Plaza de toros de Cieza |
El ser humano tiende por naturaleza a tratarlo todo bajo la simplificación de la dicotomía: buenos y malos, blancos y negros, rojos y azules, creyentes y ateos, abortistas y antiabortistas, progres y fachas o taurinos y antitaurinos. No se admiten escalas, no se manejan otras opciones: siempre los dos bandos, ¡los dos puñeteros bandos! Se ve que somos así los españoles. Y encima, los supuestamente en contra de la lidia, que si se paran a pensar un poco tienen los mejores argumentos a su favor, no saben manejarlos, ¡no señor!; y se decantan más bien por la frase ofensiva, el eslogan soez o, directamente, por el insulto. ¡Justo lo que favorece al otro grupo con “amor a los alamares”! Y éste, que carece de razones sensatas en las que basar su afición “a la sangre de los toros”, encuentra la coartada perfecta en la mala educación de muchos de los llamados antitaurinos. No podían hallar mejor adversario que el que se invalida a sí mismo con su actitud grosera.
Miren, un amigo mío, aficionado a la llamada “fiesta nacional” me dijo un día: “No te metas a filosofar en ese terreno...” Claro, ante argumentos inteligentes los “taurinos” se ven perdidos; a ellos les favorece más el ruido con pocas nueces de las manifestaciones acordonadas por la policía en las tardes de corrida. Les vienen al pelo para reafirmarse. Ante esas pancartas, entre graciosotas y ofensivas, ellos se crecen se envuelven con la bandera de la razón, apelan a la libertad con la boca llena, a la democracia, a la genética de los morlacos, etc. Mientras que los otros se quedan en mantillas, dando voces y coreando torpes eslóganes.
Vamos a ver, en primer lugar hay que huir del simplismo, en este tema y en otros que afectan a la dignidad individual y colectiva de las personas. En España llevamos siglos de afición a la tauromaquia, y no se puede pretender extirpar de nuestra sociedad una tradición tan arraigada. Pero hemos evolucionado en educación y en valores, ¿o no? Ya no somos tan bárbaros y tan insensibles con los animales, ¿o sí? Sabemos diferenciar entre las cosas que están bien y las cosas que están mal, y tenemos claro que es de bárbaros seguir tirando la cabra por el campanario de la iglesia, ¿no es cierto? Vale. Pues vamos a aprender a divertirnos sin causar el mal. Los portugueses ya lo hacen desde muchos años atrás: se divierten de lo lindo en los ruedos, ¡ole, ole y ole!, viendo torear a los diestros en la arena y después, las reses al corral. Que hay que sacrificar al bóvido para comérnoslo en estofado hasta el rabo..., pues venga: matarile que te crió, sin contemplaciones; pero sin la maldad de la tortura pública, pinchando por aquí y pinchando por allá, y sin la obscenidad de la muerte sangrienta con sufrimiento del animal para disfrute del respetable.
Hace siglos que los romanos, aficionados a los espectáculos de sangre y muerte en los circos, se quedaron sin argumentos: Hubo un momento en la historia en que ya no les valió apelar a la libertad y decir aquello de: “A quien no le guste, que no vaya al circo”. No les valió justificarse en la idea democrática de: “Tú respeta a quien le guste asistir al circo y sigue tu camino”. Ni mucho menos hacer valer la absurda razón de que los gladiadores tenían una existencia regalada y llena de placeres para acabar desangrados en la arena. No, no; miren, los falsos argumentos cayeron un día por su peso y ya no fueron asesinados más hombres y mujeres en los circos romanos, pues hay cosas que están mal por sí mismas. Lo que está mal, está mal y punto. Y, como algunos dirán que la escala del bien y el mal ha variado a lo largo del tiempo, y pondrán en duda qué cosa es el bien y qué cosa hoy en día es el mal... La respuesta es muy simple: hacer daño está mal. Si el daño hay que hacerlo en legítima defensa, vale; si el daño hay que hacerlo para procurarnos alimento, pase; pero si el daño se hace por diversión, está mal. Y lo mismo que los romanos en los circos, algún día nos haremos más civilizados y dejaremos de torturar cornúpetas en los ruedos.
Algunos suelen decir también la memez esa de que “de no haber corridas de toros se extinguiría la raza brava”. No es verdad, y aunque lo fuera, eso no justifica causar el mal y divertirnos con ello. No se tiene en pie ese argumento. No me vale, pues he mencionado que se pueden realizar corridas de toros sin sangre ni muerte: toreo puro, arte, riesgo, valor, culto “a las sedas y a los oros...”, todo lo que quieran en ese mundo de adrenalina en el burladero y bota de vino en el graderío, pero sin puyas, banderillas ni aceros. Dicen otros que también las reses sufren en los mataderos. Les doy la razón; me alegro de que tengan sensibilidad y les invito en ese caso a defender que los sacrificios animales para la alimentación humana sean lo más asépticos posible. Tenemos derecho a comérnoslos, pero no a causarles sufrimiento por gusto. Y tenemos derecho a defender nuestra idea del bien y del mal, pero con respeto. Antes que vencer, tenemos que convencer.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA"
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