INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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28/12/08

La República del olvido

(Sexto relato del libro "Relatos Vulgares")


El camino, hasta un otero lejano que el polvo en suspensión nublaba difuminando sus perfiles como si estuvieran hechos a carboncillo, se veía curvear entre lomazos cársticos y retazos estériles de llanura.

–A este tiro d’acá me se figura que tiene que caer el Alcorzón; me lo está diciendo el solano.

–Ese viento no es solano. Tú lo deberías saber, Juanón; ese que sopla no tiene alma, nace como de trasmundo y lame la tierra sin piedad hasta borrarle del todo la vida.

Más adelante, un árbol solitario, cuyas ramas secas y desfoliadas enhebraban el viento, se cruzó con ellos a un lado del camino.

–¿No iba por aquí la Vereda de los Frailes, la que hacían los ganados desde las Cañadas Blancas buscando los abrevaderos del río?

–No se lo puedo decir a ciencia cierta, don Felipe, con los años me he vuelto torpe en recordar y cada tiempo o cada vuelta que pasa, o que pasamos, me se lleva un cacho de memoria.

Tras ellos, por encima de la raya del horizonte empezó a columbrarse un nubarrón fantasma que iba trepando hacia la bóveda y ensanchándose como una pelota oscura, inflada por el viento.

–¿Tú no barruntas lluvia, Juanón? Me hace que podemos tener agua o granizo o pedrisco o lo que sea.

–Me s’han quitao algunos conocimientos d’antaño. Ahora sólo estoy en llegar al final del camino, y este que nos guía no dice ni media. ¿Por qué no le vocea usté, don Felipe, pa que nos explique de una vez la salida?

La nube, lejana y aparentemente crucificada, según la podían ver ellos volviendo la cabeza, en las ramas secas del árbol seco, se despegó por fin de la línea borrosa de la tierra y el cielo, al tiempo que perdió su amenazadora redondez.

–Pues tenías hasta poderes, Juanón; no sé si te acordarás. Antes de la guerra, había que verte, eras capaz de encontrar veneros de agua subterránea sólo con una horquilla de retama.

–Dulce.

El que guiaba como a dos tiros de piedra por delante, se acercó de nuevo a un cruce de caminos o de veredas o de senderos. No titubeó –ellos se dieron cuenta una vez más– en tomar siempre el mismo, el que escondía el final en la bruma o el polvo o la calima de la palidez del aire.

–¿Dulce?

–De retama dulce digo, tenía que ser la horquilla, don Felipe.

La nube devino al gris y extendió a los lados sus brazos o sus alas o lo que fuera, que le crecían como seudópodos para cernerse en el aire.

–De antes de la guerra sí m’acuerdo de to, ¿por qué será que me se están borrando las cosas más recientes...?

–Senctud, Juanón.

–¿...y las más inocentes...?

–Las que no te servían más que para sentirte tú, Juanón.

–¿...y las que ya no me dan hámago traerlas a la cabeza, don Felipe?

–Son las que impiden ver el final del camino, hasta que las arrancas con dolor de tu alma, como yo las arranco de la mía. Pues perdonar es un acto de renuncia al alcance de todos, mas sentirse perdonado necesita de la generosidad interior que es la más difícil de practicar.

La nube ameboide se decoloró más hacia el gris parduzco claro y empezó a deshilacharse por los bordes. En todo el cielo no había otra cosa que la nube deshilachada a medio palmo apenas del horizonte. Y en toda la tierra sólo el árbol seco, minimizado ya a sus ojos, de lejos.

–Si yo encontrara el camino del Alcorzón, dónde, siendo muchachote, me iba con mi padre de madrugada a arrancar esparto, y encendíamos lumbre y mi padre cortaba el pan con su navaja. Pero se ve que con el tiempo s’han borrao los caminos d’entonces y desconozco ya estos parajes.

El que guiaba no se detenía nunca. Siempre iba a dos tiros de piedra por delante. Si ellos apretaban, aquél apretaba; si ellos se tenían un poco, aquél aminoraba otro tanto. Pero no hablaba, no volvía la cabeza, no les indicaba qué hacer, cómo hacer. No les calmaba su desazón, ni les aliviaba sus pesares. No les ponía cuentas ni nada les exigía. Caminaba a pie, como ellos mismos, y elegía el camino siempre. Y siempre ellos le seguían.

