuya puerta se encontraba de par en par (el muchacho tocó y el cura dijo: “¡pasee!”), constaba de un recibidor oscuro y no muy grande, donde se hallaban clavadas con chinchetas a la pared dos estampas de cristos (uno era el de Dalí) y otra de la Virgen del Pilar (aunque Juan Simón no era nada experto en el culto mariano la reconoció por el pilar de roca, como es lógico); también había un póster, pegado con celo en una de las puertas, donde se veía a un Jesús, airado, echando a los mercaderes del Templo, y que ponía debajo: “NO BASTA CON SER BUENO, HAY QUE SER JUSTO.”

La cocina, lóbrega y minúscula, con una ventana que daba a un patio trasero, se podía ver a través de su puerta relativamente baja y abierta en un muro de grosor exagerado. También se observaba junto a la ventana, sobre un almanaque del Corazón de Jesús, una jaula pequeña con un periquito serio. Luego, además del cuarto de aseo, austero y con poca luz, tenía también dos habitaciones más grandes, orientadas al callejón de la plaza y unidas en la fachada por un amplio balcón corrido. Y en dicho balcón, aquella tarde de agosto del año 75 (el de la muerte de Franco; mira si no me voy a acordar), fue donde Juan Simón, yendo a vender biblias, se tropezó por vez primera con la estampa de don Generoso en paños menores y fumando tabaco negro como un carretero.

En aquel primer encuentro, el cura y el muchacho, llegaron a hacer algo de amistad, sobre todo porque don Generoso era un hombre de Dios (y no me refiero al sentido eclesial de la frase); pero lo que es comprar biblias, no llegó a comprar ninguna. Es más, no sólo no se dejó convencer, sino que el cura le dio argumentos al muchacho para que dejara el oficio, pues le dijo que no era muy cristiano eso de “comerciar lucrativamente con la Palabra de Dios”, ya que los ejemplares que vendía Juan Simón eran de una edición de lujo de la Guadalupana, cuyos volúmenes, de tamaño gigante, encuadernados en piel y grabados con letras de oro, son de los que se adquieren para que sirvan más bien de adorno (y hasta de ostentación) más que para adentrarse en su edificante lectura.

El cura, que le recibió tal cual estaba, le preguntó al muchacho su nombre cuando éste se disponía, tal como le había enseñado su jefe de equipo, a hacer la introducción del producto: “y tú, ¿cómo te llamas?” –le cortó–, y cuando Juan Simón se lo dijo, entonces el otro se puso en guardia y a punto estuvo de hacer el signo de la cruz y decir aquello de “¡apártate de mí Satanás!”, pero en seguida se calmó y dijo: “claro, llamándote Simón, se tenía que cumplir.” Y le habló entonces de Simón el Mago y del pecado de la simonía, y por ahí empezó a convencerlo del sentido poco evangelizador de su comercio.

Así que, en aquel primer encuentro con don Generoso, se podría decir que Juan Simón “fue a por lana y salió trasquilado”. Aunque éste, siendo francos, tampoco tenía muy claro lo de ir casa por casa engatusando a la gente humilde para que compraran algo tan inútil como un libro de adorno. De modo que, sin poner demasiado empeño en su arenga, el cura llegó a frustrar en el chico, aquella tarde calurosa de verano, su incipiente vocación de vendedor de puerta en puerta, cosa que Juan Simón le agradeció sinceramente con el paso de los años, pues quién sabe si se le habrían llegado a abrir otras puertas en la vida, en el caso de no haber cerrado aquella a tiempo.
Luego, al bastante rato de estar hablando ambos (el hombre parece que tenía necesidad de comunicación), le dijo al chico que lo invitaba a un café abajo en el bar, y se puso a vestirse allí mismo, delante de él. Y cuando Juan Simón llevó la mirada a otra parte, comprobó que todo estaba descuidado y en desorden; por todos lados se veía necesidad de limpieza, y había estorbos en cualquier lugar. Se notaba a la legua que don Generoso vivía sólo y que era un hombre de los que no se organizan, al menos en el ámbito del hogar. Sin ningún recato, el cura se metió un pantalón que apareció por allí sobre una silla, y se puso una camisa, a medio abotonar, que apenas le cubría su enorme panza de obispo castellano, y le dijo: “vamos, te invito a un carajillo.”

