Apeadero de La Macetúa, Cieza |
Quedamos en el artículo anterior que, allá por julio de 1972, marchaba yo con otros compañeros de la OJE al campamento nacional de espeleología de Ramales de la Victoria. El tren “rápido” que nos llevaba a Santander pasó por la estación de Cieza casi a las 12 del medio día, pues si por carretera se iba una hora y pico en llegar a Murcia, por ferrocarril no se tardaba menos, ya que los trenes tenían que parar en todas las estaciones y a veces esperar el paso de otros que iban en dirección contraria (en Cieza se hallaba el famoso “Disco”, en lo alto del terraplén de la vía tras las casicas a las que daba nombre, que los ferroviarios giraban a distancia mediante unas palancas y unos alambres, para detener los convoyes o darles paso).
Por el tiempo de que les hablo, en los trenes ya se había pasado del carbón de piedra al gasoil y de las máquinas a vapor a las locomotoras diesel (aunque yo, de pequeñico, me acuerdo de que un día me llevó mi abuelo de la mano a conocer el tren a la estación, y conservo en mi memoria la imagen indeleble de aquella locomotora negra, con aspecto de monstruo antediluviano, escupiendo humo y carbonilla por la chimenea y tosiendo entre sus bielas chorros de vapor). En cuanto al trazado ferroviario, desde Albacete para abajo poco o nada había cambiado en más de un siglo, y prácticamente se mantenía tal cual fue inaugurado en tiempos de Isabel II, reina de las Españas. Además, en toda la red ferroviaria del país todavía existía el raíl discontinuo, ¡cataclán-cataclán!, pues los ingenieros españoles estaban encabezonados en que la dilatación de los metales en los tórridos veranos provocaría que los raíles se torcieran como churros; y todo eso aun cuando nuestros emigrantes del hambre contaban a su regreso a España por Navidad que allende los Pirineos ya habían descubierto el huevo de Colón del raíl continuo.
Durante el lapso en que el tren que nos llevaba se detuvo en nuestro pueblo, acudieron al andén vendedores con refrescos, bocadillos, dulces o milhojas, que algunos viajeros compraban sacando los brazos por las ventanillas. (Por entonces aún no había tenido yo tiempo de leer el episodio de “Los tres canes”, de Azorín, en el que uno de los chuchos sabios había llegado a la conclusión a fuerza de observar estos asuntos que sólo los pasajeros de segunda compran viandas por la ventanilla al llegar a las estaciones, pues –explicaba a los otros dos perros–, los de primera comen en el “restorán” del tren y los de tercera portan de casa sus humildes viandas. Tras detenernos de nuevo en Calasparra, en seguida enfilamos los túneles de Agramón, como madrigueras oscuras bajo la sierra, con sus paredes negras del humo negro en la piedra abierta a pico y barreno a mitad del siglo XIX. (En el interior de uno de esos túneles se mantuvo detenido durante horas un tren de viajeros cuando la Guerra, ante la amenaza de ser bombardeado. Las “pavas” alemanas al parecer estuvieron dando vueltas con su mortífera carga hasta que temieron quedarse sin combustible para regresar a sus bases de territorio rebelde y entonces decidieron dejar caer los huevos en unos bancales y tomar las de Villadiego).
Pronto cambió el paisaje y entramos de lleno en la mancha: llanuras de cielo y rastrojeras de mies recién segada hasta la raya del horizonte. A mí me gustaba ir asomado a la ventanilla viendo la amplitud del paisaje y la sucesión rápida de postes del teléfono y telégrafo: hileras interminables con un montón de alambres por donde se enhebraban las palabras de las conferencias telefónicas y se escurrían los impulsos eléctricos del punto-raya del morse de los telegramas. Era mi primer viaje lejos de casa. No conocía otro terruño que el de los parajes de nuestro pueblo. Por no conocer, ni siquiera conocía el mar.
Cuando el tren se detuvo en la estación de Los Llanos, en Albacete, era en torno a las dos de la tarde. Se paró en un andén apartado del edificio principal y para llegar a este había que atravesar un pasadizo subterráneo bajo las vías. Tras deambular un poco por allí y estando de nuevo en el apartamento del vagón, los compañeros dijeron de ir a comer a la cantina, por lo que me entretuve sacando un bocadillo de jamón de la mochila; seguidamente bajé del tren, crucé el subterráneo creyendo ir en pos de ellos, y, al salir al otro lado y comprobar que no estaban en el bar, vi con estupor la cola del tren abandonando la estación y bandeándose en los cambios de agujas como el trasero de una dama. Entonces comprendí de golpe cómo se quedó la mujer de Lot en mitad del Antiguo Testamento, cuando volvió la cara atrás y vio su ciudad ardiendo por el fuego genocida de Dios que no pudo acabar con todos los sodomitas de la Tierra.
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