–No te apeñusques tanto con los recuerdos de la juventud, Juanón. No pierdas el tiempo en lo que nada te exige. Échate a la cara de una vez lo del cura, lo del ‘paseo’ y lo de la Virgen Pura.
–Al cura, yo no lo maté. Aunque tantas veces me culparon que ya empecé a estar dudoso, y cuando me perdonaron la vida entre risas y burlas, algo de falsa culpa m’había crecío en la conciencia.
En el trozo de cielo donde había estado la nube, sólo quedaban hilachas esparcidas que flotaban en la ingravidez perenne de aquella luz sin variaciones del día acrepuscular de la tarde continua.
–Tú no comprendes, Juanón, que andaremos juntos este camino hasta sacarnos todo eso de ti y de mí. No comprendes que se nos quedaron mal sepultadas en nuestros corazones las maldades creadas de los ‘dos bandos’ de aquella España bífida y desgraciada. Y que tú y yo, muy posible, seamos las últimas víctimas de esta república de silencio que unos construimos y a otros os hicimos tragar, y que ha pesado por años en las cabezas de todos como un milenio apocalíptico.

El que los precedía debió oír la plática agraz y tomó por un atajillo pedregoso plagado de guijarros puntiagudos, de cortantes lajas de pedernales (como las piedras que incrustaban en las tablas de los trillos para trillar la mies en las eras) que lastimaban sus pies al caminar, pero que eran preferibles al polvo gris amianto del camino largo, cuyo final se perdía siempre en la traspuesta.
–A la Virgen, en el treinta y seis, le pegué dos tiros en el atrio antes de que la echaran al fuego purificador, pero saqué su cabeza a patás y se la tiré rulando a la Nena del Francés, “¡toma Nena, pa que le reces!”, le dije, pues sabía que la Nena era muy beata.

–La nube se fue otra vez; desapareció, como todas las veces anteriores (se formaba y luego desaparecía); ¿te diste cuenta, Juanón? Nada es comparable con esta aridez parda y sepulcral. Aquí, posiblemente, no haya caído nunca una mala lluvia. ¿Tú ya no entiendes de tiempo? Recuerdo que antes de la guerra, con mirar al cielo ya sabías lo que iba a ocurrir.

–Entonces era distinto, don Felipe. Aquél fue un tiempo hermoso que no supimos aprovechar bien del todo. Vivíamos como si fuéramos a ser siempre jóvenes, como si no hubiera de llegar nunca esta congoja del corazón, este raro sinvivir que nos deshace el alma a cachos.
–No podías hacer otra cosa, Juanón; la sociedad te puso anteojeras.

–¡Ay!, si yo encontrara los senderos antiguos del monte, de los manantiales, de las huertas, de la Sierra del Arcorzón, donde una vez, siendo mozalbete, bajo la lluvia de abril, tuve un brote de felicidad. Pero ya no reconozco senda ni lugar; ni reconozco nada en esta ruina de existencia.
Al andar ya no se lastimaban los pies, pues habían vuelto al camino fácil, al del polvo fino de amianto. Ni hambre ni frío, ni sed ni calor, sólo desesperanza interminable a causa de que el final se hallaba siempre más lejos aún que el horizonte. Sólo la figura hierática del que los guiaba, como si estuviera en otra dimensión, decidía la senda que busca el destino.

Otro árbol se acercaba (no estaba claro si ellos avanzaban y el árbol se mantenía clavado en el suelo, o al revés). Igualmente comprobaron que éste también estaba seco y destartalado, ¿era la ruina de un eucalipto, de una araucaria o de un nisperero?, ¿cuántos años llevaría en aquel erial?
–Lo del cura, Juanón, te lo eché yo encima, en venganza por el ‘paseo’. Me dio vergüenza, siendo ya juez en el pueblo, acusarte de eso, ¿no comprendes?
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(Continúa)

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Cuentos del Rincón

Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"