Cuando bajaron a la calle, don Generoso, con un movimiento de la mano a media altura, saludó a las viejas que, a través del aire vibrante, parecían dormitar en el banco de la plaza, y seguidamente empezó a meterse con el cojo de los futbolines.

–Renco, te estás quedando tieso –le dijo el cura en un tono que parecía confiado–, ¿es que no te echas a la siesta hoy?

El hombre de la pata de palo (y no es un decir, es que realmente, de la rodilla para abajo, se apoyaba en una especie de bastón acabado en una contrera metálica), que fumaba con una boquilla larga y llevaba en el pecho varias insignias de legionario o de lo que fuera, tenía una mala uva de mucho cuidado, según lo fue sabiendo después Juan Simón, pero con el cura parecía que se refrenaba un poco.

–¿Dónde llevará usted a ese joven, en lugar de dejarlo tranquilo con sus biblias? –contestó el tal Renco, y se notaba que ponía un grano de malignidad al pronunciar el “dónde”, por aquello, quizá, de que “se cree el ladrón que todos son de su condición”.

El muchacho pensó entonces que el tipo aquel de los futbolines estaba al corriente de todo, y lo miró con desconfianza sin hallarle su mirada, pues el otro la tenía perdida en ninguna parte. El cura, más adelante, cuando ya no los podía oír, dijo que el cojo era bastante degenerado (luego le contaría otras cosas, más detalladas, digamos), y que en aquel pueblo había muchos degenerados, pero que Dios, cuando llegara el momento de pedirnos cuentas a las personas, tendría misericordia do todos nosotros.

Don Generoso había llegado al pueblo de Alcanzor de las Ñoras hacía un año escaso, y por su forma de ser y de entender su ministerio chocaba bastante con los lugareños. Él venía de la capital, de ejercer funciones auxiliares, pues aunque ya había pasado con creces los cincuenta, nunca llegó a dirigir una parroquia. De forma que cuando por fin lo hicieron párroco y lo destinaron al pueblo, pensó, con ilusión sosegada, que podría apacentar las ovejas a su manera, pero la tarea era ardua y había mucha cizaña en el trigo.

La gente de allí estaba hecha a las visitas dominicales de un curilla viejo y señorito que era párroco del pueblo de arriba, el cual llegaba siempre en compañía de una sobrina que tenía ranciota, y se bajaba ya del coche, en la misma puerta de la iglesia, con la casulla puesta.

Los de Alcanzor de las Ñoras se sentían cómodos con aquel cura viejo y señorito, el cual procedía de una familia de rancio abolengo y era dueño de grandes fincas en otra provincia. Una vez a la semana estaba bien, pensaban ellos; además, este curilla era de arenga floja y no se metía con nadie; bajito y con sotana, saludaba moviendo la mano con cierta mística, pero sin mirar a la cara a las personas. Por otra parte, tampoco era amigo de hablar mucho con la feligresía, y sí escueto en el cumplimiento de la liturgia, despachándose de todo en un santiamén. En las misas dominicales (su oratoria era bastante confusa y apenas se entendía), él iba ligero, a lo suyo, como si no estuviera allí ni Dios. Luego, el resto de la semana, Custodio el sacristán era el que hacía y deshacía a su antojo en la parroquia, cosa por otra parte con la que don Generoso también tuvo que perchar al principio.



Alcanzor de las Ñoras, agarrado en las faldas del Monte Moro, era un pueblo pequeño, de no más de doscientas casas blancas y apiñadas en torno a la iglesia. Sus callejuelas estrechas y tortuosas (con la excepción de la carretera que atravesaba el pueblo), lejos de guardar una ordenada geometría urbana, partían en remolino galáctico desde una plazuela central para ir a morir a las huertas de limonares, que lo rodeaban.

A un lado del pueblo se imponía la cima del Monte Moro, coronado con su muñón rojizo de calicanto, vestigio de una antigua fortaleza de la época nazarí; al otro estaban las tierras de cultivo y el río Bastarás, cuyo caudal, escaso en los meses de sequía, dejaba ver un lecho de peñones blancos y pulidos entre pozas y remansos, donde los zagales de Alcanzor de las Ñoras se bañaban en cueros vivos. A este mismo lado del pueblo, entre la fronda verde, corrían sus acequias que regaban bancales y arboledas de forma pródiga, ya con antiguas canalizaciones procedentes de los árabes, ya con cuatro norias de madera (ñoras para los viejos), que venían elevando el agua de forma continua desde principios del siglo XIX.

Sin embargo, era éste un pueblo atrasado, donde la gente perseveraba en el atraso. Era un pueblo deprimido de seres resignados. Era una sociedad estancada, con sus oscurantismos, sus creencias antiguas y sus viejas costumbres, donde todavía –y hablamos del año en que, por fin, iba a comenzar para el país el último cuarto del siglo XX– tenían validez, más que las actitudes culturales modernas, los cuentos de los viejos.

Se vivía en este pueblo, principalmente, de la agricultura pobre y de la emigración temporera, y no se soñaba otra cosa que contemplar los ciclos y repetirse siempre las mismas historias. Y todo esto ocurría, como ya se ha dicho, en unos momentos de cambio, en que España se hallaba a punto de dar un vuelco político en el sistema de gobierno y de libertades. Pero aún en esta época, Alcanzor de las Ñoras era un pueblo de aquellos donde todos sabían todo de todos, y donde sólo había una farmacia, un estanco, un bar, un cine y una iglesia, y en la iglesia un sacristán: Custodio, que hasta la llegada de don Generoso como párroco, hacía un año más o menos, era el que manejaba allí los asuntos eclesiales.

Custodio, el sacristán, era tullido de nacimiento, y le decían el Merlo por parte de su madre (pues allí los motes iban por familias y se heredaban de padres a hijos). Había sido sacristán desde siempre –bueno, de niño también fue monaguillo–, y llevaba el cargo con mucha dignidad. El Merlo (que es mirlo, pero mal dicho), era sabio y discreto, posiblemente el más sabio y discreto de los hombres del pueblo, pero esta condición, que en otra persona hubiera suscitado sentimientos de rechazo entre el vulgo pueblerino, en él quedaba disuelta en una especie de condescendencia malévola, explicada por la realidad visible de sus taras físicas.

Sus padres fueron el enterrador y la Merla la partera; así que aunó en sus ascendencia la vida y la muerte, el principio y el fin en este mundo. Además, también decían que tenía gracia, pues había nacido un Sábado de Gloria debajo de una zarza florida y su cuerpo era deforme casi por todas partes. Contaban que a la pobre de su madre le sobrevino el parto por la senda del limonar, cuando venía con la burra de traer una carga de agua de la Poza del Colorao, y la mujer, azorada y como Dios la encaminó, se metió debajo de un ribazo y dio a luz allí mismo, al amparo de una zarza y con la única presencia de la burra.

A Custodio el Merlo, por otra parte, le pilló el estallido del 36 con ocho o nueve años y estuvo a punto de arder vivo cuando saquearon la iglesia de Alcanzor de las Ñoras y quemaron los santos. Ocurrió, según contaban los mayores, en el tumulto odioso de la sinrazón, cuando la gente vil de aquel pueblo y de otros cercanos explotaron en la barbarie incontenida, y no sólo derribaron y descabezaron (o quisieron derribar y descabezar) toda la gran titerería del retablo de Melisendra, sino que atacaron con ferocidad innoble a los Maeses Pedros que lo mantenían (en sentido quijotesco, digo). Fue, también, cuando los hombres y las mujeres de muchos de los pueblos y ciudades del país, enardecidos por los acontecimientos y liderados por los más exaltados, se hicieron masa, y se confundieron en la masa –odiosa siempre porque no piensa–, perdiendo la conciencia y dignidad individuales y convirtiéndose en manada de lobos.

El propio sacristán contaba –en un trágico e indeleble recuerdo de su niñez– que vinieron al atardecer buscando al cura, y lo hallaron al pie del sagrario comiéndose las hostias a toda prisa. Lo sacaron entonces a rastras para darle el “paseo”, pero antes lo desnudaron en la plaza –“eccehomo” ante su pueblo– para humillarlo y darle escarnio. Después saquearon la iglesia, arramblando con todo y fusilaron a la Virgen en el atrio (que ya hay que tener fe para hacer eso) y le pegaron fuego después en medio de la plaza. Luego, en la misma hoguera, según la memoria de los mayores, fueron echando el resto de los santos, cuyas cabezas rulaban a patadas por el suelo, excepto la del Cristo Alanceado, que se salvó de la quema, gracias a un huertano que lo echó sobre el serón de la burra y lo escondió bajo un montón de leña.

Entonces, en el culmen de la orgía destructiva, el Bergante –tipo él, mal encarado donde los hubiese–, que era quien había organizado la partida para ir a por el cura y para el fusilamiento de la Virgen, dijo de quemar también al Merlo, el monaguillo.

–Vamos a meterle fuego al baldao, pa qui no se la casqui al cura –gritó en medio de sus compinches, y corrieron todos como hienas buscando al zagal por los rincones de la sacristía.
Cuando su padre, avisado de los atropellos que estaban ocurriendo, llegó del cementerio de ejercer su oficio, se fue como un león hacia la turbamulta que se encontraba en la plaza con una vieja escopeta de las de pistón (descargada, por cierto, por falta de pólvora); y él, que en toda su vida sólo había empuñado el pico y la pala para cavar fosas, se plantó delante del Bergante y le espetó en la cara:

–Aunqui dispués me maten, tú te vas a ir por dilante de mí si no sueltan a mi hijo esos animales –se lo dijo alumbrándole con la boca del cañón de la escopeta a los ojos para que viera clara su determinación.

Acabada la Tragedia Nacional de la guerra, Custodio estuvo recibiendo clases particulares de un maestro, que lo habían desposeído del título por republicano, y el pobre se ganaba el sustento yendo a enseñar por las noches, de matute, a domicilio; éste, que era un hombre con una cultura a casco de bomba, le regaló al muchacho varios libros y le habló de autores innombrables y de los poetas del éxodo, pero siempre a puerta cerrada y con una cautela enorme, pues los jefecillos de la represión implacable que habían llegado de fuera se enteraban de todo.

Al Bergante, que cuando las aguas volvieron a sus cauces (mejor dicho, ya no volvieron a sus cauces, sino a otros), fue acusado del crimen del cura, se lo llevaron el primero, y dijeron que lo habían matado a palos en una cárcel lejana, y que luego fue enterrado en una fosa común; y su viuda, como lo era por lo civil, además, se quedó desamparada con tres hijos pequeños, de los cuales, el de en medio, sacó la mala índole del padre y fue el que, con deshonor, heredó el mote. A este Bergante hijo, lo llegó a conocer Juan Simón, cuando el cura don Generoso, para su desgracia, como veremos más adelante, le hablaba de los degenerados que había en el pueblo; y realmente éste era un tipo violento que había que echarle de comer a parte, y al que la gente corriente solía guardarle bien el bulto.


Cuando entraron en el bar, a tomar un café, don Generoso y Juan Simón, cuatro fulanos que aporreaban fichas de dominó sobre una mesa de mármol, saludaron apenas con un leve movimiento de la barbilla y moderaron su jerga de palabras soeces. La mujer de detrás del mostrador, que estaba sentada en una banqueta, dormitaba sin reparo dando unas cabezadas grandiosas, y sólo se despertó cuando don Generoso, después de haberla llamado tres veces por su nombre (era Rosa, pero le decían Rosica), golpeó con el mechero Bic que llevaba en la mano sobre el cristal que cubría unos platos de fritangas.

–¡Ay!, digamusté don Generoso, qui m’había quidao traspuesta –se disculpó ella, pasándose la mano por la cara para librarse de la telaraña del sueño–. Con estos calores..., no está una pa na.
La mujer, que andaría cercana ya a los cincuenta, de cara ancha, lucía una papada brillosa; y como era bastante rechoncha y de extremidades cortas, cuando se estiraba, casi de puntillas, para manejar la cafetera, el vestido de una pieza, exiguo de por sí, ascendía por detrás un poco, que para sus distancias naturales era un mucho, por lo que el cura –Juan Simón se dio cuenta a la primera– volvió la cabeza a un lado y empezó a resoplar, más que a silbar, los compases de La Romería, de Víctor Manuel.

El café que les puso en unos vasitos de cristal parecía de recuelo, pero con el chorro de coñac de garrafón en botella de marca, aquello tomaba el sabor fuerte del carajillo barato. En las paredes del bar había estampas de toreros famosos y algún que otro dicho o refrán chabacano (“AL PAPEL Y A LA MUJER HASTA EL CULO SE LE HA DE VER” o “HUERTA, MOLINO Y MUJER, ... etc.”), escrito en platos de cerámica. El mobiliario era pobre y de aspecto bastante frío, lo que daba cierta desolación. Del techo había colgados dos ventiladores de aspas grandes, uno de los cuales chirriaba con un gemido corto y rítmico. Y la barra, que era de madera oscura, tenía su pringue correspondiente, por lo que las moscas no daban la ida por la venida.

Entonces, uno de los fulanos que aporreaban fichas de dominó, sin levantar la mirada del juego, se dirigió al cura amparándose en el grupo.

–El viernes vamos a sacar la Virgen al campo pa qui llueva, don Generoso. –Dijo, como lanzando un globo sonda.

El cura se tomó su tiempo para eructar una vaharada corrosiva (de cuya nocividad en su radio de acción salió indemne Juan Simón, gracias a Dios), y habló después en tono firme.

–La Virgen no se saca de la iglesia, Perroso –le contestó tajante.

Y el Perroso, conocido en el pueblo por adúltero y por pegar a su mujer unas palizas tremendas, sin levantar la cabeza, hacía rebotar su voz en el mármol frío de la mesa.

–Eso ya lo veremos; –y como buscando un apoyo a su intención o un desafío a sus palabras, añadió– el Merlo está di acuerdo.

La situación se había hecho un poco tensa, y hasta el aire, rebanado a lonchas finas por los ventiladores del techo, parecía costar ahora más trabajo respirarlo. Al cura, las manchas de sudor en la camisa, le bajaban hasta los costados, desde las axilas. Entonces, la mujer rechoncha y paticorta, a la que éste llamaba Rosica, también quiso meter caña en el asunto.

–Ay, válgame Dio, don Generoso, con la muncha falta qui hace qui llueva –dijo ella, mientras se pasaba la mano por el cuello húmedo y sudoroso, mirando al cura con sus ojillos de olivas negras.
Luego, antes de salir, el cura habló para todos de forma muy clara.

–Yo soy el párroco de este pueblo, y si digo que no se saca la Virgen, la Virgen no se saca.

Los golpes de la fichas de dominó contra la mesa eran de una violencia extrema; y ya, estando don Generoso y el muchacho que vendía biblias en la puerta a punto de salir, ellos obviaron deliberadamente su presencia, y entonces uno de aquellos fulanos (lo de fulano va exento de ánimo despectivo, aunque pudiera pensarse lo contrario), sin levantar la cabeza de la mesa, se cagó en la hostia con ira contenida. Pero don Generoso, que salió delante, sólo habló cuando llegaron a mitad de la plaza, bajo el fragor rabioso de las cigarras que poblaban los árboles.

–El valor más grande de Cristo es habernos enseñado a perdonar, y, tarde o temprano, todos necesitaremos el perdón.

Frente a la puerta de los futbolines, vieron otra vez al hombre de la pata de palo; estaba en el mismo sitio y de la misma postura, fumando el mismo cigarro y con la mirada todavía huída en ninguna parte; era como si el tiempo se hubiese detenido desde que entraron al bar, como si hubieran vuelto otra vez al punto de partida. Pero el de la pata de palo habló, sin dirigirse a nadie, lo mismo que si hablara al viento.
......................................................................................................
(Continúa)

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...

EL ARTÍCULO RECOMENDADO

LOS DIEZ ARTÍCULOS MÁS LEÍDOS EN LOS ÚLTIMOS TREINTA DÍAS

Cuentos del Rincón

Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
.
* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
_____________________________________________________

Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"